lunes, 18 de agosto de 2014

El testimonio de una profesora que estuvo secuestrada en el Centro Clandestino La Perla

“Fue un plan de aniquilamiento bien pensado” 
Primatesta sabía todo lo que pasaba”

En el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba, Susana Leda Barco contó cómo fue secuestrada en 1977 y mantenida en cautiverio hasta 1980. El interrogatorio a cargo de un represor que tenía su currículum y las sospechas sobre un alumno delator.

 Por Marta Platía

“Mire, no siento odio. Para odiar hay que gastar tiempo, energía y la vida. Y nuestra vida no merece ser gastada en eso. Yo lo único que siento es desprecio, porque ofendieron la condición humana. La degradaron”, dijo ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 Susana Leda Barco, una profesora de Ciencias de la Educación y Filosofía que fue arrancada de su casa, de su cama, de su familia, la mañana del 4 de octubre de 1977.

Susana vivía en Villa María, al sur de la capital cordobesa, con su esposo y sus hijos, Fernando (de 12 años) y María Laura (de 8), cuando golpearon a su puerta: “Eran las seis y media de la mañana. Dijeron que eran del Tercer Cuerpo de Ejército. ‘Momento, que me pongo una bata’, contesté y mi marido me acompañó y abrimos. Eran cuatro. Uno de ellos dijo ser el capitán Wenceslao Clara. Me dijeron que me iban a llevar para hacerme unas preguntas. Hasta trajeron a dos vecinos para que firmaran un acta que, muchos años después, supe que decía que me llevaban para interrogar. Pedí que me dejaran despedirme de mis hijos. María Laura era chiquita y estaba asustada. Ambas recordamos que le dije que se portara bien y que hiciera sus tareas. Y mi hijo me preguntó por qué me llevaban, y le dije que para hacerme unas preguntas. ‘¿Y volvés rápido?’ Le dije que sí. Pero volví 3 años y 23 días después...”.

Hasta el 27 de octubre de 1980, cuando la liberaron en Devoto, Susana pasó por comisarías, un campo de concentración y la cárcel UP1, donde habían torturado y asesinado –arguyendo falsas fugas– a 31 presos políticos en 1976.

“Yo quiero decir que soy docente y que la docencia para mí no ha sido un empleo. Ser docente es mi modo de ser y estar en el mundo, y desde este lugar testifico”, se plantó ante el tribunal, plena de energía, tan elegante como rigurosa. Contó que la llevaron a la comisaría de Villa María. Que estuvo allí dos días y que la subieron a un auto para trasladarla a Córdoba. “Después de cruzar el puente de Río Segundo, pararon los vehículos. Me bajaron y el capitán Clara me dijo que me iba a vendar. Ahí vi a los soldados con las armas en la mano, adelante mío. Pensé en un fusilamiento. Y con gran ingenuidad le pregunté si vería a mi marido. Me dijo que sí. Le pedí que le dijera que lo quería mucho, y a mis hijos y a mi madre.” Pero no hubo disparos. La empujaron dentro del auto y, vendada, llegó a lo que luego supo que era el Campo de La Ribera.

Susana endureció el tono cuando recordó su primer encuentro con los interrogadores. La llevaron junto a Adriana Corsaletti. Tras las vendas escuchó “un golpe fuerte contra la mesa y el ruido de un grabador, de esos a carrete. Cada una con un interrogador distinto. Puede sonar loco, pero el que me tocó a mí lo hizo con mi curriculum vitae en mano. Le decían Coco. ¿En tal fecha dictó un curso de esto? ¿Otro sobre Paulo Freire? ¿Qué es ideología? Y yo le contestaba. Hasta que me interrogó sobre 1966 y ‘La noche de los bastones largos’”. Susana y un grupo de profesores de la Universidad Nacional de Córdoba habían protestado y fueron cesanteados de la Facultad de Filosofía.

La sobreviviente volvió entonces a una de las peores noches de su vida: “Me dejaron sola en la cuadra. Entonces lloré, pasé mi vida en cámara lenta y lloré... Me querían hacer callar, pero yo había abierto compuertas. Supe que mi marido me buscó, que estuvo a las puertas del Campo de La Ribera... Le dijeron que se fuera a punta de arma. Poco después me llevaron a un interrogatorio y me dieron una declaración para que firme. Y maestra, al fin, corregí los errores de ortografía... Me preguntaron para qué lo hacía. Y yo les dije: ‘Ya que accedo a firmar, corrijo’”.

Susana, como otras sobrevivientes, optó por no hablar de violaciones o vejaciones directas, pero sí quiso perfilar la perversión de los represores: “Una noche alguien se paró a los pies de mi colchón y se masturbó. Otra, me iluminaban mientras me bañaba. Yo pensé... ¡pobres tipos! Si para tener una mujer y sentir placer necesitan que uno esté en estas condiciones, son unos pobres tipos...”.

Como a muchas de las secuestradas, desde ese campo la trasladaron a la cárcel de Barrio San Martín, la UP1. “Ahí me revisó un médico que tenía el guardapolvo tan sucio que parecía salido de una carnicería –detalló sacudiendo la cabeza–. Era un lugar espantoso. Teníamos un camastro y un tacho de cinco litros como todo baño. No podíamos hacer labores, ni gimnasia... pero nos ingeniábamos para hacer agujas con los huesos que a veces venían en la sopa.”

“Sobrevivimos también por la solidaridad y la creatividad para no dejarnos vencer. Pero no era fácil –recordó Susana–; la primera vez que bajamos al patio, vimos los palos donde habían estaqueado (hasta matarlo) a (René) Moukarzel y también a Charo (López Muñoz).” El médico René Moukarzel había sido uno de los presos políticos de la cárcel. El represor Gustavo Adolfo Alsina se enfureció cuando lo vio recibir un paquete de sal de manos de un preso común. El 14 de julio de 1976, y con temperaturas bajo cero, lo estaqueó completamente desnudo en el patio del pabellón de mujeres. El mismo se encargó, en un asesinato cuasi artesanal, de arrojarle baldazos de agua fría. Moukarzel era un hombre fuerte, medía casi dos metros, pero era asmático. Sus esfuerzos por respirar, los estertores de su pecho se pudieron oír por toda la prisión. Fueron cientos de prisioneros los que escucharon su agonía, que duró casi veinte horas. Charo López Muñoz también fue estaqueada, aunque ella logró sobrevivir. Este mismo torturador hacía que sus compañeras le tiraran agua para hacerla sufrir aun más. Y ella, para evitar que las dañaran, les gritaba que hicieran lo que este ex teniente les ordenaba. Alsina fue condenado por estos y otros crímenes a prisión perpetua en cárcel común junto a Jorge Rafael Videla y a Luciano Benjamín Menéndez en 2010.

A Susana Leda Barco nunca le explicaron nada. Un día la sacaron de su celda y la llevaron a interrogatorio de vuelta al Campo de La Ribera. Ahí, uno de los secuaces de Menéndez, Carlos Alberto “HB” Díaz, integrante de la patota de La Perla, la interrogó entrada la noche. Antes pudo ver a “Bibiana Allerbon y a Mirta Dotti, que había sido alumna mía”. No bien la entraron tabicada a la oficina que oficiaba de sala de torturas e interrogatorios, escuchó de nuevo “la voz del Coco, que estaba enfurecido. Decía que yo le había mentido. Entonces me hizo oír la voz de un alumno mío de Villa María, Daniel Dreyer, de 18 años, que tenía problemas en una pierna. Lo golpeaban y le preguntan si yo le enseñaba marxismo. Me desesperé. Ellos le gritaban: ‘¡Pero vos en Villa María dijiste que enseñaba marxismo!’. Y él les decía: ‘Pero señor, lo que se dice en la tortura no cuenta’. Esa misma noche HB (el apodo con que lo bautizó la caterva de Menéndez eran las iniciales de “hincha bolas”) no sólo me interrogó por lo del currículum. A él le gustaba torturar psicológicamente. Me dijo: ‘Tenga en cuenta que su marido no la va a estar esperando cuando salga; que su tía se va a morir antes de que usted salga; que sus hijos no la van a reconocer’. No sólo el cuerpo: ellos también nos torturaban espiritualmente”.

Ese recuerdo la indignó. Se irguió en su silla y miró de modo breve, fulminante, a los represores –HB Díaz incluido– y dijo: “Afortunadamente se equivocó en todo; mi marido me esperó y sigo con él; mi Naná se murió veinte años después; y mis hijos me reconocieron”.

Quedó claro: ella, con su vida. Ellos, en la cárcel y acusados –o ya condenados– por crímenes de lesa humanidad. Susana no se detuvo: “Esto, señor juez, fue un plan de aniquilamiento bien pensado, asesorado por la Escuela de Panamá de los norteamericanos y por los franceses de la Armada Secreta (la OAS)”.
Alumno y delator

La fiscal Virginia Miguel Carmona le preguntó por qué creía que quien la interrogó tenía su currículum en mano.

–Mire, yo fui a buscar mi currículum a la facultad y vi a un ex alumno mío que se abrió el saco y me mostró un arma. Cuando yo entraba a la facultad, parecía el Mar Rojo: todos se abrían... y así pasé y retiré mi currículum. Lo había presentado para un concurso. El currículum estaba ahí.

–¿Cómo se llamaba ese ex alumno?

–Gabriel Pautasso. Lo nombro porque supe de su actuación posterior. Las preguntas que me hicieron eran en orden cronológico. Eso para mí era sorprendente...

El querellante Claudio Orosz le preguntó por Pautasso, y señaló que la otra profesora que podía hablar de este hombre, María Saleme de Burnichón, ya no está (murió hace pocos años y su marido Alberto está desaparecido).

–María, La Negra, la entrañable María Burnichón me comentó que cuando van a allanar y hacen volar su casa, estaba Pautasso. “Susana –me dijo–, Pautasso se dedicó a señalar los libros que le interesaban para llevárselos.” Ella me contó que esta persona estuvo en el allanamiento.

–¿Era bedel?

–No sé. Lo que sí sé es que lo echaron de la universidad.

–Luego de un juicio académico...

–¡Me hubiera gustado estar! –dice y golpea la mesa con su palma abierta–-. Sé que fue alumno mío el año que se casó, muy formalito vino a pedirme permiso para faltar a las clases. Claro que se lo di.

–¿El ya murió?

–No, está vivo.

Las preguntas rondan la sospecha de que este alumno Pautasso podría ser la persona que apuntaba o aclaraba temas al represor Coco, que interrogó a Susana varias veces.

–¿Este Coco tenía a alguien que decodificaba?

–Parece que sí. Me acuerdo de que cuando quise explicar algo, el Coco me dijo: ‘Usted no se preocupe que acá hay gente que entiende y lo va a explicar’. Pasaron unos días y el 30 de diciembre de 1977 me regresaron a la UP1. En el camino se atrevieron a manosearme.

El Coco al que la testigo aludió sería el represor Juan Carlos Damonte, un ex policía que perteneció a las patotas de La Perla y el Campo de La Ribera, y permaneció prófugo de la Justicia durante cuatro años, hasta que el último 10 de junio fue hallado y detenido en Trelew.


Primatesta sabía todo lo que pasaba”


El sacerdote tercermundista Víctor Acha, quien tuvo que exiliarse en Colombia durante la dictadura, le dijo al Tribunal que (el cardenal Raúl Francisco) Primatesta estaba al tanto de todo lo que sucedía en Córdoba durante el terrorismo de Estado: “Me allanaron la parroquia unas cinco veces –contó el religioso que tenía a cargo la capilla del paupérrimo asentamiento conocido como Villa El Libertador–, y directamente me prohibió que hiciera público lo que pasaba. Dijo que él se encargaba de todo personalmente y que lo hablaba con (el represor Luciano Benjamín) Menéndez. Para Acha todo comenzó a complicarse cuando una noche la patota se llevó al seminarista Gervasio Mecca. Su supuesto delito: haber conocido a un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Jorge Rossi, quien fuera asesinado en La Plata. El hijo de Rossi –quien también fue secuestrado junto a su mamá y llevado a La Perla cuando apenas era un nene de cuatro años– ya declaró en este juicio por el crimen y la desaparición de sus padres. Acha contó que mientras se llevaban al seminarista Mecca, la banda de torturadores le gritó que le pidiera “explicaciones al arzobispo”. El sacerdote lo hizo, pero Primatesta, como toda respuesta, “me prohibió que hiciera público lo del secuestro y los allanamientos” (Acha padeció una media docena). “Esto lo manejo yo, te prohíbo que lo hagas público”, le respondió quien fuera, además, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante más de veinte años.

domingo, 3 de agosto de 2014

Testimonios en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla

El origen del centro de exterminio

La declaración de Graciela Olivella, secuestrada en 1976, aportó datos y nombres para reconstruir cómo comenzó a operar el campo de concentración que funcionó en Córdoba durante la dictadura. La preocupación del represor Luciano Benjamín Menéndez.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba

Con dificultad, como si el cuerpo encogido por sus 87 años hubiera acusado –al fin– el peso de sus nueve condenas por crímenes de lesa humanidad, el represor Luciano Benjamín Menéndez volvió a pararse frente al tribunal que lo juzga en Córdoba. La voz casi inaudible, el tono de mando a punto de esfumársele, pidió la palabra para defender lo único que parece importarle: el recuerdo –aun entre los sobrevivientes– de su otrora estampa de militar duro. “Quiero decir que yo siempre usé el uniforme de servicio con breeches y botas. Siempre. Y eso para demostrar que los testigos mienten. Mienten en todo.” ¿Los fusilamientos en masa y la quema de cadáveres en fosas comunes? ¿Las desapariciones? ¿Las torturas? ¿Las picanas en las vaginas de las mujeres embarazadas? ¿Las violaciones? ¿El robo de bebés? ¿El saqueo de bienes de los secuestrados? No. Eso no amerita el esfuerzo de sus huesos ni de sus palabras. El uniforme sí. Lo dicho por el testigo Ricardo Manuel Rodríguez Anido, quien afirmó haber visto a Menéndez en La Perla vestido de fajina, movilizaron su ira y las pocas fuerzas que parecen quedarle.

Con uniforme o no, Menéndez está acusado de ser el responsable máximo de los crímenes que se cometieron en ésta y otras diez provincias argentinas desde 1975, con la aparición del Comando Libertadores de América (CLA): una alianza de paramilitares, policías, el Ejército y su propia coordinación hasta pasado 1979. Con uniforme o no, este hombre que cumplió años el último 19 de junio –poco antes de su última condena en La Rioja por el asesinato de Enrique Angelelli– fue uno de los principales jerarcas de la mano de obra armada de la última dictadura.

La “inauguración”

La madrugada del 23 de marzo, Graciela Lucía Olivella y su hermana Adriana apenas habían alcanzado a dormirse. Preparaban una materia para rendir y así, entre los libros y el mate, las despertó la patota que irrumpió en la casa paterna del barrio Las Margaritas, destrozando puertas y ventanas. “A partir de ahora tu vida no vale nada. Estás en manos del Comando Libertadores de América. De acá no te salva nadie, ni Dios, ni jueces, ni tus padres, ni nadie”, recordó Graciela que le dijeron mientras la llevaban en auto, maniatada, hacia el campo que, mucho después, supo que era el Batallón 141.

Ahora tiene 59 años y es costurera. Con cierta tristeza, dice que lo padecido le impidió seguir su carrera universitaria; pero su verba precisa y su carácter le borran de inmediato cualquier sesgo de autocompasión. “A mí ya me habían agarrado en la calle unos policías de civil y me llevaron al D2 en 1974. Me acuerdo de que una mujer (la represora Graciela “Cuca” Antón) me dijo: ‘Esta va a ser una noche inolvidable para vos’. Me metieron en un baño, unos cuatro o cinco hombres me empezaron a golpear... me hicieron submarino... (Graciela optó por no detallar las vejaciones padecidas.) Esos días fueron determinantes en mi vida, en la de mis hermanos. Mis padres ya no nos dejaron salir más de casa. Sólo estudiábamos e íbamos a la facultad. Hasta esa madrugada.”

Esa madrugada fue la previa al golpe, cuando junto con sus hermanos Juan José y Adriana fueron arrancados de sus camas ante la desesperación de sus padres. Graciela y sus hermanos estuvieron un día en el 141, escuchando los gritos de otros a los que, como a ellos, habían sacado de sus hogares. Al otro día “nos llevaron a un lugar con yuyos altos, abrojos... Estaba vendada. Siempre vendada. Ahí sentí cómo golpeaban a un muchacho. Decían que había ido a Cuba. Y él gritaba que no, que era Francia... Nunca supe quién era. Después ya no lo escuché más. Eso ya era La Perla. Lo supimos después, cuando nos soltaron. Sabíamos que era un lugar amplio de techos altos. Tabicados y todo, nos dábamos cuenta por cómo se escuchaban las voces (Graciela habla a veces en plural. Ella y su hermana y su hermano parecen ser uno. La testigo casi no habla de lo que ella misma padeció. Intenta recordar nombres. Siente que está ahí para eso.) Nos pusieron a mí y a mi hermana junto a una chica que se llamaba Amanda Assadourian”.

–¿Cómo sabe que se llamaba así? –le preguntó el fiscal Facundo Trotta.

–Porque nos lo dijo. Nos bañamos juntas. También nos dijo que estaba embarazada de tres meses y que estaba con su novio.

–¿Dijo el nombre de su novio?

–No, no lo supe.

Amanda Assadourian había sido secuestrada el 25 de marzo, junto a su compañero René Caro y a Maximino Sánchez, que era un dirigente gremial cercano a René Salamanca, líder del Smata. Amanda continúa desaparecida. Su hermana Rosa fue asesinada el 2 de abril de ese año en un falso enfrentamiento, con Luis Mario Finger, frente al Hospital de Clínicas. René Caro sobrevivió a varios traslados, a la muerte.

La voz de Graciela Olivella se endurece cuando recuerda: “A la noche empezó a entrar gran cantidad de gente... A partir del 24, el lugar empezó a llenarse. Me acuerdo de que nos dijeron que había habido un golpe de Estado. Trajeron a un hombre... sentimos que lo estaban torturando. Le pedían su nombre de guerra. Y él decía que era Valverde (era el abogado Eduardo “Tero” Valverde, esposo de la abogada María Elena Mercado, quien luego integró la Conadep-Córdoba). Me acuerdo de que mientras lo golpeaban los gritos eran muy fuertes y entonces ponían la radio muy alta... También recuerdo que se escuchaba cantar por la radio a Alberto Cortez ‘Cuando un amigo se va’... (La mujer hace una pausa y toma agua, no quiere llorar). El fue muy torturado... Se quejaba. Lo dejaron tirado, muriéndose. Se lo llevaron al otro día y nunca más supimos de él”.

Valverde había sido funcionario del gobierno de Ricardo Obregón Cano. El mediodía del 24 de marzo fue citado. Debía presentarse en el Hospital Militar. Asistió. No tenía nada que ocultar. Nunca más regresó. Y su esposa –una de las fundadoras de Familiares de Desaparecidos en esta provincia– nunca dejó de buscarlo.

El testimonio de Graciela tuvo un inmenso valor para saber cómo arrancó la maquinaria de tortura, muerte y desaparición de La Perla. Ella es consciente de eso y se esforzó por detallar nombres y caras.

“Yo vi a Silvina Parodi (la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba) en La Perla. Fue en las duchas. Ahí nos pudimos sacar las vendas. No la conocía. Ella me dijo su nombre. Y también que estaba su marido, Daniel Orozco, que se habían conocido estudiando ciencias económicas. Silvina me dijo, en broma, que como el agua estaba fría tenía miedo de que se le saliera una patita... Tenía su panza de embarazada. Le pregunté de cuánto estaba, y me dijo que de seis meses y medio... Yo lamento mucho no poder decir más nada de ella. Se la llevaron”, dijo, y la cámara que registra el juicio tomó el rostro de Sonia Torres, que cerró los ojos y apretó sus labios –una vez más– para aguantar.

–¿Recuerda alguna otra pareja? –preguntó el fiscal.

–Sí, a una pareja que interrogaron mucho... El apellido era Caffani. La familia de ellos después nos conectó con la Conadep. En La Perla yo supe que ellos eran un matrimonio, que se habían casado hacía poco. A él lo torturaban adelante de ella, y ella gritaba...

Se trata de Humberto Caffani y de Mirta Ricchiardi, que era delegada del supermercado Tiburoncito. Ambos fueron secuestrados el 26 de febrero de 1976. Eran militantes sociales. Estaban construyendo un dispensario en un barrio obrero. Inés, la hermana de Humberto, contó durante su testimonio que “ellos creían en un socialismo cristiano”. La pareja se había casado el 17 de enero de ese año. Cuando se los llevaron, la horda de Menéndez se robó todo de la casa: “¡No dejaron ni la cama ni la heladera! ¡Hasta el vestido de novia de Mirta se llevaron!”, denunció Inés sacudiendo incrédula la cabeza aún después de tantos años. El vestido de novia fue un elemento más de tortura para la joven. Los torturadores se lo mostraron. “¿Sabés que me trajeron acá hasta con mi vestido de novia?”, alcanzó a decirle a Adriana Olivella, en un breve instante de diálogo que Adriana todavía padece.

Graciela señaló también “la discriminación nazi hacia los prisioneros judíos: nos dijeron que no habláramos con un muchacho que estaba en la cuadra. Después supe que era (Alberto Bournichón) el esposo de (la escritora María) Saleme de Bournichón, ellos decían que era sionistas”. Los días y noches que apenas podía distinguir a través de las vendas y la “conjuntivitis terrible que ardía en los ojos”, siguieron con los alaridos de las torturas y los quejidos de los lacerados. “Yo estaba desesperada por mis hermanos. Sabía que estaban vivos, que estaban ahí todavía. Cuando llega el 2 de abril nos hacen levantar, nos ponen uno al lado del otro y nos dicen que salíamos. ‘Vos dejate de joder con la música de protesta’, le dijeron a Juan José (el hermano que murió hace pocos años) y a los tres que nos olvidáramos de lo que habíamos visto ahí. Nos subieron a un auto... Me habían devuelto el camisón con el que me sacaron de mi casa y dejado un poncho que todavía guardo... Del auto nos tiraron en un charco. Cuando se fueron, me saqué la venda y estábamos en la esquina de mi casa... Me acuerdo de que al otro día fuimos a la comisaría (9ª) y quisimos denunciar, pero ahí nos dijeron ‘¿ustedes qué hacen acá? ¿No les dijeron que no digan nada?’. No había a quién pedirle ayuda. Nadie.”

Cien muertos

El 23 de mayo de 1976, domingo, los hermanos Olivella sintieron otra vez el miedo quemándoles el cuerpo: “Apareció por casa Antonio Maldonado, uno de los gendarmes de La Perla que había tratado bien a mi hermana Adriana. Adriana nos había hablado de él. Este hombre fue con su mujer y les pidió a nuestros padres llevarnos a la iglesia evangélica donde ellos asistían. Cuando íbamos en el auto, mi hermana le preguntó por Amanda Assadourian y él dijo, como si fuera normal, que ‘lamentablemente la habían ejecutado porque era líder de un grupo montonero’; y que nosotros éramos ‘un milagro’, ya que de unas cien personas que habían tenido (en la cuadra), solamente nosotros tres y dos más, un señor Torres y su mujer, habíamos salido con vida”. La mujer padece todavía la conmoción de esas cifras, y repite, como para sí misma: “Sí, desde el 23 de marzo al 23 de mayo, cien muertos según este hombre y nosotros estábamos vivos... ¡habíamos sobrevivido!”.

Antes de su testimonio, su hermana Adriana había contado sobre ese gendarme:

–¿Se acuerda del nombre? –le inquirió el juez Jaime Díaz Gavier.

–Totalmente, pero hoy tengo reparos... Esa persona siempre me trajo cigarrillos, hizo todo lo que no debía hacer... Uno creía que nos llevaban a bañar y nos dejaban solos, pero ellos entraban... Este gendarme fue respetuoso. No me espiaba... Una noche en un baño me dijo ‘sacate la venda’, me contó quién era, que tenía tres hijas, que era casado y que era evangelista. Los compañeros le decían el Evangelista y se llamaba o se llama Antonio Maldonado. Era corpulento, no muy alto... (De pronto la testigo enmudece, se detiene, respira.) Siento que lo traiciono... ¡Ay, Dios!”. (Se cubre el rostro con las manos.)

–No, no lo traiciona, está relatando que la trató bien, la consuela –le dice el juez.

La mujer llora. Sabe que la fiscalía lo llamará a declarar.

Antes de levantarse de su silla, Adriana pidió permiso al Tribunal para mostrar algo. Ante el silencio de la sala, desenrolló casi amorosamente una venda, una larga tira de tela amarillenta: “Es la que tuve puesta durante todo mi cautiverio. La guardé durante todos estos años con los algodones... No pude, no quise tirarla –dijo, como si se tratara de un cordón umbilical—. Estuvo en un rinconcito del ropero, junto con el poncho rojo que le pusieron a mi hermana. Fue de alguien. Queremos que lo tengan los familiares”. Alzó la venda, se la mostró a todos y a los represores: “Es la prueba de que ellos me pusieron esto. Es la prueba de que ellos sí hicieron todo lo que hicieron.”

lunes, 16 de junio de 2014

Más testimonios por los crímenes cometidos en el CCd y E La Perla

“Estás acá por pelotuda, me dijeron”

Susana Strauss era ama de casa y fue secuestrada en 1976, después de haberse animado a denunciar la desaparición de un trabajador. Sufrió torturas y cautiverio durante más de un año. “Yo me defendía de todo ese horror cantando”, contó ante el tribunal.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba

Susana Strauss tiene 69 años y es tan hermosa como avasallante su vitalidad. Los ojos azules le brillan como joyas y se ríe y llora con igual intensidad cuando revive, ante el Tribunal Oral Federal Nº 1, la historia que la llevó desde la cocina de su casa a los campos de concentración de la dictadura, a las cárceles durante un año y un mes. “Yo vivía en el barrio del Sindicato de Empleados Públicos (SEP) –un asentamiento obrero al sur de la capital cordobesa–. Sabíamos que había personas desaparecidas. Como en aquella época estábamos todavía en construcción, siempre había albañiles de guardia para que no nos robaran los materiales. Un día (de enero de 1976), noté que uno de ellos, (José del) Pilar López, dejó de venir a trabajar. Nos llamó la atención a mí y a mi marido y fui a la guardia a preguntar por él. Me dijeron que hacía mucho que no lo veían, y que también había venido su esposa... Y mire, señor juez, a mí no se me ocurrió mejor cosa que ir a la (comisaría) 10ª en Córdoba, y denunciar la desaparición.”

Apenas ocurrido el golpe, los allanamientos y los camiones militares comenzaron a ser una constante en el barrio: “Un día mis hijas estaban jugando en el patio. Sentimos ruidos de corridas y cuando me asomé, vi que las estaban apuntando con armas –el aplomo de Susana se diluye no bien lo dice. Se cubre los ojos y la voz se le parte en pedazos–. Miren... las dejaron entrar, pero fue terrible ver eso”. La mujer cuenta que los represores se fueron llevando a sus amigos. “Los que quedaban me contaron que siempre preguntaban por mí. Y como yo no quería que pensaran que tenía algo para esconder o me estaba escapando, fui al sindicato (el SEP) que estaba intervenido, me presenté ante un abogado, (Juan Carlos) “Canco” Vega, y un capitán Barbieri. Le dije que no quería que piensen que me estaba escapando. ¡Cómo habré sido de ingenua, que cuando ese fin de semana nos fuimos a las sierras con mi marido y mis hijas, puse un papelito en la puerta diciendo ‘estoy en tal lugar’!” La ironía se mezcla con la tristeza: “El 26 de agosto me fueron a buscar”.

Susana Strauss relata con tanta pasión y detalle que la escena parece corporizarse en la sala: “Me acuerdo de que eran como las seis de la tarde cuando llegaron, porque yo les estaba dando la leche a mis chicas y en la tele estaban viendo Calculín (un programa de tevé infantil de entonces). Mi casa era un dúplex y estaba totalmente abierta, como siempre. Eramos muy de guitarreadas, de amigos, de mates. No les costó entrar. La turba me registró toda la casa. Me dijeron que me iban a llevar. En ese momento había un primo de mi marido que era abogado y estaba de visita. Les mostró su carnet, les pidió que no me llevaran, pero no hubo caso. Mis hijas se pegaban a mis piernas y lloraban... pobrecitas... no me querían dejar ir. Y yo, asustada como estaba, les pedí a estos tipos que me dejaran llevarlas a mi vecina de abajo, “La Abuela”. El barrio entero le decía La Abuela... Pedí llevar mi documento, un abrigo. Ellos revolvían y revolvían y me preguntaban: ‘¿Susana Strauss, Susana Strauss?’ Sí, les decía yo. Parece que, como no encontraban nada de lo que buscaban, les costaba creer que era yo a la que tenían que llevar”.

La subieron en el asiento delantero de un camión. Ella recuerda que lo vivía todo como un mal sueño: “Me llevaron al (Batallón) 141. Hablaban por aparatos: ‘ciervo hablando a comadreja’ y decían ‘acá tengo un paquete’. Imaginé que el paquete era yo... Ahí me envolvieron en una frazada que sacaron de mi casa, y me tiraron atrás de un camión. De ahí tomaron rumbo al Campo de La Ribera. Lo supe por el olor de las curtiembres... Lloraba ahí envuelta... Me despedí de mi familia, de mi esposo, de mis hijas, pensé que ese era el final”.

La primera noche la pasó tirada en una colchoneta preguntando a quienes estaban alrededor por qué estaban, quiénes eran. Al día siguiente, el primer interrogatorio: “‘Nosotros sabemos que sos comunista’, dijeron. Grité que no. ‘Entonces sos de la OSA’. Yo no tenía idea de qué era eso, después mis compañeras me dijeron que era la Organización Sionista Argentina. Me decían que era judía. Yo les dije que sí, pero que no era creyente. ¡Para qué les habré dicho eso! –sonríe con pena–. ‘Si no sos creyente, sos comunista’, me contestaron y me pegaron un cachetadón en el oído que me atontó y me dejó sorda por varias horas”.

Susana cuenta que le preguntaban por su marido, sus amigos, sus actividades. “Yo era sólo una ama de casa. Mi marido trabajaba en EPEC. Ahí me mostraron una foto mía en el velorio del Gringo (Agustín) Tosco. Y querían saber por qué me gustaba Tosco, y yo les contesté por todo lo que había conseguido para los trabajadores. Yo no sabía todavía cuál había sido mi culpa para estar ahí, para que me tengan atada, tirada en el suelo, fuera de mi casa. En un tercer interrogatorio, me lo dijeron: ‘Usted está aquí por P. P.’ ¿Y eso qué es?, pregunté. ‘Por pelotuda’, me contestaron.”

Cantar para (sobre) vivir

Nada era tan lineal. No sólo la solidaridad de Susana, cuando denunció la desaparición del obrero, la hizo blanco del terrorismo de Estado: uno de sus vecinos del barrio, un represor de los 52 que ahora están sentados en el banquillo de los acusados, había puesto sus ojos en ella. La belleza y la vitalidad de Susana despertaron la codicia de un informante civil de la horda de Luciano Benjamín Menéndez, Ricardo Lardone. Un represor conocido como “Fogo” o “Fogonazo”, ya que se dedicaba a sacar fotos en las movilizaciones y en las universidades que utilizaba para la delación.

Susana denunció ante los jueces que fue este hombre el que, en una ocasión en el Campo de la Ribera, mientras ella estaba tabicada, se le acercó al oído y le dijo “¡pero cómo no vas a tener loco a tu marido con esos ojos!”. La mujer razonó entonces –y ahora en juicio–: “¿Y cómo sabía él cómo eran mis ojos, si desde que llegué a ese campo estaba vendada?”.

Susana le reconoció la voz muchos años después, cuando, ya liberada, lo escuchó hablando en el barrio con “un gordo grandote de voz aflautada que yo sí había visto y oído en el campo de tortura”.

–¿Cómo supo que era él?, le preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.

–Una noche un tipo me sacó de donde estaba con las compañeras y me dijo eso al oído, lo de los ojos... Yo pensé que iba a una violación, pero alguien le dijo que me devolviera a mi lugar... También había entre ellos uno grandote, gordo, con voz aflautada. A ese lo vi. Y es ése el que estaba con Lardone en el barrio. Y Lardone me conocía. El me había sacado la foto en el velorio de Tosco. Nos habíamos encontrado y él hasta me preguntó qué hacía ahí, y yo le dije “lo mismo que vos, vine al velorio”. El sabía cómo me llevaba yo con mi marido.

Susana en ningún momento quiere hablar de torturas. Y menos aún de violaciones. “Yo me defendía de todo ese horror, de los gritos y de eso que no entendía, cantando.”

–¿Y qué cantaba?, quiso saber el juez.

–Canciones infantiles. Yo siempre canto. Soy muy alegre. Siempre he sido así. Ahí encerrada y todo cantaba: “Estamos invitados a tomar el té...” –entona, y los jueces la escuchan sorprendidos, hasta con ternura, mientras ella se desliza por los versos de María Elena Walsh–. Ellos me querían hacer callar a toda costa, pero apenas se iban yo seguía con “La reina de la batata” o lo que fuera... Así que cuando liberaron a algunos, mi esposo supo que yo todavía estaba viva. Cuando le contaron que había una que cantaba todo el tiempo esas cosas, él se dijo: “sí, es ella, nunca para de cantar”.

Del Campo de la Ribera, Susana fue trasladada a la cárcel El Buen Pastor.

“Me llevaron con una chica Ewi, con Susana Panero y la Hilda Toranzo. Me acuerdo que cuando llegamos, nos empujaron del camión y ahí nos recibieron unas monjas.” En esa prisión, Susana retuvo una escena que dejó en claro, una vez más, la complicidad de la Iglesia con los represores: “Una noche trajeron una chica. Estaba embarazada. La madre superiora le dijo al militar que la trajo: ‘Lo felicito, están haciendo muy bien las cosas’. Y le dio la mano. Yo pregunté quién era el tipo, y me contestaron que el coronel Fierro”. Presente en la sala, el acusado (Raúl Eduardo) Fierro trata entonces de despertarse del eterno letargo en el que entró –o en el que simula estar– desde el comienzo del juicio.

Susana se descompone cuando recuerda a la muchacha: “Conseguí que me dejaran llevarle un té con un bollo de pan. La chica estaba muy mal. Me dijo que le acababan de reventar la casa y que tenía cinco niñitos adentro... Nunca supe su nombre. Nunca...”.

La testigo se esfuerza por recordar a cada una de sus compañeras de presidio. Se enoja con ella misma cuando no lo logra. Desde El Buen Pastor la llevaron a la UP1 (la cárcel de barrio San Martín), ahí vio, entre otras a Marta Sandrino: una chica que había sido baleada en la columna vertebral y que tenía “un hueco en la espalda por donde se podía meter un puño cerrado”. Marta –varias testigos lo corroboraron– estaba malherida y sin ningún tipo de atención médica. “Sé que logró sobrevivir, pero nunca voy a olvidarme del olor a podrido que desprendía su cuerpo debajo de una manta...” Lo que siguió fue el traslado “atadas como matambres en la panza de un Hércules C-130, mientras abrían la puerta y simulaban que nos iban a tirar... No nos dejaban ir al baño, pero nos tiraban agua fría... La tortura era permanente. Yo dejé de menstruar en todo ese tiempo... Creo que fueron los tres años y pico así. Y cuando llegamos a Devoto, nos pasó algo horrible”.

La energía de Susana parece esfumarse de golpe cuando tanto ella como su cuerpo recuerdan. Lentamente alza los brazos y pone sus manos detrás de la nuca. Cierra los ojos y relata, con las mejillas enrojecidas y repentinamente mojadas: “Así nos hicieron desfilar, caminar desnudas en una capilla... Ellos se pusieron detrás del altar como si fuesen curas –Susana llora, todavía, la humillación–. Nos miran, nos dicen cosas horribles...”. El sollozo entrecortado se escucha ahora en toda la sala, el perverso desfile es tiempo presente para la prisionera y sus compañeras de cautiverio. “Ellos disfrutan... Nos hacían caminar y dar vueltas una y otra vez con los brazos así...”

Cuando regresa, cuando abre los ojos ante el tribunal, está furiosa. “¡No, no quiero volver a llorar. No quiero! Así que ahora les cuento algo que me dolió mucho para no volver a llorar. Una vez entraron a mi celda y preguntaron: ‘¿Hay cucarachas, chinches, hay judíos?’ Yo me iba a levantar, pero una compañera no me dejó. Me agarró de una pierna y me dijo ¿No te das cuenta de que son nazis?”

La liberación llegó una noche. “¡Susana Strauss, traslado con efecto!, gritó uno de los guardias.” Entre la alegría y el desgarro, la mujer recuerda: “Mis compañeras me abrazaban y no me querían dejar ir. Yo era la que contaba cuentos, la que les cantaba... Vinieron los carceleros y me sacaron de ahí de los brazos. Mientras me iba, les canté el ‘Avemaría’. Esa fue una forma de despedirme de ellas”.

La tuvieron unos días en una comisaría porteña. Les cambió a los policías “cebadas de mate para que me dejaran hacer una llamada”. Gracias a eso, su esposo llegó a buscarla desde Córdoba: “Era el 23 de septiembre de 1977. Llegó en un Fiat 600. Yo estaba tan feliz, que cuando subí al autito me pareció gigante”.

Antes de que Susana finalizara su testimonio, uno de los defensores le enrostró: “Usted nunca habló de golpes en otras declaraciones, y ahora dice que le pegaron en el Campo de la Ribera”.

–Es que yo, durante muchos años, no dije que me golpearon... No quería que mi marido y mis hijos supieran –su familia está en la sala, se toman de las manos, se sostienen casi sin respirar–. Yo decía cachetadas... Mire –se anima mientras toma aire–, recién hace quince días que se lo dije a mi familia, que me habían golpeado. Una psicóloga me ayudó. Es que yo he visto gente picaneada, terriblemente golpeada, y me parecía que lo mío era nada... Ahora sé que el dolor de oído y de dentadura que todavía tengo es por esos golpes.... Ser maltradada, pasar de ser una simple ama de casa a ser presa y torturada... Hay muchas cosas que no dije. Cosas que me pasaron y que nunca, pero nunca las voy a decir –ahora Susana estalla y parece no poder parar su descarga–. ¡Mire, mis padres ya habían sufrido el nazismo... De mi familia en el mundo quedaron cuatro o cinco, a los demás, los nazis los hicieron jabón. Y mi padre del susto, cuando me secuestraron, se fue del país con mi hermana y mi sobrino... ¡Quedé sola! ¡Sola de ellos! Gracias a Dios me quedó la familia que había formado yo... ¡Y todo eso se lo debo a estos golpeadores de miércoles! –señala a los imputados–. ¡Por culpa de ellos estoy así! Llora de bronca, pero la bronca la sostiene y desafía al defensor:

–Dale, ¿me querés preguntar algo más?

–No –contestó el abogado, casi con vergüenza.

jueves, 29 de mayo de 2014

Acusan a “Chiche” Aráoz de ser “partícipe” de la desaparición de un joven durante la dictadura

La presentación se basa en el testimonio de María Livia de Arias, madre de Miguel Ángel Arias, secuestrado el 29 de junio de 1976. Aráoz les habría ofrecido a ella y a su marido información sobre el paradero de su hijo, a cambio de que le entregaran “cinco nombres de otros chicos”.

La denuncia surgió del testimonio de la madre de Miguel Ángel “Coqui” Arias, un joven de 19 años egresado del colegio Nuestra Señora de Loreto, que fue secuestrado el 29 de junio de 1976 de la casa de su familia en barrio Los Naranjos.

Según informó a El Argentino el abogado de H.I.J.O.S., Claudio Orosz, María Livia de Arias relató ante el Juzgado Federal Nº 3 que, tras la desaparición de su hijo, con su marido recurrieron al abogado Aráoz, quien “les pidió que le dieran cinco nombres de otros chicos, a cambio de darles datos sobre el paradero de su hijo. Incluso, les preguntó qué muebles se habían llevado de su casa para ver si se los podía recuperar”.

Además, Arias declaró que en otra reunión Aráoz le reveló que “a través de Héctor Pedro Vergez (el entonces jefe del campo de concentración de La Perla), supo que un matrimonio había sido secuestrado con su bebé, y cómo ese bebé después fue entregado a una tía”.

Se trata de Juan Carlos Soulier y su esposa Adriana Díaz Ríos, secuestrados el 15 de agosto del ‘76 con su hijo Sebastián, de cinco meses. Efectivamente, Sebastián fue entregado al día siguiente por los represores a su tía Julia en la casa de sus abuelos, vecinos de los Arias en Los Naranjos.

Por otra parte, el comunicado emitido por H.I.J.O.S. indica que “se adjuntaron fragmentos de testimonios brindados durante audiencias de la actual megacausa La Perla, que sindican a Aráoz como partícipe del negocio de compra y venta de muebles robados a los desaparecidos”.

Ya en mayo de 2011 la madre de Miguel Ángel Arias había relatado el contenido de aquellas conversaciones a “El Sur – La revista del centro del país”. En esa entrevista, “Beba” Arias recordó que en una primera reunión, Aráoz se ofreció como “intermediario” ante los represores, y al volver a citarlos les planteó:

- Acá hay una propuesta: ustedes nombren cinco chicos y van a saber algo de Coqui. Porque él es un pobre chico, es muy chico y no hay nada que diga. No habla…

- ¿Cómo cinco chicos? Pero, ¿a quién? –preguntaron los Arias.

- No sé, nombre a cualquiera. Usted debe saber algo de su hijo…

- Mire, doctor Aráoz, yo a mi hijo lo quiero mirar de frente. No quiero esto. No quiero arruinar cinco hogares como arruinaron el mío –le contestó Beba.

También narró que en otra ocasión, Araoz les confió:

- ¿Se enteró de la nueva? Devolvieron el chiquito Soulier…

- No, yo no sé nada -respondió Ángel Armando Arias, esposo de Beba.

- Ah, yo les voy a contar cómo ha sido…. Fue mi amigo a devolverlo, el capitán Vergez, porque tenía miedo de que lo mataran al chiquito.

La actual denuncia judicial quedó incorporada a la causa denominada “Diedrichs, Luis Gustavo y otros”, por “privación ilegítima de la libertad agravada, imposición de tormentos agravados y homicidio calificado”, que se encuentra en etapa de instrucción y a la espera de ser elevada a juicio.

Para Orosz, ahora está “en manos de la Justicia investigar esta gravísima denuncia, que revela la participación necesaria de este ex funcionario menemista en las actividades represivas de Vergez”.

martes, 6 de mayo de 2014

La historia de la familia Ferreyra relatada en la megacausa La Perla

Baleados frente a sus padres

Pablo y Santiago Ferreyra y Cilene Peralta declararon por el secuestro y desaparición de Diego Ferreyra y Silvia Peralta, quienes fueron vistos en el centro clandestino La Perla. Contaron también la persecución sufrida por las familias de ambos.

 Por Marta Platía

El testigo se paró ante el tribunal, juró por la memoria de sus padres y de sus hermanos desaparecidos y precisó después de mirar a cada uno de los represores encabezados por Luciano Benjamín Menéndez: “No, no son bestias. Quitémosles ese peso a las bestias. Son miserables. Los miserables que supusieron que haciendo desaparecer a los jóvenes hacían desaparecer las ideas, y que haciendo desaparecer a los bebés hacían desaparecer el futuro. Pero fallaron, fracasaron. Ahora estamos acá, en democracia, con justicia, y quiero que sepan que las atrocidades que hicieron, los chicos que se robaron, los jóvenes que mataron, hoy florecen en nosotros”. Pablo Alejandro Ferreyra Beltrán declaró en el megajuicio que juzga a los imputados por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los campos de concentración y exterminio de La Perla y La Ribera. El hombre de 57 años dio testimonio por el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de su hermano Diego y de su cuñada Silvia “Pohebe” Peralta –militantes del PRT y estudiantes de Arquitectura y Derecho, respectivamente–, secuestrados y baleados ante la desesperación y el espanto de sus propios padres, el mediodía del lunes 24 de mayo de 1976.

“Ahora nosotros les damos a ellos la capacidad de que reciban justicia, que si son culpables vayan presos, y que si no lo son, salgan en libertad”, siguió Pablo, uno de los nueve hijos que tuvieron Delia Beltrán (quien fue directora del Colegio Nacional Manuel Belgrano, el de “La noche de los lápices” cordobesa) y el arquitecto Alejandro Enrique Ferreyra.

“Mis viejos no pudieron llegar con vida para contar lo que vieron... Pero aquí estamos nosotros, que seremos su memoria”, se presentó el testigo. A sus espaldas, la sala estaba repleta de amigos y miembros de su familia. Por el crimen de Diego y Silvia Peralta también declararon Santiago Ferreyra y Cilene Peralta, hermana de Silvia, a quien todos llamaban –y llaman– “Pohebe”.
Más que secuestro,una cacería

Pablo y Santiago contaron –cada uno a su tiempo– que ese 24 de mayo del ’76 sus padres pasaron a buscar a Diego y a Pohebe por lo que entonces era la Avenida del Panal (la actual costanera Ramón Mestre, que bordea el río Primero, al noroeste de la ciudad de Córdoba). La pareja vivía desde hacía pocos días en una casa que les habían prestado junto a su beba Juana, de once meses.

Pohebe había sobrevivido al secuestro y a las torturas a las que la habían sometido en la D2 de Mendoza en febrero, y apenas se estaba reponiendo. A su turno, Santiago describió, aún aterrado, que “la habían picaneado, vejado, violado, golpeado durante cuarenta días... Yo jamás había visto heridas de ese tipo: tenía rayas negras del grosor de mi dedo –dijo mostrando una de sus anchas manos a los jueces–, las tenía en la barriga, en los hombros, en el pecho... Eran como de piel necrosada. Manchas oscuras, casi negras... La enterraban hasta el cuello y la dejaban la noche entera enterrada”. Pohebe había sido liberada, según aportó su hermana Cilene Peralta, “porque le pidieron plata” a su padre.

Tal era el estado de fragilidad de la pareja cuando, el mediodía del 24 de mayo, los padres de Diego pasaron a buscarlos en un Rastrojero para almorzar en la casona familiar, donde los esperaba el resto de la prole.

Pablo retomó el relato: “Mis hermanos se suben a la camioneta y ni bien comienzan a andar, ven un auto amarillo, un Taunus, según mi padre, un Falcon, según mi madre, que les llama la atención por la cantidad de gente que iba adentro. De pronto, el auto da una vuelta en U y los tipos comienzan a acelerar y a dispararle al Rastrojero de mi viejo. Diego (que iba sentado adelante, al lado de su padre) le grita: ‘Viejo pará que nos van a matar a todos’. Mi padre para y Diego se tira del auto y comienza a correr. Se estaba entregando para salvar a su familia. Ahí ven que se baja esta gente, se apoyan contra el auto, encañonan e insultan a mis padres, y le empiezan a disparar a mi hermano, que corría en zigzag, hasta que cae herido... Van hasta él y lo obligan a levantarse. El, como pudo, obedeció. A todo esto, uno abre la puerta de atrás de la camioneta y la saca de los pelos a Pohebe y grita: ‘¡Acá está la mendocina!’, porque la habían tenido detenida allá. Ella tenía a Juana. Mi vieja pelea con los tipos y tironea a la beba para que no se la lleven. Los tipos se la dejan, pero se llevan a Pohebe a los empujones atrás del Rastrojero y la golpean... La tiran cerca de mi hermano que, herido y todo, la alcanzó a cubrir con su cuerpo tratando de protegerla... Los secuestradores encañonaron a mis padres y les ordenaron que arrancaran. Y que, si no se iban del país en 24 horas, nos iban a matar a matar a todos, que éramos muchos”.

Juana, quien ahora es una bella mujer de 38 años y lleva el cabello largo y oscuro como su mamá, está presente y llora de bronca y dolor ante el relato. La imagen es desoladora, como conmovedores sus manotazos para secarse las mejillas y seguir, con la dignidad apretada en las mandíbulas, las casi cinco horas en que se contó la terrible historia del comienzo de su vida.

“Mis viejos vieron todo –retomó Santiago Alejandro Ferreyra–. A Diego ensangrentado en la espalda, rengueando por la herida; mi madre peleó por Juanita y, así como estaban, tuvieron que irse de ahí, dejándolos tirados en la calle y con esos tipos... Llegaron como pudieron a nuestra casa, donde todos estábamos esperando. Fue espantoso: mi viejo entró al patio y se prendió de la corneta llamando a sus hijos en esta cosa desesperada. Mi madre entró y gritó: ‘¡Agarraron a Diego, mataron a Diego!’. Y mi padre seguía prendido a la corneta... ¡Nunca vamos a poder olvidar eso!”

Pablo, que entonces tenía 18 años, contó: “Mi madre juntó a todos, empezó a repartir bolsos y dijo: ‘Llénenlos con lo que puedan. Un solo juguete por cada uno y vámonos de acá’. Así dejamos la casa de toda una vida. En ese momento estábamos Marta, de 16; Paco de 14; Pilar de 10 y Mercedes de 8. Fuimos al campo, a lo de una tía. Desde ahí viajamos a Buenos Aires y después a México”.

–¿Y qué le contaron sus padres sobre cómo eran y cómo estaban vestidos estos que venían en el Taunus? –preguntó el abogado Claudio Orosz.

–Recordaban a un hombre canoso, de piel rosa, con barba... Fue mi madre quien me dijo que reconoció a (el represor Pedro) Vergez como el que disparaba... Ella contaba, y hacía la mímica cuando lo relataba, que este hombre apoyado en el auto disparaba, recogía el brazo; disparaba y volvía a recoger el brazo... Mi mamá contaba eso. Ella lo reconoció.

Como quien había ido de cacería, el represor que “disparaba y recogía el brazo” se tomaba su tiempo para hacer puntería sobre el muchacho de 23 años que corría, acorralado por la patota, intentando salvar la vida o –en todo caso– entregarla a cambio de que no mataran a sus padres, su mujer y su hijita.

Ante esto, el imputado Vergez, alias “Vargas”, a sabiendas de que una cámara lo tomaba, pareció esforzarse en lanzar miradas torvas sobre el declarante, y escribía (o hacía como que tomaba notas) en un cuaderno. “Fermín de los Santos, un ex médico sobreviviente del campo de exterminio de La Perla, contó que Vergez y Acosta se jactaban de haber matado a mi hermano”, acusó Pablo Ferreyra.

Su hermano Santiago agregó que en el exilio mexicano, “por 1980 o 1981”, lograron comprar el diario La Nación: “Allí había una nota de hipismo donde vimos la foto de Vergez”. Ante la pregunta del juez de cómo sabían que era el mismo del operativo en que balearon a su hermano, el testigo aseguró: “Mi madre lo reconoció. Y eso que no era una nota sobre militares, era de hipismo”.

Tras el secuestro y las amenazas de muerte a la familia de las víctimas, los torturadores llevaron a Diego y a Pohebe a La Perla. Allí fueron vistos por otras dos sobrevivientes, Cecilia Suzzara y Victoria Roca.

Cilene Peralta, la hermana de Silvia Pohebe, una mujer con un dolor tan antiguo que parecía impreso en cada línea de su rostro, relató conmocionada: “¡Mi hermana vio cómo baleaban a Diego! Dicen que gritaba terriblemente en el auto, y se aferraba a Juanita... Que luchó para que no le sacaran la nena... Pienso que debe haber sido terrible para ella este segundo secuestro porque ya sabía todo lo que le pasaría... No había alcanzado a reponerse de las torturas anteriores, de las vejaciones... Así que cuando Cecilia Suzzara nos contó que una chica entró gritando como loca (a La Perla), yo me pregunto: ¿y cómo no iba a ser así, si ella ya había pasado por todo eso?”.
Juanita y la diáspora familiar

Como Juanita no tenía papeles, la familia Ferreyra no la podía sacar del país. Pablo la dejó en casa de una hermana de su mamá Delia: María Magdalena Beltrán Paz, que la crió como a una hija propia.

Los Ferreyra ya tenían a su hijo mayor, Alejandro Enrique, preso en Rawson desde fines de 1973; a Delia, viviendo en La Rioja; y al propio Santiago, viviendo en la clandestinidad luego de que lo involucraran en el copamiento de la Fábrica Militar de Villa María. Con la desaparición de Diego y Pohebe, y la amenaza de los represores de matar a toda la familia si no se iban el país, el 2 de junio abordaron un avión de Aeroperú rumbo al exilio. Desde Ezeiza, Delia Beltrán, que había sido despedida de su cargo como directora del Manuel Belgrano “por la peligrosidad de sus ideas”, le escribió a su madre: “Yo los he criado con amor extremo a la justicia, con desprendimiento extremo de lo material, con amor a los desposeídos. El Negro (su esposo) les ha dado ejemplo de lucha, de trabajo y de desprendimiento extremo hacia las cosas de este mundo. Todo eso, unido a una extrema vocación política (también heredada desde los abuelos y bisabuelos gobernadores) más un momento histórico determinado, es lo que ha determinado la situación (...). No lamento las cosas perdidas, criamos a nuestros hijos en el respeto a los seres humanos, para mantener la dignidad sin perder la vergüenza”.

Los Peralta también habían sido cercados y perseguidos: Cilene describió la diáspora dolorosa, sistemática a la que fueron empujados: “Mi familia ya había sufrido el secuestro y asesinato de mi único hermano varón, Esteban Peralta, de 19 años, en junio de 1975. Lo fusilaron junto a Estela Santucho en el Comando Radioeléctrico... A mi padre le quitaron la matrícula de abogado; a mi mamá, que era odontóloga y docente, la despidieron de su trabajo sin causa alguna. A mi marido, que era médico, también lo despidieron... Secuestraron a mi hermana en Mendoza, después acá... No había cómo garantizar la seguridad de Juana... Se dispersó la familia. La vida ya no nos pertenecía. Podía pasar cualquier cosa. Con mi marido decidimos ir a vivir a Formosa; a vivir de otra manera. Nos costó aprender a convivir con el miedo. Recuerdo que mi mamá se sentaba con la foto de los hijos, con los pañuelos blancos, y que estaba con otras Madres en la peatonal (de Córdoba), y que pasaba gente y les gritaban: ‘Pero a ésa yo la vi en Brasil, están viviendo en Brasil’. Y las Madres lo único que tenían era eso: mostrar la foto de los hijos que les habían secuestrado, desaparecido”. Cilene recordó: “Mi mamá iba a las mesas donde mis hermanos todavía aparecían empadronados cuando llegó la democracia, con la esperanza de verlos llegar. Este es el gran daño con los desaparecidos: no estaban ni vivos, ni muertos”.
Vergez dispara de nuevo

Durante su declaración, Cilene Peralta no permitió que los imputados permanecieran en la sala: “No, que entreguen la lista de los que mataron y adónde los enterraron –argumentó–. Esa es la única manera de pacificar. Ellos pueden entrar y salir mientras nosotros dejamos acá los momentos más terribles de nuestras vidas... Por eso pedí que se queden afuera (en realidad en la sala contigua, con una pantalla de TV de circuito cerrado). Siento que ellos se burlan de nosotros”.

Lo que Cilene no sabía entonces era lo que sucedió mientras declaraba Pablo Ferreyra –el primer testigo– y fue denunciado ante los jueces por el querellante Claudio Orosz. Mientras atestiguaba Pablo, su hermano Francisco “Paco” Ferreyra estaba sentado en la sala con sus familiares y levantó una foto de Diego. Vergez se dio vuelta en su banquillo de acusado, pasó su brazo sobre el respaldar del asiento y, apuntándole a la foto del desaparecido con una de sus manos, hizo varias veces el gesto de gatillar. El hermano de la víctima le sostuvo la mirada y mantuvo la foto en alto, hasta que el represor se volteó. El tribunal hizo lugar al planteo de Orosz y pidió el registro fílmico para analizar la cuestión.

Lo sucedido no sorprende: Vergez ha exhibido desde el inicio de este juicio un comportamiento burdo y despectivo. Este diario supo además que también tuvo y tiene serios problemas con sus cómplices en el penal de Bouwer, donde están detenidos. De hecho, en enero, “cansados de sus groserías, sus sonoros flatos a propósito y demás barbaridades, como bajarse los pantalones todo el tiempo, lo esperaron, lo emboscaron y le dieron una paliza tremenda. Tanto, que los guardias lo tuvieron que rescatar y cambiar de pabellón”, aseguró un empleado penitenciario que pidió el resguardo de su identidad. La versión fue corroborada por la denuncia que el propio Vergez dejó asentada en los tribunales luego del ataque. Cercado por las pruebas de sus delitos y hasta por su propia caterva, el torturador dejó en claro su vocación de victimario, que no se arrepiente de nada y hasta volvió a “disparar”.

jueves, 13 de marzo de 2014

Testimonios dieron cuenta de la existencia de un plan sistemático

Brindó  testimonio David Andenmatten, militante de la Agrupación Universitaria del Peronismo de Base; luego lo hizo Jone Teresa Grilli, esposa del dirigente de Luz y Fuerza Juan Alberto Caffaratti – detenido desaparecido- y la última en hacerlo fue Nilda Estela Jelenik. El secuestro,  la tortura empleada como método para lograr información, los “traslados” y la presencia de emabarazadas en los campos de concentración quedaron expuestos.

Por Katy García- Prensared


El primer testigo Andenmatten reconoció a Miguel Ángel Gómez como su torturador y durante el curso del relato lo responsabilizó de torturar a una centena de militantes en Río Cuarto. Pidió que se investiguen estos hechos ocurridos en la ciudad del sur.

Lo detuvieron el 27 de mayo de 1976, tenía 22 años, trabajaba en una fábrica de baterías, en barrio General Paz. “A las 7  de la mañana vinieron tres hombres de civil que se presentaron como policías. Me introdujeron en un auto y llevaron al D2. No iba vendado”, afirmó. Después lo vendaron y le dijeron: “Andenmatten: vamos”.

El testigo revivió aquellos dolorosos momentos cuando un grupo de represores “le tiraban agua y le hacían preguntas, todo junto. Para mí fue un tiempo infinito”, dijo y afirmó que con el tiempo supo que el que lo interrogaba era (Miguel Ángel) el Gato Gómez. Lo recordaba por la voz. “Estaba como perdido en El tranvía”, dijo en referencia a un banco de cemento donde los amontonoban.  “Había más personas detenidas. Se escuchaban gritos, le pegaban a todo el mundo. Un horror. Ese era el trato natural”, se acordó.

El 28 de mayo lo sacaron  y lo llevaron a Río Cuarto donde también lo torturaron y realizaron simulacros de fusilamiento, mientras le pedían nombres. Permaneció en la cárcel  71 días y luego lo trasladaron a la UP1. “Nunca vi a un juez, ni nada, estuve tres  años a disposición del Área 31”, expresó ante el Tribunal. En la UP1 estuvo en el Pabellón 10 y se enteró por los otros presos de los fusilamientos. “Había un clima de terror muy grande. Los militares nos pegaban y hacían circular…era muy duro”.

Ir y volver torturado

“Recuerdo que  cuando llegó Hubo Basso, no podía caminar”, dijo y lloró a cara descubierta. Con voz entrecortada prosigue. “Estábamos en situación de incomunicados, hacíamos las necesidades en un tarro y sin poder hacer nada. Y en cualquier momento nos sacaban y pegaban. Fue una situación que pudimos superar porque nos sosteníamos mutuamente”, explicó.

“Todos lo vimos llegar hecho mierda”, le dijo a Claudio Orosz, cuando le tocó a la querella profundizar con preguntas el relato. También comentó que Eduardo Porta era uno de los prisioneros a los que llevaban y traían de La Perla. “Él me ha contado que lo habían condenado a muerte y que lo tenían como un trofeo. Recuerdo que me dijo que estaba la chica (Ana) Mohaded. Con Porta se ensañaron mucho”, señaló.

A él también lo sacaron en 1978. “Un día me sacan, me llevan en un camión al D2 que estaba en (la calle) Mariano Moreno y ahí en una celda  me pegan a mí y a otros. El Gato Gómez, se ensañaba conmigo. Creí que me moría” describió. Le aplicaban alternativamente el submarino y los golpes. “Después de un tiempo, no recuerdo cuanto, al fin y al cabo dos o tres días  vino y me dijo: firmá esta declaración. La firmé sin leer para que no me pegara más.”, agregó. Destacó que era común esta práctica de llevar y traer personas detenidas desde los centros clandestinos La Ribera y La Perla a la cárcel UP1 y al revés.

Al cabo de unos días lo condujeron a la IV Brigada Aerotransportada donde le hicieron un Consejo de Guerra. Contó que hubo careos hasta que lo llevaron de nuevo a la UP1. “Como sería la situación que llegué contento a la cárcel, era un alivio”, describió. Allí pudo ver entre otros a Rodolfo Novillo Corvalán, a Cecilio Salguero, y a “un señor mayor que estaba con toda su familia”, expresó refiriéndose al empresario Alejandro Deutch y a su esposa Elena Rosa Rosenzweig y sus hijas Liliana, Susana, y Elsa.

El sobreviviente  que declaró anteriormente en el Juicio Videla reafirmó que cuando dijo que el Gato Gómez mientras estaba preso en La Ribera por violación “hacía de las suyas” era así, aludiendo a que torturaba. Reiteró que “se investigue la situación de este señor en Río Cuarto. En este punto refirió varios casos. Como el de un trabajador ladrillero a quien amenazó frente a su hijo y su mujer a punta de pistola. Y que ese hombre murió al año siguiente. También señaló otro caso de violaciones reiteradas contra una detenida mientras la trasladaba a Córdoba y detuvo la marcha para hacerlo. “Se cansó de violarla”, dijo y añadió que “esta mujer tuvo un hijo”. “Era el principal torturador”, manifestó y confesó que “Por más que vivo lejos, no estoy siempre tranquilo, me despierto de noche, sueño”, refirió.

 Homenaje a Berta Perassi

En el tramo final le pidió permiso al Tribunal para leer una carta que hizo pública en 2003. Allí retrata la vida de quien había sido su novia también militante del Peronismo de Base. Berta Perassi fue secuestrada en Córdoba. Militaba en el PRT y ya no eran pareja. (1) Contó que hasta 2006 solo figuraba en una lista que presentó Graciela Geuna –una de los 17 sobrevivientes de La Perla- y cuenta que había sido “trasladada” de La Perla a los 20 días de haber llegado. También lo corroboraron Susana Sastre y Piero Di Monte. (N de la R. Traslado en la jerga de los represores significa asesinada)

Con un grupo de amigos investigaron que pasó y lograron reconstruir con datos aportados por la familia como habían sucedido los hechos. La madre de la joven llegó hasta Menéndez quien negó que estuviera detenida. Berta trabajaba en la fábrica de galletitas Lía. Cuando fueron a buscarla no la encontraron. Una pareja amiga cuya mujer estaba embarazada le avisó. Se supo que a diario la visitaba en la maternidad hasta que no fue más. Y nunca más se supo de ella.

Con el tiempo en Río Cuarto la sociedad organizada la rescató del olvido y el silencio a través de una calle que lleva su nombre: Alfabetizadora Berta Perassi, en memoria a la actividad militante que realizaba en el barrio “El Acordeón”.

El fiscal Trotta que condujo el interrogatorio le pidió al Tribunal que además de testigo se lo reconozca  como víctima del terrorismo de estado.

Teresa Grilli: “Mi marido era el nexo entre Tosco y la comisión directiva”

La esposa de quien fuera miembro de la conducción del Sindicato Luz y Fuerza declaró que se enteró por compañeros de trabajo que Juan Eduardo Caffaratti había sido detenido a la salida de la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC), el 15 de enero de 1976.

“Fue levantado por sujetos armados e introducido en un auto con rumo desconocido. De ahí no se supo más nada”, expresó. Contó que entre tres a cinco compañeros lo presenciaron sin poder hacer nada. “Creo que le preguntaron  ¿Sos Alberto Caffaratti? Y él dijo que no. Lo insultan y le dicen sos vos, y lo llevan”.

Cafaratti militaba en el Partido Comunista e integraba el Comité Central.

“Lo amenazaban permanentemente, vas a ser boleta”, contó que le decían.  Y que una de las formas empleadas fue volantear en su contra y la de otros como Hugo Moro, Mario Bialet, Tomás Di Toffino.

El fiscal indagó si pudo reconstruir de alguna manera la historia y respondió que  presentaron hábeas corpus, fueron al Arzobispado, recorrieron comisarías  y diarios en busca de información. “Se formó una comisión de presos y desaparecidos, pero nadie dio datos ni supimos nada”, afirmó.

Guiada por las preguntas de Orosz fue explicando que el gremio en ese momento estaba intervenido, que otras personas fueron también perseguidas y detenidas como Tomás Di Toffino, Bruzuela y otros. Y contó que se había formado una comisión integrada por Di Toffino, Bialet y  Fabiolo, y que antes del golpe viajaron a Buenos Aires. “Fuimos a entrevistar en el edificio Libertad a  algún general;  no sé quién nos atendió en esa época. Pedíamos que trataran de averiguar algo”.

Por seguridad la familia integrada por ellos y sus dos hijos Mariana y Daniel de 5 y 6 años un mes antes del hecho ya no dormían en el domicilio. La testigo dijo que volvió a su casa una sola vez para hacer la mudanza. Desde 1974 el sindicato estaba intervenido y el secretario general Agustín Tosco pasó a la clandestinidad. En ese contexto la comisión directiva a fines del 1975 y principios de 1976 funcionaba por fuera y “mi marido era el nexo entre Agustín Tosco y el resto de los sindicalistas”, explicó. Y realzó el accionar del conjunto de los trabajadores “sumamente activo y solidario, sobre todo con la gente perseguida por los Comandos Libertadores de América”.

 Nilda Ester Jelenik: “La violación era parte de la tortura”

La testigo ofrecida por las abogadas de Abuelas de Plaza de Mayo María Teresa Sánchez y Mariana Paramio, narró su propio cautiverio y reconoció a los imputados Calixto Flores, Graciela Antón, Jesús Antón, Luis Manzanelli, Guillermo Barreiro y a Sérpico (Buceta). “La cuca Antón actuaba abiertamente”, afirmó.

La sobreviviente narró que fue secuestrada durante un allanamiento realizado en la casa de su hermano, a mediados de marzo de 1975, en barrio Ayacucho. “Estaba a cargo del operativo el Chato Flores y me llevan con mi pareja Hugo Hernández al D2”. Allí fue encapuchada y torturada.

“En el D2 la violación era parte de la tortura. La tortura era una situación de locura. El torturado está normalmente desnudo y mientras le hacen la mojarrita, lo están violando, o pasa alguno y le mete mano”, recordó crudamente. En otro tramo del relato consignó que también pasaban horas y horas de pie en esas condiciones.

Embarazadas

Del D2 la conducen al Buen Pastor. “En ese momento teníamos un pabellón las presas no embarazadas y sin hijos y en otro estaban las embarazadas con niños”, explicó.

Entre las segundas nombró a Diana Triay (Sus restos junto a los de su esposo Sebastián Llorens fueron identificados el 1 de marzo de 2013 por el Equipo de Antropología Forense y restituidos a sus familiares) y a otras dos mujeres más. Dijo que había un sistema similar a una guardería para atender a los chicos. “Yo no me fugué, tenía una causa abierta”, dijo y recordó que se encontraba en medio de un proceso del que saldría sobreseída. Fue ahí que se produjo un  “reencuentro” con el grupo de tareas del D2. Explicó que eran miembros de una comisión que la llevaba y traía ante el juzgado por orden del juez Vázquez Cuestas.

“En la UP1  había varias embarazadas y niños con un régimen relativamente flexible, después se comienza a endurecer y les piden a las mamas que se llevaran a los niños”, afirmó y recordó por sus nombres de pila a varias de las detenidas. “Más o menos después del golpe se retiran a todos los niños, la represión se endurece con bailes y requisas. Les sacaban a los chicos a veces directamente en la maternidad. Era muy dramático escuchar cuando se los sacaban”, contó.

“En esa época se produjeron los “traslados” y fusilamientos como en el caso de Diana Fidelman”. Sobre ello reveló que una de las rutinas previas “era que se cerraban todas las celdas. Nos decían a nosotros: junten sus cosas y vayan arriba. Una noche vienen y me dicen junta tus cosas y subí. Era pleno invierno -en 1976- cuando ocurrió la muerte de Moukarzel”.

Luego relató su traslado al campo de la Ribera donde pudo ver a Patricia Astelarra y a Irene Bucco, embarazadas provenientes de La Perla. “El impacto cuando las vi fue muy grande. Era ver dos cadáveres hablando”, graficó. En esa oportunidad,  Patricia le había dicho que La Ribera era un jardín de infantes al lado de La Perla donde desaparecía mucha gente y que en su caso había sobrevivido porque sus padres pagaron un rescate. Y que Rosita Previtera –fugada del Buen pastor- estaba en La Perla lugar “donde no había seguridades de nada. La gente entraba y no salía”.

En el lugar dijo que había personal de la ESMA porque su pareja Hernández había sido sub oficial algo que aclaró ella desconocía.

La testigo afirmó que por su ascendencia alemana y los contactos de su madre miembro activo de la iglesia pudo salir del país. Destacó la actuación del Pastor Ihle,  Genet y Fanderfale.

Recordó que los imputados Manzanelli y Barreiro “Venían prácticamente todos los días a la cuadra”. Y que antes del país iban a su casa a tomar café y que cada diez días debía reportarse ante Saseain “una persona violenta, irascible del que se escuchaban improperios, gritos, escenas, golpeaba cosas”.

La abogada Marité Sánchez indagó sobre las tres veces que estuvo en el Buen Pastor. La mujer recordó que la última vez observó que desde lo edilicio no había cambiado pero sí en cuanto a las rutinas. Dijo que estaban a cargo de dos monjas  y una celadora. “Recuerdo haber estado muchas veces sola mirando pasar las nubes, aislada en la pieza. Había una situación de mucha vulnerabilidad interna. Nadie sabía quién era el otro”, se acordó.

Ratificó como lo dijo el primer testigo que el Gato Gómez mientras estaba preso “torturaba gente”. Ella fue una de esas víctimas. Días previos a su partida le había dicho golpes de por medio “qué le contaste a estos que te dejan salir…vas a aparecer en una zanja”. Otra similar se repitió pero sin golpearla.

Tras responder preguntas puntuales sobre la presencia de embarazadas y niños la abogada la indagó sobre qué significaba esta experiencia en su vida y especialmente la violación. “Digamos que hay muchas clases de tortura. A pesar que alguna gente pueda decir que una cosa es más que otra”, reflexionó y acotó que “estar paradas  horas, con las manos en la nuca y las piernas abiertas” también era terrible. Y una vez la llevaron al hospital San Roque porque tenía las costillas rotas.

“Yo no tengo rencor, no quiero que nunca le pase a nadie”, concluyó.

Hoy al mediodía comenzó la lectura de la acusación a 11 imputados en cinco expedientes que se acumulan a la megacausa Se prevé que esta fase del proceso se extienda hasta fin de mes.

lunes, 10 de marzo de 2014

El caso de los seis seminaristas secuestrados en Córdoba

“Si la Iglesia no apoyaba, el golpe no se hubiera dado”

Dos teólogos y una monja norteamericana declararon en el megajuicio por los crímenes de La Perla. Relataron el secuestro que sufrieron en agosto de 1976, cuando los teólogos eran seminaristas y trabajaban en una villa.

 Por Marta Platía. Desde Córdoba

“Miren, yo estoy convencido de que el golpe no se hubiera dado si la Iglesia no hubiera estado de acuerdo. Ellos, en un acuerdo tácito, les dijeron ‘ustedes hagan el trabajo sucio y nosotros convalidamos’”, acusó, con certeza argumental, el teólogo Daniel García Carranza ante el tribunal que juzga los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla. García Carranza fue uno de los seis religiosos secuestrados y torturados la madrugada del 3 de agosto de 1976: exactamente 24 horas antes de que asesinaran al obispo Enrique Angelelli en una ruta, y a pocas semanas del homicidio de los padres palotinos en San Patricio.

Así las cosas, la jerarquía de la Iglesia Católica argentina durante la última dictadura resultó la principal acusada –junto a los 41 represores que encabeza Luciano Benjamín Menéndez– en una de las audiencias más intensas que se hayan vivido en este juicio. Testificaron dos teólogos: Daniel García Carranza y Alejandro Dausá, y una monja norteamericana, Joan McCarthy: la religiosa que con su valentía y su fuga cuasi cinematográfica impidió que los mataran.

“Nosotros estamos vivos pero sabemos muy bien que podríamos no estar aquí –dijo el teólogo García Carranza–. Si no fuera por ‘Juanita’ (como llaman a Joan, que ya tiene 81 años), nos hubieran desaparecido como hicieron con tantos hermanos.” Vehemente, García Carranza relató que por esos días él, Dausá, Alfredo Velarde, José Luis Destéfanis, el chileno Humberto Pantoja Tapia y el superior del grupo, Santiago Martín Weeks (también norteamericano), “cursábamos teología en la escuela de las Hermanas Claretianas, porque (desde la curia local) nos pidieron que no estudiáramos en el Seminario Mayor. La Iglesia había decidido que no éramos gratos porque habíamos hecho la opción por los pobres, así que no nos dejaban estudiar en la sede del Arzobispado”, el edificio palaciego donde residía el cardenal Francisco Primatesta.

“Los seis pensábamos que el modo de vivir el Evangelio no estaba dentro del Arzobispado. Así que nos dijeron que nos fuéramos cada uno a su casa. Decidimos no hacerlo. La gente con la que nosotros trabajábamos en las villas desaparecía y moría. Nosotros lo veíamos casi a diario. Hubiera sido un acto de enorme cobardía irnos. Dar testimonio del Evangelio nos pedía eso. Nos acusaban de hablar de justicia social, pero el Evangelio es justicia social”, detalló expresivo el sobreviviente, ante la mirada de Menéndez que, desde diciembre, que no se quedaba a escuchar a nadie.

García Carranza relató que los seis seminaristas se fueron a vivir a una casa en un barrio obrero. Todos pertenecían a la orden de La Salette, de origen estadounidense.
La Iglesia cómplice

La noche del 3 de agosto de 1976, el joven García Carranza llegó y se encontró con la patota. “Eran cerca de las doce. Entré y sentí que alguien gritaba que me pusiera contra la pared. Pensé que era un mal chiste, pero me dieron culatazos en la espalda y me ordenaron que mirara al piso. Me vendaron con una camiseta mientras gritaban como locos. Ellos decían que eran de la policía, pero parecían delincuentes comunes. Jugaron a la ruleta rusa con nosotros. Nos gatillaban, nos pateaban. Destruyeron todo lo que había y se robaron todo lo que se pudieron robar.”

En la casa, además de los seminaristas a quienes fueron esperando hasta completar el grupo, estaban también “un viejito español muy enfermo y pobre que estábamos cuidando y una monja norteamericana que había bajado desde Jujuy a visitarnos: Joan McCarthy”. Fue ella quien, mientras esperaba a sus colegas, les abrió la puerta a los represores, que se identificaron como policías. Joan presenció todo a lo largo de las casi seis horas que la patota se tomó para secuestrar a los seminaristas.

Con su acento norteamericano y toques de un fino sentido del humor, Joan McCarthy le contó al Tribunal que “me di cuenta de lo que pasaba cuando entraron a romper todo. Me dijeron que no me preocupara, que no me harían nada. Yo les dije `qué alegría’ y me hice la que no entendía nada. Me senté al lado de la chimenea, junto al viejito español que me estaba contando de la Segunda Guerra Mundial y me puse a tejer. Me di cuenta de que tenía que poner toda mi energía en escuchar, ver, registrar”.

Joan contó que “mientras destruían todo y golpeaban a los hermanos, andaban buscando evidencia subversiva. Y lo único que encontraron fue el libro de un autor de ultraderecha, López Trujillo, que decía ‘Liberación cristiana, liberación marxista’. Se pusieron contentos. Después un disco de Joan Baez, que cantaba canciones de protesta, y uno de Los Beatles sobre Bangla (el concierto de George Harrison para Bangladesh). También un disco boliviano sobre la Patria Grande. Esa es toda la evidencia que encontraron”, se rió. Pero sus labios se apretaron por el dolor cuando recordó: “Antes de irse dibujaron una esvástica sobre una foto de (Carlos) Mugica, y pusieron la palabra ‘kaput’”.

García Carranza siguió su relato: “Nos llevaron en varios autos a la D2, en pleno centro histórico y a pocos pasos de la Catedral. Ahí, en los patios, en las celdas, nos patearon, nos golpearon. La mugre era horrorosa. Los gritos de los torturados. Pero, ¿saben qué? Absolutamente todos los días que estuvimos ahí vino alguien del Arzobispado para ver si seguíamos vivos. Muy posiblemente era monseñor (Pedro Eladio) Bordagaray. Ese hombre vio todo y no hizo nada”, se indignó el testigo.

–¿Cómo sabe que era Bordagaray? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.

–Porque me lo dijeron en la D2. Y yo lo conocía bien: era mi padrino de bautismo. Mis padres le rogaron que hiciera algo por mí y no hizo nada.

El testigo lloró de dolor y de furia. Contó que después de algunos días, cuando los sacaron a todos de la D2, los represores les dijeron: “Bueno, ahora los tenemos que llevar a matar. Así que si quieren, aprovechen ya y corran. Escapen. Al que quiera irse, que se vaya ahora”. “Pero nosotros no nos movimos. No escapamos. Sabíamos que era una trampa. Nos llevaron a la UP1 (la cárcel del barrio San Martín). Yo la conocía porque mi padre había sido médico de cárcel. Allí nos pusieron en el pabellón de los presos políticos. Ellos nos avisaron que habían matado al obispo Angelelli.”

El relato de García Carranza se volvió vertiginoso: “Cuando nos trasladaron a la cárcel de encausados también nos llevaron a palos. Recuerdo que cerca de mi celda estaban (el gobernador José Manuel) De la Sota, (el sindicalista) Chechela Pastorino. Que a mi compañero y a mí no nos dejaban ir al baño. Me dieron un tarro de cinco litros. Por la mañana ahí ponían el agua para tomar. En la noche había que usarlo de baño. Con el paso de los días, hubo una desgracia más: mi celda se fue inundando con el excremento que caía de los baños de arriba. Yo estaba sentado arriba de una mesita la mañana que Menéndez pasó por ahí y me vio. Me acuerdo de que un militar le dijo que había que sacarme de allí, cambiarme de celda. Pero él dijo ‘no, que se aguante’. Un hombre muy humanitario este Menéndez...”.

El tono del teólogo se volvió de hierro: “Miren, una parte de la jerarquía de la Iglesia fue cómplice. Si ellos no hubieran apoyado, ese golpe no se daba. Monseñor (Adolfo) Tortolo le había dicho a nuestro provincial que no nos dejaran entrar una Biblia. Dijo que nosotros no nos la merecíamos por traidores. Ellos fueron cómplices. Los capellanes fueron cómplices. Les pido a los fiscales que los citen”, bramó.

García Carranza siguió: “Nos llevaron a La Perla. Allí perdí la noción del tiempo. Me interrogaron uno al que le decían Juan XXII (el represor José Carlos González) y (Roberto Mañay alias) ‘el cura’ Magaldi. Este fue el que me dijo que no me iban a torturar porque si lo hacían lo excomulgaban. Eso porque monseñor (Victorio) Bonamín había dicho que era ‘inconcebible que en el Código Militar la pena de muerte esté aceptada y la tortura no, que es un mal menor. Los capellanes vamos a tener que ponerlos de acuerdo con esto’. Ellos estuvieron de acuerdo. Y nosotros teníamos visiones diferentes de la Iglesia. Así que en un golpe de ultraderecha, nosotros éramos considerados de izquierda. Nombrarles la Teología de la Liberación a los represores era como traerles a Lucifer”.

El testigo, que se recibió de teólogo en Estados Unidos, volvió a cubrirse el rostro con las manos cuando nombró La Perla: “Eso no era una antesala del infierno. ¡La Perla era el infierno! Yo no fui picaneado, pero todavía recuerdo los gritos de los torturados. Aún ahora, con todos los años que pasaron, no puedo entrar a mi casa con las luces apagadas, evito salir solo. Las marcas de todo eso son increíblemente profundas”.

Cuando la querellante Adriana Gentile le preguntó por la actuación de Primatesta, García Carranza volvió a indignarse: “Fue de terror. Cuando nos liberaron gracias a la lucha que llevaron Juanita y otros compañeros, tuvimos que pasar a darle las gracias. Una cortesía antes del exilio. Recuerdo que cuando íbamos entrando al Arzobispado se nos aparecieron por detrás varios policías armados que nos encañonaron. Pensamos que nos iban a matar ahí, pero Primatesta apareció por atrás de ellos y entonces los tipos cubrieron sus pistolas con las gorras, pero nos siguieron encañonando. De pronto se hicieron a un lado y fuimos a la audiencia”.

–¿Y Primatesta lo supo? –preguntó alarmado el juez Díaz Gavier.

–Sí. Eso es lo más asqueroso del asunto. Cuando le contamos, nos dijo: “No hay problema, a eso lo arreglo yo”. Y si eso no es complicidad, ¿qué es? Es más, a una compañera, Ema Rins, que le fue a pedir protección, Primatesta sacó unas listas de su escritorio y le dijo: “Pero no, vos no estás en las listas”. ¡El las tenía!
Un baño de sangre

A su turno, Alejandro Dausá, también teólogo y compañero de cautiverio de García Carranza, recordó horrorizado: “La locura, las armas en la cabeza, en la boca” durante el secuestro, los golpes y los tormentos en la D2 y, en particular, “los gritos de una mujer que rogaba que por favor, que no le metieran más bichos”. Cuando pudo reponerse, este hombre de 60 años que aparenta menos, argumentó firme: “Lo que nosotros considerábamos trabajar con sectores desposeídos y llevar una vida sencilla no iba en línea con la jerarquía. La Iglesia conocía perfectamente lo que pasaba acá. Los obispos eran la única instancia que podría haberle puesto freno al golpe. Pero aquí se dio un caso único en Latinoamérica: que la Iglesia apoyó lo que pasó y hasta aportaron argumentos para avalar la tortura y el genocidio”.

–¿Y cuáles fueron esos argumentos? –preguntó el fiscal Facundo Trotta.

–Ellos hablaban del baño de sangre purificador. Hay homilías de monseñor Bonamín, de Tortolo que hablan del baño de sangre purificador.
De Córdoba a Estados Unidos

“Me acuerdo que sentí una especie de premonición esa tarde cuando iba a visitar a los seminaristas al barrio Los Boulevares”, relató Joan McCarthy ante los jueces. De rasgos hermosos y afilados, “Juanita”, como la llaman sus amigos en Argentina, fue a la vez la persona indicada en el momento justo, y no. “Llegué a la casa en la tarde en que aparecieron los de la patota. Golpearon, gritaron que eran de la policía y yo, que estaba esperando a los compañeros, abrí.” Amparándose en su paso como visita extranjera, la monja fue una testigo fundamental en el secuestro, pero también una protagonista central en la salvación de sus colegas.

“Antes de irse, los secuestradores, que eran unos ocho o nueve, todos armados, me dieron una orden: que fuera al diario La Voz del Interior y dijera que a los seminaristas y al padre Weeks se los habían llevado los Montoneros por traidores. Claro que me di cuenta de que ellos no eran Montoneros. Pero había que hacer algo y todavía no sabía qué.”

Joan pudo salir de la casa cerca de las dos de la madrugada. Sola, en la calle, con su cartera “con dos centavos, porque me habían robado la plata”, y la carta del obispo jujeño que todavía conserva. “Por suerte”, también estaba el papelito con el número de teléfono del teólogo de España: “Yo sabía que tenía que avisar a mis superiores lo antes posible. Pero no me alcanzaba ni para el ómnibus”. Cuando llegó al Arzobispado era aún de madrugada y no le querían abrir. “Pero insistí y les dije que se habían llevado a los seminaristas. Me abrieron. El cardenal Primatesta estaba en Canadá. En su reemplazo había dejado a monseñor (Cándido) Rubiolo. Pero él estaba durmiendo y no lo querían molestar”, recordó la monja. Pidió entonces papel y una lapicera y escribió todo lo que recordaba de las horas que duró el secuestro. Como Rubiolo seguía en su cama cuando Joan terminó de redactar la carta, pidió hacer una llamada. Le habló al teólogo español que era un conocido de Santiago Martin Weeks. Fue él quien avisó a la congregación de La Salette lo que había ocurrido. “Cuando Rubiolo al fin se despertó, le di en mano lo que había escrito –memoró McCarthy–. No sé si hizo algo o no. Pero supongo que esa carta todavía debe estar en el archivo de la Arquidiócesis.”

Joan pudo salir de Córdoba con la ayuda de Seco, quien le envió a buscarla a un sacerdote canadiense para que la acompañara al aeropuerto. Ya en Buenos Aires, el 4 de agosto, fue directamente hacia la Embajada de Estados Unidos. Mala suerte: un cónsul de apellido Owen no quiso creer en su relato. O al menos eso le dijo. Al fin y al cabo era coherente con sus jefes. En aquellos días, el embajador norteamericano en la Argentina era Robert Hill, un hombre que había sido designado por el propio Henry Kissinger: cerebro del Plan Cóndor. Owen le dijo que no la podía ayudar, y aún más: “No le podemos dar dinero, no le podemos prestar dinero, no le podemos dar asilo, no la podemos acompañar a un puerto de salida. Lo único que podemos es decirle cuál es la forma más fácil de salir de la Argentina, pero tampoco le podemos sugerir que la use”.

Casi al borde de la desesperanza, la monja llamó al nuncio Pío Laghi: ella era consciente del rango de embajador de la Santa Sede que tenía Laghi en el país y pensó que tal vez sus fueros diplomáticos, sumados a la extraterritorialidad de la nunciatura, le permitirían otorgarle el asilo que ella necesitaba para que no la secuestraran. Pero desde el otro lado de la línea le dijeron que no la podrían atender hasta el lunes. Era jueves. La monja sabía que tenía apenas 48 horas para salir del país.

A pesar de que “estaba muerta de miedo y de hambre”, se arriesgó a esperar dentro de un hospital de la orden de Schoenstatt. Llegó el lunes. Pío Laghi ni se dignó a atenderla. Le comunicó a través de un secretario que no podía ayudarla: “Que sólo podía ayudar a sacerdotes argentinos, y que fuera a mi embajada”. Fue entonces cuando Joan se contactó con un grupo de jesuitas. Uno de ellos, uruguayo, la invitó a su país. “Fueron las mejores palabras que escuché en todos esos días y noches llenos de horas terribles”, recordó McCarthy. Con la policía y los militares mordiéndole los talones, Joan subió a un alíscafo rumbo a Montevideo.

Ya en la capital uruguaya, los funcionarios norteamericanos tampoco quisieron auxiliarla, pero un empleado del consulado blanqueó lo que ocurría: “Se tiene que ir lo antes posible. Las policías y los ejércitos de todos los países latinoamericanos están en contacto. No podemos darle ninguna protección”. McCarthy logró despegar en un avión cuyo pasaje también pagó la orden de los jesuitas. ¿El itinerario? Bolivia vía Paraguay. En La Paz un grupo de monjas a las que habían llamado los religiosos uruguayos juntó plata para el viaje a Washington, adonde Joan llegó recién el 13 de agosto. “Avisé a todos los que pude. No paramos hasta que un buen día, frente al Congreso, logramos que Ted Kennedy nos atendiera. Estábamos con las Madres. Teníamos pancartas. El se bajó de su auto cuando nos vio en la puerta y nos dijo que nos iba a ayudar, que no nos iba a abandonar”, recordó, ya con una sonrisa.

Los compañeros de Joan fueron liberados por la dictadura unos tres meses después, con opción a dejar el país. La mayoría, salvo el chileno, siguieron con sus estudios en Norteamérica. Todos saben que la pelea que dieron el español Seco, el propio Weeks ya en libertad y, fundamentalmente Joan, fue determinante para que no los asesinaran.