lunes, 18 de agosto de 2014

El testimonio de una profesora que estuvo secuestrada en el Centro Clandestino La Perla

“Fue un plan de aniquilamiento bien pensado” 
Primatesta sabía todo lo que pasaba”

En el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba, Susana Leda Barco contó cómo fue secuestrada en 1977 y mantenida en cautiverio hasta 1980. El interrogatorio a cargo de un represor que tenía su currículum y las sospechas sobre un alumno delator.

 Por Marta Platía

“Mire, no siento odio. Para odiar hay que gastar tiempo, energía y la vida. Y nuestra vida no merece ser gastada en eso. Yo lo único que siento es desprecio, porque ofendieron la condición humana. La degradaron”, dijo ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 Susana Leda Barco, una profesora de Ciencias de la Educación y Filosofía que fue arrancada de su casa, de su cama, de su familia, la mañana del 4 de octubre de 1977.

Susana vivía en Villa María, al sur de la capital cordobesa, con su esposo y sus hijos, Fernando (de 12 años) y María Laura (de 8), cuando golpearon a su puerta: “Eran las seis y media de la mañana. Dijeron que eran del Tercer Cuerpo de Ejército. ‘Momento, que me pongo una bata’, contesté y mi marido me acompañó y abrimos. Eran cuatro. Uno de ellos dijo ser el capitán Wenceslao Clara. Me dijeron que me iban a llevar para hacerme unas preguntas. Hasta trajeron a dos vecinos para que firmaran un acta que, muchos años después, supe que decía que me llevaban para interrogar. Pedí que me dejaran despedirme de mis hijos. María Laura era chiquita y estaba asustada. Ambas recordamos que le dije que se portara bien y que hiciera sus tareas. Y mi hijo me preguntó por qué me llevaban, y le dije que para hacerme unas preguntas. ‘¿Y volvés rápido?’ Le dije que sí. Pero volví 3 años y 23 días después...”.

Hasta el 27 de octubre de 1980, cuando la liberaron en Devoto, Susana pasó por comisarías, un campo de concentración y la cárcel UP1, donde habían torturado y asesinado –arguyendo falsas fugas– a 31 presos políticos en 1976.

“Yo quiero decir que soy docente y que la docencia para mí no ha sido un empleo. Ser docente es mi modo de ser y estar en el mundo, y desde este lugar testifico”, se plantó ante el tribunal, plena de energía, tan elegante como rigurosa. Contó que la llevaron a la comisaría de Villa María. Que estuvo allí dos días y que la subieron a un auto para trasladarla a Córdoba. “Después de cruzar el puente de Río Segundo, pararon los vehículos. Me bajaron y el capitán Clara me dijo que me iba a vendar. Ahí vi a los soldados con las armas en la mano, adelante mío. Pensé en un fusilamiento. Y con gran ingenuidad le pregunté si vería a mi marido. Me dijo que sí. Le pedí que le dijera que lo quería mucho, y a mis hijos y a mi madre.” Pero no hubo disparos. La empujaron dentro del auto y, vendada, llegó a lo que luego supo que era el Campo de La Ribera.

Susana endureció el tono cuando recordó su primer encuentro con los interrogadores. La llevaron junto a Adriana Corsaletti. Tras las vendas escuchó “un golpe fuerte contra la mesa y el ruido de un grabador, de esos a carrete. Cada una con un interrogador distinto. Puede sonar loco, pero el que me tocó a mí lo hizo con mi curriculum vitae en mano. Le decían Coco. ¿En tal fecha dictó un curso de esto? ¿Otro sobre Paulo Freire? ¿Qué es ideología? Y yo le contestaba. Hasta que me interrogó sobre 1966 y ‘La noche de los bastones largos’”. Susana y un grupo de profesores de la Universidad Nacional de Córdoba habían protestado y fueron cesanteados de la Facultad de Filosofía.

La sobreviviente volvió entonces a una de las peores noches de su vida: “Me dejaron sola en la cuadra. Entonces lloré, pasé mi vida en cámara lenta y lloré... Me querían hacer callar, pero yo había abierto compuertas. Supe que mi marido me buscó, que estuvo a las puertas del Campo de La Ribera... Le dijeron que se fuera a punta de arma. Poco después me llevaron a un interrogatorio y me dieron una declaración para que firme. Y maestra, al fin, corregí los errores de ortografía... Me preguntaron para qué lo hacía. Y yo les dije: ‘Ya que accedo a firmar, corrijo’”.

Susana, como otras sobrevivientes, optó por no hablar de violaciones o vejaciones directas, pero sí quiso perfilar la perversión de los represores: “Una noche alguien se paró a los pies de mi colchón y se masturbó. Otra, me iluminaban mientras me bañaba. Yo pensé... ¡pobres tipos! Si para tener una mujer y sentir placer necesitan que uno esté en estas condiciones, son unos pobres tipos...”.

Como a muchas de las secuestradas, desde ese campo la trasladaron a la cárcel de Barrio San Martín, la UP1. “Ahí me revisó un médico que tenía el guardapolvo tan sucio que parecía salido de una carnicería –detalló sacudiendo la cabeza–. Era un lugar espantoso. Teníamos un camastro y un tacho de cinco litros como todo baño. No podíamos hacer labores, ni gimnasia... pero nos ingeniábamos para hacer agujas con los huesos que a veces venían en la sopa.”

“Sobrevivimos también por la solidaridad y la creatividad para no dejarnos vencer. Pero no era fácil –recordó Susana–; la primera vez que bajamos al patio, vimos los palos donde habían estaqueado (hasta matarlo) a (René) Moukarzel y también a Charo (López Muñoz).” El médico René Moukarzel había sido uno de los presos políticos de la cárcel. El represor Gustavo Adolfo Alsina se enfureció cuando lo vio recibir un paquete de sal de manos de un preso común. El 14 de julio de 1976, y con temperaturas bajo cero, lo estaqueó completamente desnudo en el patio del pabellón de mujeres. El mismo se encargó, en un asesinato cuasi artesanal, de arrojarle baldazos de agua fría. Moukarzel era un hombre fuerte, medía casi dos metros, pero era asmático. Sus esfuerzos por respirar, los estertores de su pecho se pudieron oír por toda la prisión. Fueron cientos de prisioneros los que escucharon su agonía, que duró casi veinte horas. Charo López Muñoz también fue estaqueada, aunque ella logró sobrevivir. Este mismo torturador hacía que sus compañeras le tiraran agua para hacerla sufrir aun más. Y ella, para evitar que las dañaran, les gritaba que hicieran lo que este ex teniente les ordenaba. Alsina fue condenado por estos y otros crímenes a prisión perpetua en cárcel común junto a Jorge Rafael Videla y a Luciano Benjamín Menéndez en 2010.

A Susana Leda Barco nunca le explicaron nada. Un día la sacaron de su celda y la llevaron a interrogatorio de vuelta al Campo de La Ribera. Ahí, uno de los secuaces de Menéndez, Carlos Alberto “HB” Díaz, integrante de la patota de La Perla, la interrogó entrada la noche. Antes pudo ver a “Bibiana Allerbon y a Mirta Dotti, que había sido alumna mía”. No bien la entraron tabicada a la oficina que oficiaba de sala de torturas e interrogatorios, escuchó de nuevo “la voz del Coco, que estaba enfurecido. Decía que yo le había mentido. Entonces me hizo oír la voz de un alumno mío de Villa María, Daniel Dreyer, de 18 años, que tenía problemas en una pierna. Lo golpeaban y le preguntan si yo le enseñaba marxismo. Me desesperé. Ellos le gritaban: ‘¡Pero vos en Villa María dijiste que enseñaba marxismo!’. Y él les decía: ‘Pero señor, lo que se dice en la tortura no cuenta’. Esa misma noche HB (el apodo con que lo bautizó la caterva de Menéndez eran las iniciales de “hincha bolas”) no sólo me interrogó por lo del currículum. A él le gustaba torturar psicológicamente. Me dijo: ‘Tenga en cuenta que su marido no la va a estar esperando cuando salga; que su tía se va a morir antes de que usted salga; que sus hijos no la van a reconocer’. No sólo el cuerpo: ellos también nos torturaban espiritualmente”.

Ese recuerdo la indignó. Se irguió en su silla y miró de modo breve, fulminante, a los represores –HB Díaz incluido– y dijo: “Afortunadamente se equivocó en todo; mi marido me esperó y sigo con él; mi Naná se murió veinte años después; y mis hijos me reconocieron”.

Quedó claro: ella, con su vida. Ellos, en la cárcel y acusados –o ya condenados– por crímenes de lesa humanidad. Susana no se detuvo: “Esto, señor juez, fue un plan de aniquilamiento bien pensado, asesorado por la Escuela de Panamá de los norteamericanos y por los franceses de la Armada Secreta (la OAS)”.
Alumno y delator

La fiscal Virginia Miguel Carmona le preguntó por qué creía que quien la interrogó tenía su currículum en mano.

–Mire, yo fui a buscar mi currículum a la facultad y vi a un ex alumno mío que se abrió el saco y me mostró un arma. Cuando yo entraba a la facultad, parecía el Mar Rojo: todos se abrían... y así pasé y retiré mi currículum. Lo había presentado para un concurso. El currículum estaba ahí.

–¿Cómo se llamaba ese ex alumno?

–Gabriel Pautasso. Lo nombro porque supe de su actuación posterior. Las preguntas que me hicieron eran en orden cronológico. Eso para mí era sorprendente...

El querellante Claudio Orosz le preguntó por Pautasso, y señaló que la otra profesora que podía hablar de este hombre, María Saleme de Burnichón, ya no está (murió hace pocos años y su marido Alberto está desaparecido).

–María, La Negra, la entrañable María Burnichón me comentó que cuando van a allanar y hacen volar su casa, estaba Pautasso. “Susana –me dijo–, Pautasso se dedicó a señalar los libros que le interesaban para llevárselos.” Ella me contó que esta persona estuvo en el allanamiento.

–¿Era bedel?

–No sé. Lo que sí sé es que lo echaron de la universidad.

–Luego de un juicio académico...

–¡Me hubiera gustado estar! –dice y golpea la mesa con su palma abierta–-. Sé que fue alumno mío el año que se casó, muy formalito vino a pedirme permiso para faltar a las clases. Claro que se lo di.

–¿El ya murió?

–No, está vivo.

Las preguntas rondan la sospecha de que este alumno Pautasso podría ser la persona que apuntaba o aclaraba temas al represor Coco, que interrogó a Susana varias veces.

–¿Este Coco tenía a alguien que decodificaba?

–Parece que sí. Me acuerdo de que cuando quise explicar algo, el Coco me dijo: ‘Usted no se preocupe que acá hay gente que entiende y lo va a explicar’. Pasaron unos días y el 30 de diciembre de 1977 me regresaron a la UP1. En el camino se atrevieron a manosearme.

El Coco al que la testigo aludió sería el represor Juan Carlos Damonte, un ex policía que perteneció a las patotas de La Perla y el Campo de La Ribera, y permaneció prófugo de la Justicia durante cuatro años, hasta que el último 10 de junio fue hallado y detenido en Trelew.


Primatesta sabía todo lo que pasaba”


El sacerdote tercermundista Víctor Acha, quien tuvo que exiliarse en Colombia durante la dictadura, le dijo al Tribunal que (el cardenal Raúl Francisco) Primatesta estaba al tanto de todo lo que sucedía en Córdoba durante el terrorismo de Estado: “Me allanaron la parroquia unas cinco veces –contó el religioso que tenía a cargo la capilla del paupérrimo asentamiento conocido como Villa El Libertador–, y directamente me prohibió que hiciera público lo que pasaba. Dijo que él se encargaba de todo personalmente y que lo hablaba con (el represor Luciano Benjamín) Menéndez. Para Acha todo comenzó a complicarse cuando una noche la patota se llevó al seminarista Gervasio Mecca. Su supuesto delito: haber conocido a un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Jorge Rossi, quien fuera asesinado en La Plata. El hijo de Rossi –quien también fue secuestrado junto a su mamá y llevado a La Perla cuando apenas era un nene de cuatro años– ya declaró en este juicio por el crimen y la desaparición de sus padres. Acha contó que mientras se llevaban al seminarista Mecca, la banda de torturadores le gritó que le pidiera “explicaciones al arzobispo”. El sacerdote lo hizo, pero Primatesta, como toda respuesta, “me prohibió que hiciera público lo del secuestro y los allanamientos” (Acha padeció una media docena). “Esto lo manejo yo, te prohíbo que lo hagas público”, le respondió quien fuera, además, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante más de veinte años.

domingo, 3 de agosto de 2014

Testimonios en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla

El origen del centro de exterminio

La declaración de Graciela Olivella, secuestrada en 1976, aportó datos y nombres para reconstruir cómo comenzó a operar el campo de concentración que funcionó en Córdoba durante la dictadura. La preocupación del represor Luciano Benjamín Menéndez.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba

Con dificultad, como si el cuerpo encogido por sus 87 años hubiera acusado –al fin– el peso de sus nueve condenas por crímenes de lesa humanidad, el represor Luciano Benjamín Menéndez volvió a pararse frente al tribunal que lo juzga en Córdoba. La voz casi inaudible, el tono de mando a punto de esfumársele, pidió la palabra para defender lo único que parece importarle: el recuerdo –aun entre los sobrevivientes– de su otrora estampa de militar duro. “Quiero decir que yo siempre usé el uniforme de servicio con breeches y botas. Siempre. Y eso para demostrar que los testigos mienten. Mienten en todo.” ¿Los fusilamientos en masa y la quema de cadáveres en fosas comunes? ¿Las desapariciones? ¿Las torturas? ¿Las picanas en las vaginas de las mujeres embarazadas? ¿Las violaciones? ¿El robo de bebés? ¿El saqueo de bienes de los secuestrados? No. Eso no amerita el esfuerzo de sus huesos ni de sus palabras. El uniforme sí. Lo dicho por el testigo Ricardo Manuel Rodríguez Anido, quien afirmó haber visto a Menéndez en La Perla vestido de fajina, movilizaron su ira y las pocas fuerzas que parecen quedarle.

Con uniforme o no, Menéndez está acusado de ser el responsable máximo de los crímenes que se cometieron en ésta y otras diez provincias argentinas desde 1975, con la aparición del Comando Libertadores de América (CLA): una alianza de paramilitares, policías, el Ejército y su propia coordinación hasta pasado 1979. Con uniforme o no, este hombre que cumplió años el último 19 de junio –poco antes de su última condena en La Rioja por el asesinato de Enrique Angelelli– fue uno de los principales jerarcas de la mano de obra armada de la última dictadura.

La “inauguración”

La madrugada del 23 de marzo, Graciela Lucía Olivella y su hermana Adriana apenas habían alcanzado a dormirse. Preparaban una materia para rendir y así, entre los libros y el mate, las despertó la patota que irrumpió en la casa paterna del barrio Las Margaritas, destrozando puertas y ventanas. “A partir de ahora tu vida no vale nada. Estás en manos del Comando Libertadores de América. De acá no te salva nadie, ni Dios, ni jueces, ni tus padres, ni nadie”, recordó Graciela que le dijeron mientras la llevaban en auto, maniatada, hacia el campo que, mucho después, supo que era el Batallón 141.

Ahora tiene 59 años y es costurera. Con cierta tristeza, dice que lo padecido le impidió seguir su carrera universitaria; pero su verba precisa y su carácter le borran de inmediato cualquier sesgo de autocompasión. “A mí ya me habían agarrado en la calle unos policías de civil y me llevaron al D2 en 1974. Me acuerdo de que una mujer (la represora Graciela “Cuca” Antón) me dijo: ‘Esta va a ser una noche inolvidable para vos’. Me metieron en un baño, unos cuatro o cinco hombres me empezaron a golpear... me hicieron submarino... (Graciela optó por no detallar las vejaciones padecidas.) Esos días fueron determinantes en mi vida, en la de mis hermanos. Mis padres ya no nos dejaron salir más de casa. Sólo estudiábamos e íbamos a la facultad. Hasta esa madrugada.”

Esa madrugada fue la previa al golpe, cuando junto con sus hermanos Juan José y Adriana fueron arrancados de sus camas ante la desesperación de sus padres. Graciela y sus hermanos estuvieron un día en el 141, escuchando los gritos de otros a los que, como a ellos, habían sacado de sus hogares. Al otro día “nos llevaron a un lugar con yuyos altos, abrojos... Estaba vendada. Siempre vendada. Ahí sentí cómo golpeaban a un muchacho. Decían que había ido a Cuba. Y él gritaba que no, que era Francia... Nunca supe quién era. Después ya no lo escuché más. Eso ya era La Perla. Lo supimos después, cuando nos soltaron. Sabíamos que era un lugar amplio de techos altos. Tabicados y todo, nos dábamos cuenta por cómo se escuchaban las voces (Graciela habla a veces en plural. Ella y su hermana y su hermano parecen ser uno. La testigo casi no habla de lo que ella misma padeció. Intenta recordar nombres. Siente que está ahí para eso.) Nos pusieron a mí y a mi hermana junto a una chica que se llamaba Amanda Assadourian”.

–¿Cómo sabe que se llamaba así? –le preguntó el fiscal Facundo Trotta.

–Porque nos lo dijo. Nos bañamos juntas. También nos dijo que estaba embarazada de tres meses y que estaba con su novio.

–¿Dijo el nombre de su novio?

–No, no lo supe.

Amanda Assadourian había sido secuestrada el 25 de marzo, junto a su compañero René Caro y a Maximino Sánchez, que era un dirigente gremial cercano a René Salamanca, líder del Smata. Amanda continúa desaparecida. Su hermana Rosa fue asesinada el 2 de abril de ese año en un falso enfrentamiento, con Luis Mario Finger, frente al Hospital de Clínicas. René Caro sobrevivió a varios traslados, a la muerte.

La voz de Graciela Olivella se endurece cuando recuerda: “A la noche empezó a entrar gran cantidad de gente... A partir del 24, el lugar empezó a llenarse. Me acuerdo de que nos dijeron que había habido un golpe de Estado. Trajeron a un hombre... sentimos que lo estaban torturando. Le pedían su nombre de guerra. Y él decía que era Valverde (era el abogado Eduardo “Tero” Valverde, esposo de la abogada María Elena Mercado, quien luego integró la Conadep-Córdoba). Me acuerdo de que mientras lo golpeaban los gritos eran muy fuertes y entonces ponían la radio muy alta... También recuerdo que se escuchaba cantar por la radio a Alberto Cortez ‘Cuando un amigo se va’... (La mujer hace una pausa y toma agua, no quiere llorar). El fue muy torturado... Se quejaba. Lo dejaron tirado, muriéndose. Se lo llevaron al otro día y nunca más supimos de él”.

Valverde había sido funcionario del gobierno de Ricardo Obregón Cano. El mediodía del 24 de marzo fue citado. Debía presentarse en el Hospital Militar. Asistió. No tenía nada que ocultar. Nunca más regresó. Y su esposa –una de las fundadoras de Familiares de Desaparecidos en esta provincia– nunca dejó de buscarlo.

El testimonio de Graciela tuvo un inmenso valor para saber cómo arrancó la maquinaria de tortura, muerte y desaparición de La Perla. Ella es consciente de eso y se esforzó por detallar nombres y caras.

“Yo vi a Silvina Parodi (la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba) en La Perla. Fue en las duchas. Ahí nos pudimos sacar las vendas. No la conocía. Ella me dijo su nombre. Y también que estaba su marido, Daniel Orozco, que se habían conocido estudiando ciencias económicas. Silvina me dijo, en broma, que como el agua estaba fría tenía miedo de que se le saliera una patita... Tenía su panza de embarazada. Le pregunté de cuánto estaba, y me dijo que de seis meses y medio... Yo lamento mucho no poder decir más nada de ella. Se la llevaron”, dijo, y la cámara que registra el juicio tomó el rostro de Sonia Torres, que cerró los ojos y apretó sus labios –una vez más– para aguantar.

–¿Recuerda alguna otra pareja? –preguntó el fiscal.

–Sí, a una pareja que interrogaron mucho... El apellido era Caffani. La familia de ellos después nos conectó con la Conadep. En La Perla yo supe que ellos eran un matrimonio, que se habían casado hacía poco. A él lo torturaban adelante de ella, y ella gritaba...

Se trata de Humberto Caffani y de Mirta Ricchiardi, que era delegada del supermercado Tiburoncito. Ambos fueron secuestrados el 26 de febrero de 1976. Eran militantes sociales. Estaban construyendo un dispensario en un barrio obrero. Inés, la hermana de Humberto, contó durante su testimonio que “ellos creían en un socialismo cristiano”. La pareja se había casado el 17 de enero de ese año. Cuando se los llevaron, la horda de Menéndez se robó todo de la casa: “¡No dejaron ni la cama ni la heladera! ¡Hasta el vestido de novia de Mirta se llevaron!”, denunció Inés sacudiendo incrédula la cabeza aún después de tantos años. El vestido de novia fue un elemento más de tortura para la joven. Los torturadores se lo mostraron. “¿Sabés que me trajeron acá hasta con mi vestido de novia?”, alcanzó a decirle a Adriana Olivella, en un breve instante de diálogo que Adriana todavía padece.

Graciela señaló también “la discriminación nazi hacia los prisioneros judíos: nos dijeron que no habláramos con un muchacho que estaba en la cuadra. Después supe que era (Alberto Bournichón) el esposo de (la escritora María) Saleme de Bournichón, ellos decían que era sionistas”. Los días y noches que apenas podía distinguir a través de las vendas y la “conjuntivitis terrible que ardía en los ojos”, siguieron con los alaridos de las torturas y los quejidos de los lacerados. “Yo estaba desesperada por mis hermanos. Sabía que estaban vivos, que estaban ahí todavía. Cuando llega el 2 de abril nos hacen levantar, nos ponen uno al lado del otro y nos dicen que salíamos. ‘Vos dejate de joder con la música de protesta’, le dijeron a Juan José (el hermano que murió hace pocos años) y a los tres que nos olvidáramos de lo que habíamos visto ahí. Nos subieron a un auto... Me habían devuelto el camisón con el que me sacaron de mi casa y dejado un poncho que todavía guardo... Del auto nos tiraron en un charco. Cuando se fueron, me saqué la venda y estábamos en la esquina de mi casa... Me acuerdo de que al otro día fuimos a la comisaría (9ª) y quisimos denunciar, pero ahí nos dijeron ‘¿ustedes qué hacen acá? ¿No les dijeron que no digan nada?’. No había a quién pedirle ayuda. Nadie.”

Cien muertos

El 23 de mayo de 1976, domingo, los hermanos Olivella sintieron otra vez el miedo quemándoles el cuerpo: “Apareció por casa Antonio Maldonado, uno de los gendarmes de La Perla que había tratado bien a mi hermana Adriana. Adriana nos había hablado de él. Este hombre fue con su mujer y les pidió a nuestros padres llevarnos a la iglesia evangélica donde ellos asistían. Cuando íbamos en el auto, mi hermana le preguntó por Amanda Assadourian y él dijo, como si fuera normal, que ‘lamentablemente la habían ejecutado porque era líder de un grupo montonero’; y que nosotros éramos ‘un milagro’, ya que de unas cien personas que habían tenido (en la cuadra), solamente nosotros tres y dos más, un señor Torres y su mujer, habíamos salido con vida”. La mujer padece todavía la conmoción de esas cifras, y repite, como para sí misma: “Sí, desde el 23 de marzo al 23 de mayo, cien muertos según este hombre y nosotros estábamos vivos... ¡habíamos sobrevivido!”.

Antes de su testimonio, su hermana Adriana había contado sobre ese gendarme:

–¿Se acuerda del nombre? –le inquirió el juez Jaime Díaz Gavier.

–Totalmente, pero hoy tengo reparos... Esa persona siempre me trajo cigarrillos, hizo todo lo que no debía hacer... Uno creía que nos llevaban a bañar y nos dejaban solos, pero ellos entraban... Este gendarme fue respetuoso. No me espiaba... Una noche en un baño me dijo ‘sacate la venda’, me contó quién era, que tenía tres hijas, que era casado y que era evangelista. Los compañeros le decían el Evangelista y se llamaba o se llama Antonio Maldonado. Era corpulento, no muy alto... (De pronto la testigo enmudece, se detiene, respira.) Siento que lo traiciono... ¡Ay, Dios!”. (Se cubre el rostro con las manos.)

–No, no lo traiciona, está relatando que la trató bien, la consuela –le dice el juez.

La mujer llora. Sabe que la fiscalía lo llamará a declarar.

Antes de levantarse de su silla, Adriana pidió permiso al Tribunal para mostrar algo. Ante el silencio de la sala, desenrolló casi amorosamente una venda, una larga tira de tela amarillenta: “Es la que tuve puesta durante todo mi cautiverio. La guardé durante todos estos años con los algodones... No pude, no quise tirarla –dijo, como si se tratara de un cordón umbilical—. Estuvo en un rinconcito del ropero, junto con el poncho rojo que le pusieron a mi hermana. Fue de alguien. Queremos que lo tengan los familiares”. Alzó la venda, se la mostró a todos y a los represores: “Es la prueba de que ellos me pusieron esto. Es la prueba de que ellos sí hicieron todo lo que hicieron.”