El origen del centro de exterminio
La declaración de Graciela Olivella, secuestrada en 1976, aportó datos y nombres para reconstruir cómo comenzó a operar el campo de concentración que funcionó en Córdoba durante la dictadura. La preocupación del represor Luciano Benjamín Menéndez.
Por Marta Platía - Desde Córdoba
Con dificultad, como si el cuerpo encogido por sus 87 años hubiera acusado –al fin– el peso de sus nueve condenas por crímenes de lesa humanidad, el represor Luciano Benjamín Menéndez volvió a pararse frente al tribunal que lo juzga en Córdoba. La voz casi inaudible, el tono de mando a punto de esfumársele, pidió la palabra para defender lo único que parece importarle: el recuerdo –aun entre los sobrevivientes– de su otrora estampa de militar duro. “Quiero decir que yo siempre usé el uniforme de servicio con breeches y botas. Siempre. Y eso para demostrar que los testigos mienten. Mienten en todo.” ¿Los fusilamientos en masa y la quema de cadáveres en fosas comunes? ¿Las desapariciones? ¿Las torturas? ¿Las picanas en las vaginas de las mujeres embarazadas? ¿Las violaciones? ¿El robo de bebés? ¿El saqueo de bienes de los secuestrados? No. Eso no amerita el esfuerzo de sus huesos ni de sus palabras. El uniforme sí. Lo dicho por el testigo Ricardo Manuel Rodríguez Anido, quien afirmó haber visto a Menéndez en La Perla vestido de fajina, movilizaron su ira y las pocas fuerzas que parecen quedarle.
Con uniforme o no, Menéndez está acusado de ser el responsable máximo de los crímenes que se cometieron en ésta y otras diez provincias argentinas desde 1975, con la aparición del Comando Libertadores de América (CLA): una alianza de paramilitares, policías, el Ejército y su propia coordinación hasta pasado 1979. Con uniforme o no, este hombre que cumplió años el último 19 de junio –poco antes de su última condena en La Rioja por el asesinato de Enrique Angelelli– fue uno de los principales jerarcas de la mano de obra armada de la última dictadura.
La “inauguración”
La madrugada del 23 de marzo, Graciela Lucía Olivella y su hermana Adriana apenas habían alcanzado a dormirse. Preparaban una materia para rendir y así, entre los libros y el mate, las despertó la patota que irrumpió en la casa paterna del barrio Las Margaritas, destrozando puertas y ventanas. “A partir de ahora tu vida no vale nada. Estás en manos del Comando Libertadores de América. De acá no te salva nadie, ni Dios, ni jueces, ni tus padres, ni nadie”, recordó Graciela que le dijeron mientras la llevaban en auto, maniatada, hacia el campo que, mucho después, supo que era el Batallón 141.
Ahora tiene 59 años y es costurera. Con cierta tristeza, dice que lo padecido le impidió seguir su carrera universitaria; pero su verba precisa y su carácter le borran de inmediato cualquier sesgo de autocompasión. “A mí ya me habían agarrado en la calle unos policías de civil y me llevaron al D2 en 1974. Me acuerdo de que una mujer (la represora Graciela “Cuca” Antón) me dijo: ‘Esta va a ser una noche inolvidable para vos’. Me metieron en un baño, unos cuatro o cinco hombres me empezaron a golpear... me hicieron submarino... (Graciela optó por no detallar las vejaciones padecidas.) Esos días fueron determinantes en mi vida, en la de mis hermanos. Mis padres ya no nos dejaron salir más de casa. Sólo estudiábamos e íbamos a la facultad. Hasta esa madrugada.”
Esa madrugada fue la previa al golpe, cuando junto con sus hermanos Juan José y Adriana fueron arrancados de sus camas ante la desesperación de sus padres. Graciela y sus hermanos estuvieron un día en el 141, escuchando los gritos de otros a los que, como a ellos, habían sacado de sus hogares. Al otro día “nos llevaron a un lugar con yuyos altos, abrojos... Estaba vendada. Siempre vendada. Ahí sentí cómo golpeaban a un muchacho. Decían que había ido a Cuba. Y él gritaba que no, que era Francia... Nunca supe quién era. Después ya no lo escuché más. Eso ya era La Perla. Lo supimos después, cuando nos soltaron. Sabíamos que era un lugar amplio de techos altos. Tabicados y todo, nos dábamos cuenta por cómo se escuchaban las voces (Graciela habla a veces en plural. Ella y su hermana y su hermano parecen ser uno. La testigo casi no habla de lo que ella misma padeció. Intenta recordar nombres. Siente que está ahí para eso.) Nos pusieron a mí y a mi hermana junto a una chica que se llamaba Amanda Assadourian”.
–¿Cómo sabe que se llamaba así? –le preguntó el fiscal Facundo Trotta.
–Porque nos lo dijo. Nos bañamos juntas. También nos dijo que estaba embarazada de tres meses y que estaba con su novio.
–¿Dijo el nombre de su novio?
–No, no lo supe.
Amanda Assadourian había sido secuestrada el 25 de marzo, junto a su compañero René Caro y a Maximino Sánchez, que era un dirigente gremial cercano a René Salamanca, líder del Smata. Amanda continúa desaparecida. Su hermana Rosa fue asesinada el 2 de abril de ese año en un falso enfrentamiento, con Luis Mario Finger, frente al Hospital de Clínicas. René Caro sobrevivió a varios traslados, a la muerte.
La voz de Graciela Olivella se endurece cuando recuerda: “A la noche empezó a entrar gran cantidad de gente... A partir del 24, el lugar empezó a llenarse. Me acuerdo de que nos dijeron que había habido un golpe de Estado. Trajeron a un hombre... sentimos que lo estaban torturando. Le pedían su nombre de guerra. Y él decía que era Valverde (era el abogado Eduardo “Tero” Valverde, esposo de la abogada María Elena Mercado, quien luego integró la Conadep-Córdoba). Me acuerdo de que mientras lo golpeaban los gritos eran muy fuertes y entonces ponían la radio muy alta... También recuerdo que se escuchaba cantar por la radio a Alberto Cortez ‘Cuando un amigo se va’... (La mujer hace una pausa y toma agua, no quiere llorar). El fue muy torturado... Se quejaba. Lo dejaron tirado, muriéndose. Se lo llevaron al otro día y nunca más supimos de él”.
Valverde había sido funcionario del gobierno de Ricardo Obregón Cano. El mediodía del 24 de marzo fue citado. Debía presentarse en el Hospital Militar. Asistió. No tenía nada que ocultar. Nunca más regresó. Y su esposa –una de las fundadoras de Familiares de Desaparecidos en esta provincia– nunca dejó de buscarlo.
El testimonio de Graciela tuvo un inmenso valor para saber cómo arrancó la maquinaria de tortura, muerte y desaparición de La Perla. Ella es consciente de eso y se esforzó por detallar nombres y caras.
“Yo vi a Silvina Parodi (la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba) en La Perla. Fue en las duchas. Ahí nos pudimos sacar las vendas. No la conocía. Ella me dijo su nombre. Y también que estaba su marido, Daniel Orozco, que se habían conocido estudiando ciencias económicas. Silvina me dijo, en broma, que como el agua estaba fría tenía miedo de que se le saliera una patita... Tenía su panza de embarazada. Le pregunté de cuánto estaba, y me dijo que de seis meses y medio... Yo lamento mucho no poder decir más nada de ella. Se la llevaron”, dijo, y la cámara que registra el juicio tomó el rostro de Sonia Torres, que cerró los ojos y apretó sus labios –una vez más– para aguantar.
–¿Recuerda alguna otra pareja? –preguntó el fiscal.
–Sí, a una pareja que interrogaron mucho... El apellido era Caffani. La familia de ellos después nos conectó con la Conadep. En La Perla yo supe que ellos eran un matrimonio, que se habían casado hacía poco. A él lo torturaban adelante de ella, y ella gritaba...
Se trata de Humberto Caffani y de Mirta Ricchiardi, que era delegada del supermercado Tiburoncito. Ambos fueron secuestrados el 26 de febrero de 1976. Eran militantes sociales. Estaban construyendo un dispensario en un barrio obrero. Inés, la hermana de Humberto, contó durante su testimonio que “ellos creían en un socialismo cristiano”. La pareja se había casado el 17 de enero de ese año. Cuando se los llevaron, la horda de Menéndez se robó todo de la casa: “¡No dejaron ni la cama ni la heladera! ¡Hasta el vestido de novia de Mirta se llevaron!”, denunció Inés sacudiendo incrédula la cabeza aún después de tantos años. El vestido de novia fue un elemento más de tortura para la joven. Los torturadores se lo mostraron. “¿Sabés que me trajeron acá hasta con mi vestido de novia?”, alcanzó a decirle a Adriana Olivella, en un breve instante de diálogo que Adriana todavía padece.
Graciela señaló también “la discriminación nazi hacia los prisioneros judíos: nos dijeron que no habláramos con un muchacho que estaba en la cuadra. Después supe que era (Alberto Bournichón) el esposo de (la escritora María) Saleme de Bournichón, ellos decían que era sionistas”. Los días y noches que apenas podía distinguir a través de las vendas y la “conjuntivitis terrible que ardía en los ojos”, siguieron con los alaridos de las torturas y los quejidos de los lacerados. “Yo estaba desesperada por mis hermanos. Sabía que estaban vivos, que estaban ahí todavía. Cuando llega el 2 de abril nos hacen levantar, nos ponen uno al lado del otro y nos dicen que salíamos. ‘Vos dejate de joder con la música de protesta’, le dijeron a Juan José (el hermano que murió hace pocos años) y a los tres que nos olvidáramos de lo que habíamos visto ahí. Nos subieron a un auto... Me habían devuelto el camisón con el que me sacaron de mi casa y dejado un poncho que todavía guardo... Del auto nos tiraron en un charco. Cuando se fueron, me saqué la venda y estábamos en la esquina de mi casa... Me acuerdo de que al otro día fuimos a la comisaría (9ª) y quisimos denunciar, pero ahí nos dijeron ‘¿ustedes qué hacen acá? ¿No les dijeron que no digan nada?’. No había a quién pedirle ayuda. Nadie.”
Cien muertos
El 23 de mayo de 1976, domingo, los hermanos Olivella sintieron otra vez el miedo quemándoles el cuerpo: “Apareció por casa Antonio Maldonado, uno de los gendarmes de La Perla que había tratado bien a mi hermana Adriana. Adriana nos había hablado de él. Este hombre fue con su mujer y les pidió a nuestros padres llevarnos a la iglesia evangélica donde ellos asistían. Cuando íbamos en el auto, mi hermana le preguntó por Amanda Assadourian y él dijo, como si fuera normal, que ‘lamentablemente la habían ejecutado porque era líder de un grupo montonero’; y que nosotros éramos ‘un milagro’, ya que de unas cien personas que habían tenido (en la cuadra), solamente nosotros tres y dos más, un señor Torres y su mujer, habíamos salido con vida”. La mujer padece todavía la conmoción de esas cifras, y repite, como para sí misma: “Sí, desde el 23 de marzo al 23 de mayo, cien muertos según este hombre y nosotros estábamos vivos... ¡habíamos sobrevivido!”.
Antes de su testimonio, su hermana Adriana había contado sobre ese gendarme:
–¿Se acuerda del nombre? –le inquirió el juez Jaime Díaz Gavier.
–Totalmente, pero hoy tengo reparos... Esa persona siempre me trajo cigarrillos, hizo todo lo que no debía hacer... Uno creía que nos llevaban a bañar y nos dejaban solos, pero ellos entraban... Este gendarme fue respetuoso. No me espiaba... Una noche en un baño me dijo ‘sacate la venda’, me contó quién era, que tenía tres hijas, que era casado y que era evangelista. Los compañeros le decían el Evangelista y se llamaba o se llama Antonio Maldonado. Era corpulento, no muy alto... (De pronto la testigo enmudece, se detiene, respira.) Siento que lo traiciono... ¡Ay, Dios!”. (Se cubre el rostro con las manos.)
–No, no lo traiciona, está relatando que la trató bien, la consuela –le dice el juez.
La mujer llora. Sabe que la fiscalía lo llamará a declarar.
Antes de levantarse de su silla, Adriana pidió permiso al Tribunal para mostrar algo. Ante el silencio de la sala, desenrolló casi amorosamente una venda, una larga tira de tela amarillenta: “Es la que tuve puesta durante todo mi cautiverio. La guardé durante todos estos años con los algodones... No pude, no quise tirarla –dijo, como si se tratara de un cordón umbilical—. Estuvo en un rinconcito del ropero, junto con el poncho rojo que le pusieron a mi hermana. Fue de alguien. Queremos que lo tengan los familiares”. Alzó la venda, se la mostró a todos y a los represores: “Es la prueba de que ellos me pusieron esto. Es la prueba de que ellos sí hicieron todo lo que hicieron.”
La declaración de Graciela Olivella, secuestrada en 1976, aportó datos y nombres para reconstruir cómo comenzó a operar el campo de concentración que funcionó en Córdoba durante la dictadura. La preocupación del represor Luciano Benjamín Menéndez.
Por Marta Platía - Desde Córdoba
Con dificultad, como si el cuerpo encogido por sus 87 años hubiera acusado –al fin– el peso de sus nueve condenas por crímenes de lesa humanidad, el represor Luciano Benjamín Menéndez volvió a pararse frente al tribunal que lo juzga en Córdoba. La voz casi inaudible, el tono de mando a punto de esfumársele, pidió la palabra para defender lo único que parece importarle: el recuerdo –aun entre los sobrevivientes– de su otrora estampa de militar duro. “Quiero decir que yo siempre usé el uniforme de servicio con breeches y botas. Siempre. Y eso para demostrar que los testigos mienten. Mienten en todo.” ¿Los fusilamientos en masa y la quema de cadáveres en fosas comunes? ¿Las desapariciones? ¿Las torturas? ¿Las picanas en las vaginas de las mujeres embarazadas? ¿Las violaciones? ¿El robo de bebés? ¿El saqueo de bienes de los secuestrados? No. Eso no amerita el esfuerzo de sus huesos ni de sus palabras. El uniforme sí. Lo dicho por el testigo Ricardo Manuel Rodríguez Anido, quien afirmó haber visto a Menéndez en La Perla vestido de fajina, movilizaron su ira y las pocas fuerzas que parecen quedarle.
Con uniforme o no, Menéndez está acusado de ser el responsable máximo de los crímenes que se cometieron en ésta y otras diez provincias argentinas desde 1975, con la aparición del Comando Libertadores de América (CLA): una alianza de paramilitares, policías, el Ejército y su propia coordinación hasta pasado 1979. Con uniforme o no, este hombre que cumplió años el último 19 de junio –poco antes de su última condena en La Rioja por el asesinato de Enrique Angelelli– fue uno de los principales jerarcas de la mano de obra armada de la última dictadura.
La “inauguración”
La madrugada del 23 de marzo, Graciela Lucía Olivella y su hermana Adriana apenas habían alcanzado a dormirse. Preparaban una materia para rendir y así, entre los libros y el mate, las despertó la patota que irrumpió en la casa paterna del barrio Las Margaritas, destrozando puertas y ventanas. “A partir de ahora tu vida no vale nada. Estás en manos del Comando Libertadores de América. De acá no te salva nadie, ni Dios, ni jueces, ni tus padres, ni nadie”, recordó Graciela que le dijeron mientras la llevaban en auto, maniatada, hacia el campo que, mucho después, supo que era el Batallón 141.
Ahora tiene 59 años y es costurera. Con cierta tristeza, dice que lo padecido le impidió seguir su carrera universitaria; pero su verba precisa y su carácter le borran de inmediato cualquier sesgo de autocompasión. “A mí ya me habían agarrado en la calle unos policías de civil y me llevaron al D2 en 1974. Me acuerdo de que una mujer (la represora Graciela “Cuca” Antón) me dijo: ‘Esta va a ser una noche inolvidable para vos’. Me metieron en un baño, unos cuatro o cinco hombres me empezaron a golpear... me hicieron submarino... (Graciela optó por no detallar las vejaciones padecidas.) Esos días fueron determinantes en mi vida, en la de mis hermanos. Mis padres ya no nos dejaron salir más de casa. Sólo estudiábamos e íbamos a la facultad. Hasta esa madrugada.”
Esa madrugada fue la previa al golpe, cuando junto con sus hermanos Juan José y Adriana fueron arrancados de sus camas ante la desesperación de sus padres. Graciela y sus hermanos estuvieron un día en el 141, escuchando los gritos de otros a los que, como a ellos, habían sacado de sus hogares. Al otro día “nos llevaron a un lugar con yuyos altos, abrojos... Estaba vendada. Siempre vendada. Ahí sentí cómo golpeaban a un muchacho. Decían que había ido a Cuba. Y él gritaba que no, que era Francia... Nunca supe quién era. Después ya no lo escuché más. Eso ya era La Perla. Lo supimos después, cuando nos soltaron. Sabíamos que era un lugar amplio de techos altos. Tabicados y todo, nos dábamos cuenta por cómo se escuchaban las voces (Graciela habla a veces en plural. Ella y su hermana y su hermano parecen ser uno. La testigo casi no habla de lo que ella misma padeció. Intenta recordar nombres. Siente que está ahí para eso.) Nos pusieron a mí y a mi hermana junto a una chica que se llamaba Amanda Assadourian”.
–¿Cómo sabe que se llamaba así? –le preguntó el fiscal Facundo Trotta.
–Porque nos lo dijo. Nos bañamos juntas. También nos dijo que estaba embarazada de tres meses y que estaba con su novio.
–¿Dijo el nombre de su novio?
–No, no lo supe.
Amanda Assadourian había sido secuestrada el 25 de marzo, junto a su compañero René Caro y a Maximino Sánchez, que era un dirigente gremial cercano a René Salamanca, líder del Smata. Amanda continúa desaparecida. Su hermana Rosa fue asesinada el 2 de abril de ese año en un falso enfrentamiento, con Luis Mario Finger, frente al Hospital de Clínicas. René Caro sobrevivió a varios traslados, a la muerte.
La voz de Graciela Olivella se endurece cuando recuerda: “A la noche empezó a entrar gran cantidad de gente... A partir del 24, el lugar empezó a llenarse. Me acuerdo de que nos dijeron que había habido un golpe de Estado. Trajeron a un hombre... sentimos que lo estaban torturando. Le pedían su nombre de guerra. Y él decía que era Valverde (era el abogado Eduardo “Tero” Valverde, esposo de la abogada María Elena Mercado, quien luego integró la Conadep-Córdoba). Me acuerdo de que mientras lo golpeaban los gritos eran muy fuertes y entonces ponían la radio muy alta... También recuerdo que se escuchaba cantar por la radio a Alberto Cortez ‘Cuando un amigo se va’... (La mujer hace una pausa y toma agua, no quiere llorar). El fue muy torturado... Se quejaba. Lo dejaron tirado, muriéndose. Se lo llevaron al otro día y nunca más supimos de él”.
Valverde había sido funcionario del gobierno de Ricardo Obregón Cano. El mediodía del 24 de marzo fue citado. Debía presentarse en el Hospital Militar. Asistió. No tenía nada que ocultar. Nunca más regresó. Y su esposa –una de las fundadoras de Familiares de Desaparecidos en esta provincia– nunca dejó de buscarlo.
El testimonio de Graciela tuvo un inmenso valor para saber cómo arrancó la maquinaria de tortura, muerte y desaparición de La Perla. Ella es consciente de eso y se esforzó por detallar nombres y caras.
“Yo vi a Silvina Parodi (la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba) en La Perla. Fue en las duchas. Ahí nos pudimos sacar las vendas. No la conocía. Ella me dijo su nombre. Y también que estaba su marido, Daniel Orozco, que se habían conocido estudiando ciencias económicas. Silvina me dijo, en broma, que como el agua estaba fría tenía miedo de que se le saliera una patita... Tenía su panza de embarazada. Le pregunté de cuánto estaba, y me dijo que de seis meses y medio... Yo lamento mucho no poder decir más nada de ella. Se la llevaron”, dijo, y la cámara que registra el juicio tomó el rostro de Sonia Torres, que cerró los ojos y apretó sus labios –una vez más– para aguantar.
–¿Recuerda alguna otra pareja? –preguntó el fiscal.
–Sí, a una pareja que interrogaron mucho... El apellido era Caffani. La familia de ellos después nos conectó con la Conadep. En La Perla yo supe que ellos eran un matrimonio, que se habían casado hacía poco. A él lo torturaban adelante de ella, y ella gritaba...
Se trata de Humberto Caffani y de Mirta Ricchiardi, que era delegada del supermercado Tiburoncito. Ambos fueron secuestrados el 26 de febrero de 1976. Eran militantes sociales. Estaban construyendo un dispensario en un barrio obrero. Inés, la hermana de Humberto, contó durante su testimonio que “ellos creían en un socialismo cristiano”. La pareja se había casado el 17 de enero de ese año. Cuando se los llevaron, la horda de Menéndez se robó todo de la casa: “¡No dejaron ni la cama ni la heladera! ¡Hasta el vestido de novia de Mirta se llevaron!”, denunció Inés sacudiendo incrédula la cabeza aún después de tantos años. El vestido de novia fue un elemento más de tortura para la joven. Los torturadores se lo mostraron. “¿Sabés que me trajeron acá hasta con mi vestido de novia?”, alcanzó a decirle a Adriana Olivella, en un breve instante de diálogo que Adriana todavía padece.
Graciela señaló también “la discriminación nazi hacia los prisioneros judíos: nos dijeron que no habláramos con un muchacho que estaba en la cuadra. Después supe que era (Alberto Bournichón) el esposo de (la escritora María) Saleme de Bournichón, ellos decían que era sionistas”. Los días y noches que apenas podía distinguir a través de las vendas y la “conjuntivitis terrible que ardía en los ojos”, siguieron con los alaridos de las torturas y los quejidos de los lacerados. “Yo estaba desesperada por mis hermanos. Sabía que estaban vivos, que estaban ahí todavía. Cuando llega el 2 de abril nos hacen levantar, nos ponen uno al lado del otro y nos dicen que salíamos. ‘Vos dejate de joder con la música de protesta’, le dijeron a Juan José (el hermano que murió hace pocos años) y a los tres que nos olvidáramos de lo que habíamos visto ahí. Nos subieron a un auto... Me habían devuelto el camisón con el que me sacaron de mi casa y dejado un poncho que todavía guardo... Del auto nos tiraron en un charco. Cuando se fueron, me saqué la venda y estábamos en la esquina de mi casa... Me acuerdo de que al otro día fuimos a la comisaría (9ª) y quisimos denunciar, pero ahí nos dijeron ‘¿ustedes qué hacen acá? ¿No les dijeron que no digan nada?’. No había a quién pedirle ayuda. Nadie.”
Cien muertos
El 23 de mayo de 1976, domingo, los hermanos Olivella sintieron otra vez el miedo quemándoles el cuerpo: “Apareció por casa Antonio Maldonado, uno de los gendarmes de La Perla que había tratado bien a mi hermana Adriana. Adriana nos había hablado de él. Este hombre fue con su mujer y les pidió a nuestros padres llevarnos a la iglesia evangélica donde ellos asistían. Cuando íbamos en el auto, mi hermana le preguntó por Amanda Assadourian y él dijo, como si fuera normal, que ‘lamentablemente la habían ejecutado porque era líder de un grupo montonero’; y que nosotros éramos ‘un milagro’, ya que de unas cien personas que habían tenido (en la cuadra), solamente nosotros tres y dos más, un señor Torres y su mujer, habíamos salido con vida”. La mujer padece todavía la conmoción de esas cifras, y repite, como para sí misma: “Sí, desde el 23 de marzo al 23 de mayo, cien muertos según este hombre y nosotros estábamos vivos... ¡habíamos sobrevivido!”.
Antes de su testimonio, su hermana Adriana había contado sobre ese gendarme:
–¿Se acuerda del nombre? –le inquirió el juez Jaime Díaz Gavier.
–Totalmente, pero hoy tengo reparos... Esa persona siempre me trajo cigarrillos, hizo todo lo que no debía hacer... Uno creía que nos llevaban a bañar y nos dejaban solos, pero ellos entraban... Este gendarme fue respetuoso. No me espiaba... Una noche en un baño me dijo ‘sacate la venda’, me contó quién era, que tenía tres hijas, que era casado y que era evangelista. Los compañeros le decían el Evangelista y se llamaba o se llama Antonio Maldonado. Era corpulento, no muy alto... (De pronto la testigo enmudece, se detiene, respira.) Siento que lo traiciono... ¡Ay, Dios!”. (Se cubre el rostro con las manos.)
–No, no lo traiciona, está relatando que la trató bien, la consuela –le dice el juez.
La mujer llora. Sabe que la fiscalía lo llamará a declarar.
Antes de levantarse de su silla, Adriana pidió permiso al Tribunal para mostrar algo. Ante el silencio de la sala, desenrolló casi amorosamente una venda, una larga tira de tela amarillenta: “Es la que tuve puesta durante todo mi cautiverio. La guardé durante todos estos años con los algodones... No pude, no quise tirarla –dijo, como si se tratara de un cordón umbilical—. Estuvo en un rinconcito del ropero, junto con el poncho rojo que le pusieron a mi hermana. Fue de alguien. Queremos que lo tengan los familiares”. Alzó la venda, se la mostró a todos y a los represores: “Es la prueba de que ellos me pusieron esto. Es la prueba de que ellos sí hicieron todo lo que hicieron.”
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