“Fue un plan de aniquilamiento bien pensado”
Primatesta sabía todo lo que pasaba”En el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba, Susana Leda Barco contó cómo fue secuestrada en 1977 y mantenida en cautiverio hasta 1980. El interrogatorio a cargo de un represor que tenía su currículum y las sospechas sobre un alumno delator.
Por Marta Platía
“Mire, no siento odio. Para odiar hay que gastar tiempo, energía y la vida. Y nuestra vida no merece ser gastada en eso. Yo lo único que siento es desprecio, porque ofendieron la condición humana. La degradaron”, dijo ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 Susana Leda Barco, una profesora de Ciencias de la Educación y Filosofía que fue arrancada de su casa, de su cama, de su familia, la mañana del 4 de octubre de 1977.
Susana vivía en Villa María, al sur de la capital cordobesa, con su esposo y sus hijos, Fernando (de 12 años) y María Laura (de 8), cuando golpearon a su puerta: “Eran las seis y media de la mañana. Dijeron que eran del Tercer Cuerpo de Ejército. ‘Momento, que me pongo una bata’, contesté y mi marido me acompañó y abrimos. Eran cuatro. Uno de ellos dijo ser el capitán Wenceslao Clara. Me dijeron que me iban a llevar para hacerme unas preguntas. Hasta trajeron a dos vecinos para que firmaran un acta que, muchos años después, supe que decía que me llevaban para interrogar. Pedí que me dejaran despedirme de mis hijos. María Laura era chiquita y estaba asustada. Ambas recordamos que le dije que se portara bien y que hiciera sus tareas. Y mi hijo me preguntó por qué me llevaban, y le dije que para hacerme unas preguntas. ‘¿Y volvés rápido?’ Le dije que sí. Pero volví 3 años y 23 días después...”.
Hasta el 27 de octubre de 1980, cuando la liberaron en Devoto, Susana pasó por comisarías, un campo de concentración y la cárcel UP1, donde habían torturado y asesinado –arguyendo falsas fugas– a 31 presos políticos en 1976.
“Yo quiero decir que soy docente y que la docencia para mí no ha sido un empleo. Ser docente es mi modo de ser y estar en el mundo, y desde este lugar testifico”, se plantó ante el tribunal, plena de energía, tan elegante como rigurosa. Contó que la llevaron a la comisaría de Villa María. Que estuvo allí dos días y que la subieron a un auto para trasladarla a Córdoba. “Después de cruzar el puente de Río Segundo, pararon los vehículos. Me bajaron y el capitán Clara me dijo que me iba a vendar. Ahí vi a los soldados con las armas en la mano, adelante mío. Pensé en un fusilamiento. Y con gran ingenuidad le pregunté si vería a mi marido. Me dijo que sí. Le pedí que le dijera que lo quería mucho, y a mis hijos y a mi madre.” Pero no hubo disparos. La empujaron dentro del auto y, vendada, llegó a lo que luego supo que era el Campo de La Ribera.
Susana endureció el tono cuando recordó su primer encuentro con los interrogadores. La llevaron junto a Adriana Corsaletti. Tras las vendas escuchó “un golpe fuerte contra la mesa y el ruido de un grabador, de esos a carrete. Cada una con un interrogador distinto. Puede sonar loco, pero el que me tocó a mí lo hizo con mi curriculum vitae en mano. Le decían Coco. ¿En tal fecha dictó un curso de esto? ¿Otro sobre Paulo Freire? ¿Qué es ideología? Y yo le contestaba. Hasta que me interrogó sobre 1966 y ‘La noche de los bastones largos’”. Susana y un grupo de profesores de la Universidad Nacional de Córdoba habían protestado y fueron cesanteados de la Facultad de Filosofía.
La sobreviviente volvió entonces a una de las peores noches de su vida: “Me dejaron sola en la cuadra. Entonces lloré, pasé mi vida en cámara lenta y lloré... Me querían hacer callar, pero yo había abierto compuertas. Supe que mi marido me buscó, que estuvo a las puertas del Campo de La Ribera... Le dijeron que se fuera a punta de arma. Poco después me llevaron a un interrogatorio y me dieron una declaración para que firme. Y maestra, al fin, corregí los errores de ortografía... Me preguntaron para qué lo hacía. Y yo les dije: ‘Ya que accedo a firmar, corrijo’”.
Susana, como otras sobrevivientes, optó por no hablar de violaciones o vejaciones directas, pero sí quiso perfilar la perversión de los represores: “Una noche alguien se paró a los pies de mi colchón y se masturbó. Otra, me iluminaban mientras me bañaba. Yo pensé... ¡pobres tipos! Si para tener una mujer y sentir placer necesitan que uno esté en estas condiciones, son unos pobres tipos...”.
Como a muchas de las secuestradas, desde ese campo la trasladaron a la cárcel de Barrio San Martín, la UP1. “Ahí me revisó un médico que tenía el guardapolvo tan sucio que parecía salido de una carnicería –detalló sacudiendo la cabeza–. Era un lugar espantoso. Teníamos un camastro y un tacho de cinco litros como todo baño. No podíamos hacer labores, ni gimnasia... pero nos ingeniábamos para hacer agujas con los huesos que a veces venían en la sopa.”
“Sobrevivimos también por la solidaridad y la creatividad para no dejarnos vencer. Pero no era fácil –recordó Susana–; la primera vez que bajamos al patio, vimos los palos donde habían estaqueado (hasta matarlo) a (René) Moukarzel y también a Charo (López Muñoz).” El médico René Moukarzel había sido uno de los presos políticos de la cárcel. El represor Gustavo Adolfo Alsina se enfureció cuando lo vio recibir un paquete de sal de manos de un preso común. El 14 de julio de 1976, y con temperaturas bajo cero, lo estaqueó completamente desnudo en el patio del pabellón de mujeres. El mismo se encargó, en un asesinato cuasi artesanal, de arrojarle baldazos de agua fría. Moukarzel era un hombre fuerte, medía casi dos metros, pero era asmático. Sus esfuerzos por respirar, los estertores de su pecho se pudieron oír por toda la prisión. Fueron cientos de prisioneros los que escucharon su agonía, que duró casi veinte horas. Charo López Muñoz también fue estaqueada, aunque ella logró sobrevivir. Este mismo torturador hacía que sus compañeras le tiraran agua para hacerla sufrir aun más. Y ella, para evitar que las dañaran, les gritaba que hicieran lo que este ex teniente les ordenaba. Alsina fue condenado por estos y otros crímenes a prisión perpetua en cárcel común junto a Jorge Rafael Videla y a Luciano Benjamín Menéndez en 2010.
A Susana Leda Barco nunca le explicaron nada. Un día la sacaron de su celda y la llevaron a interrogatorio de vuelta al Campo de La Ribera. Ahí, uno de los secuaces de Menéndez, Carlos Alberto “HB” Díaz, integrante de la patota de La Perla, la interrogó entrada la noche. Antes pudo ver a “Bibiana Allerbon y a Mirta Dotti, que había sido alumna mía”. No bien la entraron tabicada a la oficina que oficiaba de sala de torturas e interrogatorios, escuchó de nuevo “la voz del Coco, que estaba enfurecido. Decía que yo le había mentido. Entonces me hizo oír la voz de un alumno mío de Villa María, Daniel Dreyer, de 18 años, que tenía problemas en una pierna. Lo golpeaban y le preguntan si yo le enseñaba marxismo. Me desesperé. Ellos le gritaban: ‘¡Pero vos en Villa María dijiste que enseñaba marxismo!’. Y él les decía: ‘Pero señor, lo que se dice en la tortura no cuenta’. Esa misma noche HB (el apodo con que lo bautizó la caterva de Menéndez eran las iniciales de “hincha bolas”) no sólo me interrogó por lo del currículum. A él le gustaba torturar psicológicamente. Me dijo: ‘Tenga en cuenta que su marido no la va a estar esperando cuando salga; que su tía se va a morir antes de que usted salga; que sus hijos no la van a reconocer’. No sólo el cuerpo: ellos también nos torturaban espiritualmente”.
Ese recuerdo la indignó. Se irguió en su silla y miró de modo breve, fulminante, a los represores –HB Díaz incluido– y dijo: “Afortunadamente se equivocó en todo; mi marido me esperó y sigo con él; mi Naná se murió veinte años después; y mis hijos me reconocieron”.
Quedó claro: ella, con su vida. Ellos, en la cárcel y acusados –o ya condenados– por crímenes de lesa humanidad. Susana no se detuvo: “Esto, señor juez, fue un plan de aniquilamiento bien pensado, asesorado por la Escuela de Panamá de los norteamericanos y por los franceses de la Armada Secreta (la OAS)”.
Alumno y delator
La fiscal Virginia Miguel Carmona le preguntó por qué creía que quien la interrogó tenía su currículum en mano.
–Mire, yo fui a buscar mi currículum a la facultad y vi a un ex alumno mío que se abrió el saco y me mostró un arma. Cuando yo entraba a la facultad, parecía el Mar Rojo: todos se abrían... y así pasé y retiré mi currículum. Lo había presentado para un concurso. El currículum estaba ahí.
–¿Cómo se llamaba ese ex alumno?
–Gabriel Pautasso. Lo nombro porque supe de su actuación posterior. Las preguntas que me hicieron eran en orden cronológico. Eso para mí era sorprendente...
El querellante Claudio Orosz le preguntó por Pautasso, y señaló que la otra profesora que podía hablar de este hombre, María Saleme de Burnichón, ya no está (murió hace pocos años y su marido Alberto está desaparecido).
–María, La Negra, la entrañable María Burnichón me comentó que cuando van a allanar y hacen volar su casa, estaba Pautasso. “Susana –me dijo–, Pautasso se dedicó a señalar los libros que le interesaban para llevárselos.” Ella me contó que esta persona estuvo en el allanamiento.
–¿Era bedel?
–No sé. Lo que sí sé es que lo echaron de la universidad.
–Luego de un juicio académico...
–¡Me hubiera gustado estar! –dice y golpea la mesa con su palma abierta–-. Sé que fue alumno mío el año que se casó, muy formalito vino a pedirme permiso para faltar a las clases. Claro que se lo di.
–¿El ya murió?
–No, está vivo.
Las preguntas rondan la sospecha de que este alumno Pautasso podría ser la persona que apuntaba o aclaraba temas al represor Coco, que interrogó a Susana varias veces.
–¿Este Coco tenía a alguien que decodificaba?
–Parece que sí. Me acuerdo de que cuando quise explicar algo, el Coco me dijo: ‘Usted no se preocupe que acá hay gente que entiende y lo va a explicar’. Pasaron unos días y el 30 de diciembre de 1977 me regresaron a la UP1. En el camino se atrevieron a manosearme.
El Coco al que la testigo aludió sería el represor Juan Carlos Damonte, un ex policía que perteneció a las patotas de La Perla y el Campo de La Ribera, y permaneció prófugo de la Justicia durante cuatro años, hasta que el último 10 de junio fue hallado y detenido en Trelew.
Primatesta sabía todo lo que pasaba”
El sacerdote tercermundista Víctor Acha, quien tuvo que exiliarse en Colombia durante la dictadura, le dijo al Tribunal que (el cardenal Raúl Francisco) Primatesta estaba al tanto de todo lo que sucedía en Córdoba durante el terrorismo de Estado: “Me allanaron la parroquia unas cinco veces –contó el religioso que tenía a cargo la capilla del paupérrimo asentamiento conocido como Villa El Libertador–, y directamente me prohibió que hiciera público lo que pasaba. Dijo que él se encargaba de todo personalmente y que lo hablaba con (el represor Luciano Benjamín) Menéndez. Para Acha todo comenzó a complicarse cuando una noche la patota se llevó al seminarista Gervasio Mecca. Su supuesto delito: haber conocido a un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Jorge Rossi, quien fuera asesinado en La Plata. El hijo de Rossi –quien también fue secuestrado junto a su mamá y llevado a La Perla cuando apenas era un nene de cuatro años– ya declaró en este juicio por el crimen y la desaparición de sus padres. Acha contó que mientras se llevaban al seminarista Mecca, la banda de torturadores le gritó que le pidiera “explicaciones al arzobispo”. El sacerdote lo hizo, pero Primatesta, como toda respuesta, “me prohibió que hiciera público lo del secuestro y los allanamientos” (Acha padeció una media docena). “Esto lo manejo yo, te prohíbo que lo hagas público”, le respondió quien fuera, además, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante más de veinte años.
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