Donde no murió nadie
Mientras forma una “comisión” de represores para tratar de moderar su situación legal señalando un lugar donde ya se encontraron cuerpos, Ernesto “el Nabo” Barreiro dijo lo increíble: que en La Perla “no murió nadie”. Pero los testimonios son clarísimos sobre las horribles muertes que sufrieron los prisioneros de ese campo de concentración.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Lo dijo Ernesto “el Nabo” Barreiro: “En La Perla no murió nadie”. Fue apenas un día después de entregar sin que nadie se lo pidiera una lista con 19 nombres de desaparecidos al Tribunal Oral Federal No 1, que lo juzga por crímenes de lesa humanidad, y de señalar los supuestos lugares donde los enterraron. “No murió nadie”, dijo, y en los oídos de cientos de víctimas –sobrevivientes, familiares y amigos de los desaparecidos– retumbaron los nombres de los suyos. De los que nunca volvieron. de los muertos.
Por ejemplo, el del albañil de Unquillo Justino “el Negro” Honores, que agonizó en plena cuadra de ese campo de concentración en brazos de otro prisionero, Eduardo Porta, que lo cuidó como pudo luego de una fatal mezcla de palos y picana. Era una técnica que practicaba con esmero y delectación Elpidio “Texas” Tejeda, un feroz torturador adiestrado, como Barreiro, en la Escuela de las Américas de Fort Gulik, Panamá. “Este cóctel inutiliza el sistema renal y hace que no puedas orinar, te sale como pasta dental, y sentís la muerte, hasta que finalmente te morís”, describió, entre espasmos de dolor y llanto, el sobreviviente Andrés Remondegui quien, gracias a su “juventud y cuerpo de deportista”, logró escapar a ese final que también mató al doctor Eduardo “Tero” Valverde. El abogado había sido funcionario del gobierno constitucional de Ricardo Obregón Cano. Su esposa María Elena Mercado nunca dejó de buscarlo. El día del golpe, Valverde se presentó “de inmediato” en el Hospital Aeronáutico de la Avenida Colón cuando supo que lo habían reclamado. No tenía nada que ocultar, le había dicho a un colega. “Lo mataron en La Perla en pocas horas”, atestiguó Graciela Olivella. Donde Barreiro dice que no murió nadie.
En esa misma cuadra, en diciembre de 1976, María Luz Mujica de Ruartes volvió a su niñez en una de las agonías más espeluznantes que relataron los sobrevivientes Cecilia Suzzara, Graciela Geuna, Piero Di Monte y Susana Sastre. “Estaba destruida y muy hinchada. Ella en su mente volvió a su niñez y pedía por su mamá. Nos turnábamos para hacer de madre, para acariciarla, acunarla o darla vuelta para que no sufriera tanto. La habían reventado en la tortura. La sacaron medio muerta y nunca más la vimos.” El médico Enrique Fernández Samar, de Buenos Aires, que había sido secuestrado con ella, murió poco después y por el mismo atroz, sistemático tormento.
Teresa “Tina” Meschiatti, una de las sobrevivientes cuyo testimonio es de los que se consideran más completos, ya que fue secuestrada en septiembre de 1976 y la liberaron casi a finales del ’78, fue picaneada en todo el cuerpo, pero especialmente en su zona genital. Le quemaron la vagina y las piernas “dándole máquina”, al punto de que cuando declaró en juicio contó y mostró que le quedaban marcas en las pantorrillas a más de 37 años de la tortura. “Tenía olor a podrido, a carne quemada. No me podía mover. Estaba hinchada y casi no podía respirar, y no sabía que era yo la que despedía ese hedor... En un momento ya no tenía voluntad de vivir.”
Piero Di Monte a su turno, repitió: “¡No es uno el que grita en la tortura, es el cuerpo! ¡Uno ya no puede controlarlo!”. Y señaló directamente a Barreiro como uno de los que lo picanearon a él y a su mujer, Graciela, embarazada de cinco meses en una parrilla en “la terapia intensiva”, como también llamaban los represores a la sala de torturas. Así o “la margarita”, por la forma de la punta de la picana. “Pensé que me moría, que no podría resistir cuando lo vi a Barreiro ir con la picana en la mano a torturar a mi esposa.” ¿Se le notaba el embarazo?, preguntó el fiscal. “Sí, tenía una pancita de cinco meses y un vestido con flores...”.
Di Monte, que se salvó de la muerte por su doble nacionalidad ítalo-argentina –un general con ansias de ser diplomático en Italia decidió atender el pedido de la embajada de ese país–, fue quien dio fe de la insistencia nacionalista de Barreiro en cuanto a los métodos de tortura utilizados: “Decía que no eran ni de los norteamericanos (la Escuela de las Américas, donde él había estudiado); ni de la Doctrina Francesa (de Roger Trinquier, que llegó al país de la mano del brigadier Alcides Aufranc, ya en 1959, al edificio Cóndor). Según él, acá se usaba un método criollo que él mismo había ideado. Barreiro nos puede dar cátedra de tortura. Es un experto en eso”, afirmó. En su banquillo, el represor sonreía y negaba con la cabeza.
Otra víctima que recordó “perfectamente” la cara de Barreiro durante sus tormentos fue Jorge De Breuil. “En el Campo de La Ribera, Barreiro me apaleó, y cuando estaba en el piso, me levantó la venda y me dijo en la cara ‘¿te gustó la orgía de sangre que hicimos con tu hermano?’.” La frase-tortura se refería al fusilamiento en un simulacro de fuga de Gustavo, su hermano menor de sólo 20 años. Una ejecución en la que también mataron a Higinio Toranzo y al abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja, de 35 (el padre del actual juez federal No 3 de Córdoba, homónimo de su padre y de su abuelo, también asesinado).
Una mujer destrozada
La brutal matanza de la joven madre Herminia Falik de Vergara, a quien la patota había atrapado en la parada de un ómnibus el mediodía del 24 de diciembre de 1976, y torturaron “de apuro, ya que querían ir a brindar con sus familiares en la Nochebuena”, es una de las heridas más profundas en los recuerdos de quienes lograron salir con vida del campo de concentración. Liliana Callizo no sólo contó en la sala al Tribunal lo que les vio hacer a Barreiro y a sus cómplices, sino que en una inspección ocular en La Perla señaló cada paso del recorrido “a la rastra y de la mano, por el que el Nabo me llevó a la Margarita”. Callizo señaló en la puerta de la sala de tortura –un cuarto pequeño, asfixiante, de techo muy bajo– donde la ubicaron cuando Barreiro le quitó la venda para que viera cómo masacraban a Falik de Vergara. Destacó las mangas “arremangadas” de la camisa del Nabo, su “transpiración” por el trabajo de matar. Y cómo el torturador y ahora miembro de la flamante “comisión” de reos que preside Barreiro, Luis Manzanelli, “con una picana en cada mano se había sentado en la cabecera de la parrilla” –el elástico de cama donde tenían atada desnuda a la víctima– para darle electricidad entre todos y matarla más rápido.
Callizo contó horrorizada que el cuerpo de la chica “se arqueaba y le salían chispas” porque además de las descargas eléctricas, le echaban baldazos de agua. Y que Herminia, a pesar de lo atroz del tormento, no les dijo nada. “Le preguntaban por el marido, dónde estaban sus hijas, y ella sólo gritó mis hijas no, mis hijas no.” Cuando la creyeron muerta, se fueron. La prisionera Servanda “Tita” Buitrago –una enfermera de cuarenta y pico de años a quien habían puesto a servir la comida a los demás cautivos– fue quien la vio morir. “Cuando entré más tarde, todavía estaba atada y viva, pobrecita... Le acaricié la frente y ella me dijo ‘gracias’. Y eso fue lo último antes de morirse... Tan chiquita y agradecida ¡y mirá lo que le habían hecho estos asesinos!”, se condolió casi cuarenta años después en su testimonio por videoconferencia desde el Chaco. “¡Todos torturaban, todos mataban, todos violaban! ¡Era lo único que sabían hacer estos desgraciados!”, acusó la mujer ahora de 86 años. Entre los imputados, hubo alguno que hasta bajó la cabeza ante los insultos. Fue el caso de Exequiel “Rulo” Acosta, quien acostumbraba contarle sus “cuitas” a Tita, la prisionera a la que muchos llaman “la mamá” de La Perla.
Huesitos y batitas
Otro que no se privó de insultarlos fue el arriero José Julián Solanille. “Sinvergüenzas, hijos de mala madre”, los descalificó una y otra vez el único testigo que afirmó haber visto con sus propios ojos a Luciano Benjamín Menéndez “al frente de un pelotón de fusilamiento” que asesinó, al borde de una gigantesca fosa común, a un centenar de jóvenes “atados de pies y manos”. Solanille era empleado del dueño de un campo cercano a La Perla y atravesaba la zona cuidando animales. “Eran todos asesinos, torturadores”, aseguró el hombre que dijo haber contado “más de 200 pozos” de enterramientos clandestinos en el predio de La Perla.
En su testimonio también recordó cuando escuchó por primera vez el apodo de Barreiro. “Fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria. Me acuerdo de que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían, y este señor dejaba a la señora, que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo con un termo y estaba cerquita de la cárcel (así llamó todo el tiempo al edificio donde se torturaba). Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de chicas... Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de las putas esas’.” En la audiencia, Barreiro se rió echando la cabeza atrás como si hubiese escuchado el mejor de los chistes. Pero su mano izquierda lo traicionó: le temblaba hiperkinética, sin parar, sobre la rodilla. El hombre dijo haber escuchado tiros y luego el silencio, como le anunció la mujer.
En La Perla, “donde no murió nadie”, el arriero vio arrojar “los cuerpos de dos chicas desde un helicóptero el 3 de mayo de 1976”. Y en su propia casa, a unos 500 metros del campo de tortura, sintió “el olor a carne quemada de los pozos donde tiraban a la gente. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa. Era insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible”. En su relato también recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha “huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Y ahí fue cuando el enorme hombre que es todavía don Solanille, se quebró. Se cubrió los ojos con una de sus manos y sollozó: “Perdónenme Abuelas, pero la perrita traía manitos, bracitos, batitas celestes y rosas...”
–¿Y cómo sabe usted que eran huesos de seres humanos y no de animales? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.
–Porque soy hombre de campo, señor –respondió con firmeza–. Y sé distinguir cuando son huesos de animal o de cristianos. Y éstos eran de cristianos.
Uno de los tres cómplices de Barreiro en la “comisión para colaborar con la investigación” en este juicio, es Luis “Cogote de violín” Manzanelli. También con veleidades de profesor de historia, como su jefe, varios sobrevivientes lo señalaron como un tipo “que parecía tranquilo y de repente era una máquina de torturar”. Un gendarme llegado desde Orán para testificar, Carlos Beltrán, detalló una escena que sucedió en los descampados de La Perla. “Manzanelli, el del ‘cogote torcido’, me ordenó que le dispara a una pareja. Yo me negué. Le dije que entré a Gendarmería a cuidar las fronteras de mi patria, no a matar gente”. Según Beltrán, enloquecido por la ira, el propio Manzanelli los mató. “Les dio un tiro a cada uno. Primero al muchacho, al que le habían hecho cavar el pozo, y después a la chica que estaba embarazada y tenía una panza como de ocho meses. Fue horrible porque ella volvió a levantarse y él la remató a tiros”, describió espantado. Luego contó cómo los rociaron “con nafta, los quemaron y los taparon con tierra” en la oscuridad de los campos que rodean a La Perla. El muchacho fue echado de la Gendarmería por negarse a cumplir la orden.
El otro integrante, Héctor “Palito” Romero, se hizo “famoso” entre la caterva por su uso del “amansalocos”, como le llamaban al palo que usaba para torturar. Cecilia Suzzara contó cómo “torturó a David Colman en la primera oficina de La Perla. Las paredes –que luego debían limpiar los prisioneros utilizados como mano de obra esclava para todo servicio– quedaron manchadas con su sangre”.
De José Hugo “Quequeque” Herrera, hay –como de casi todos ellos– decenas de crímenes y perversiones que los incriminan. Pero en su caso se destaca el perfil de violador consuetudinario. Liliana Callizo, que fue una de sus víctimas, lo reconoció y señaló sin “ninguna duda” ante el Tribunal.
Los detalles de crímenes y vejámenes que cometieron –y de los que no se arrepienten– laceran lo esencial de la especie humana, y en los dos años que lleva este juicio se han escuchado ya 430 testimonios en 197 audiencias.
En los predios La Perla el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) encontró restos óseos humanos el 21 de octubre pasado. Y siguen encontrando restos. La integrante del equipo Anahí Ginarte le dijo a Página/12 que “es zarandear tierra de los hornos (de cal de la estancia La Ochoa, donde descansaba Menéndez los fines de semana) y encontrar huesos”.
Mientras forma una “comisión” de represores para tratar de moderar su situación legal señalando un lugar donde ya se encontraron cuerpos, Ernesto “el Nabo” Barreiro dijo lo increíble: que en La Perla “no murió nadie”. Pero los testimonios son clarísimos sobre las horribles muertes que sufrieron los prisioneros de ese campo de concentración.
Por Marta Platía
Desde Córdoba
Lo dijo Ernesto “el Nabo” Barreiro: “En La Perla no murió nadie”. Fue apenas un día después de entregar sin que nadie se lo pidiera una lista con 19 nombres de desaparecidos al Tribunal Oral Federal No 1, que lo juzga por crímenes de lesa humanidad, y de señalar los supuestos lugares donde los enterraron. “No murió nadie”, dijo, y en los oídos de cientos de víctimas –sobrevivientes, familiares y amigos de los desaparecidos– retumbaron los nombres de los suyos. De los que nunca volvieron. de los muertos.
Por ejemplo, el del albañil de Unquillo Justino “el Negro” Honores, que agonizó en plena cuadra de ese campo de concentración en brazos de otro prisionero, Eduardo Porta, que lo cuidó como pudo luego de una fatal mezcla de palos y picana. Era una técnica que practicaba con esmero y delectación Elpidio “Texas” Tejeda, un feroz torturador adiestrado, como Barreiro, en la Escuela de las Américas de Fort Gulik, Panamá. “Este cóctel inutiliza el sistema renal y hace que no puedas orinar, te sale como pasta dental, y sentís la muerte, hasta que finalmente te morís”, describió, entre espasmos de dolor y llanto, el sobreviviente Andrés Remondegui quien, gracias a su “juventud y cuerpo de deportista”, logró escapar a ese final que también mató al doctor Eduardo “Tero” Valverde. El abogado había sido funcionario del gobierno constitucional de Ricardo Obregón Cano. Su esposa María Elena Mercado nunca dejó de buscarlo. El día del golpe, Valverde se presentó “de inmediato” en el Hospital Aeronáutico de la Avenida Colón cuando supo que lo habían reclamado. No tenía nada que ocultar, le había dicho a un colega. “Lo mataron en La Perla en pocas horas”, atestiguó Graciela Olivella. Donde Barreiro dice que no murió nadie.
En esa misma cuadra, en diciembre de 1976, María Luz Mujica de Ruartes volvió a su niñez en una de las agonías más espeluznantes que relataron los sobrevivientes Cecilia Suzzara, Graciela Geuna, Piero Di Monte y Susana Sastre. “Estaba destruida y muy hinchada. Ella en su mente volvió a su niñez y pedía por su mamá. Nos turnábamos para hacer de madre, para acariciarla, acunarla o darla vuelta para que no sufriera tanto. La habían reventado en la tortura. La sacaron medio muerta y nunca más la vimos.” El médico Enrique Fernández Samar, de Buenos Aires, que había sido secuestrado con ella, murió poco después y por el mismo atroz, sistemático tormento.
Teresa “Tina” Meschiatti, una de las sobrevivientes cuyo testimonio es de los que se consideran más completos, ya que fue secuestrada en septiembre de 1976 y la liberaron casi a finales del ’78, fue picaneada en todo el cuerpo, pero especialmente en su zona genital. Le quemaron la vagina y las piernas “dándole máquina”, al punto de que cuando declaró en juicio contó y mostró que le quedaban marcas en las pantorrillas a más de 37 años de la tortura. “Tenía olor a podrido, a carne quemada. No me podía mover. Estaba hinchada y casi no podía respirar, y no sabía que era yo la que despedía ese hedor... En un momento ya no tenía voluntad de vivir.”
Piero Di Monte a su turno, repitió: “¡No es uno el que grita en la tortura, es el cuerpo! ¡Uno ya no puede controlarlo!”. Y señaló directamente a Barreiro como uno de los que lo picanearon a él y a su mujer, Graciela, embarazada de cinco meses en una parrilla en “la terapia intensiva”, como también llamaban los represores a la sala de torturas. Así o “la margarita”, por la forma de la punta de la picana. “Pensé que me moría, que no podría resistir cuando lo vi a Barreiro ir con la picana en la mano a torturar a mi esposa.” ¿Se le notaba el embarazo?, preguntó el fiscal. “Sí, tenía una pancita de cinco meses y un vestido con flores...”.
Di Monte, que se salvó de la muerte por su doble nacionalidad ítalo-argentina –un general con ansias de ser diplomático en Italia decidió atender el pedido de la embajada de ese país–, fue quien dio fe de la insistencia nacionalista de Barreiro en cuanto a los métodos de tortura utilizados: “Decía que no eran ni de los norteamericanos (la Escuela de las Américas, donde él había estudiado); ni de la Doctrina Francesa (de Roger Trinquier, que llegó al país de la mano del brigadier Alcides Aufranc, ya en 1959, al edificio Cóndor). Según él, acá se usaba un método criollo que él mismo había ideado. Barreiro nos puede dar cátedra de tortura. Es un experto en eso”, afirmó. En su banquillo, el represor sonreía y negaba con la cabeza.
Otra víctima que recordó “perfectamente” la cara de Barreiro durante sus tormentos fue Jorge De Breuil. “En el Campo de La Ribera, Barreiro me apaleó, y cuando estaba en el piso, me levantó la venda y me dijo en la cara ‘¿te gustó la orgía de sangre que hicimos con tu hermano?’.” La frase-tortura se refería al fusilamiento en un simulacro de fuga de Gustavo, su hermano menor de sólo 20 años. Una ejecución en la que también mataron a Higinio Toranzo y al abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja, de 35 (el padre del actual juez federal No 3 de Córdoba, homónimo de su padre y de su abuelo, también asesinado).
Una mujer destrozada
La brutal matanza de la joven madre Herminia Falik de Vergara, a quien la patota había atrapado en la parada de un ómnibus el mediodía del 24 de diciembre de 1976, y torturaron “de apuro, ya que querían ir a brindar con sus familiares en la Nochebuena”, es una de las heridas más profundas en los recuerdos de quienes lograron salir con vida del campo de concentración. Liliana Callizo no sólo contó en la sala al Tribunal lo que les vio hacer a Barreiro y a sus cómplices, sino que en una inspección ocular en La Perla señaló cada paso del recorrido “a la rastra y de la mano, por el que el Nabo me llevó a la Margarita”. Callizo señaló en la puerta de la sala de tortura –un cuarto pequeño, asfixiante, de techo muy bajo– donde la ubicaron cuando Barreiro le quitó la venda para que viera cómo masacraban a Falik de Vergara. Destacó las mangas “arremangadas” de la camisa del Nabo, su “transpiración” por el trabajo de matar. Y cómo el torturador y ahora miembro de la flamante “comisión” de reos que preside Barreiro, Luis Manzanelli, “con una picana en cada mano se había sentado en la cabecera de la parrilla” –el elástico de cama donde tenían atada desnuda a la víctima– para darle electricidad entre todos y matarla más rápido.
Callizo contó horrorizada que el cuerpo de la chica “se arqueaba y le salían chispas” porque además de las descargas eléctricas, le echaban baldazos de agua. Y que Herminia, a pesar de lo atroz del tormento, no les dijo nada. “Le preguntaban por el marido, dónde estaban sus hijas, y ella sólo gritó mis hijas no, mis hijas no.” Cuando la creyeron muerta, se fueron. La prisionera Servanda “Tita” Buitrago –una enfermera de cuarenta y pico de años a quien habían puesto a servir la comida a los demás cautivos– fue quien la vio morir. “Cuando entré más tarde, todavía estaba atada y viva, pobrecita... Le acaricié la frente y ella me dijo ‘gracias’. Y eso fue lo último antes de morirse... Tan chiquita y agradecida ¡y mirá lo que le habían hecho estos asesinos!”, se condolió casi cuarenta años después en su testimonio por videoconferencia desde el Chaco. “¡Todos torturaban, todos mataban, todos violaban! ¡Era lo único que sabían hacer estos desgraciados!”, acusó la mujer ahora de 86 años. Entre los imputados, hubo alguno que hasta bajó la cabeza ante los insultos. Fue el caso de Exequiel “Rulo” Acosta, quien acostumbraba contarle sus “cuitas” a Tita, la prisionera a la que muchos llaman “la mamá” de La Perla.
Huesitos y batitas
Otro que no se privó de insultarlos fue el arriero José Julián Solanille. “Sinvergüenzas, hijos de mala madre”, los descalificó una y otra vez el único testigo que afirmó haber visto con sus propios ojos a Luciano Benjamín Menéndez “al frente de un pelotón de fusilamiento” que asesinó, al borde de una gigantesca fosa común, a un centenar de jóvenes “atados de pies y manos”. Solanille era empleado del dueño de un campo cercano a La Perla y atravesaba la zona cuidando animales. “Eran todos asesinos, torturadores”, aseguró el hombre que dijo haber contado “más de 200 pozos” de enterramientos clandestinos en el predio de La Perla.
En su testimonio también recordó cuando escuchó por primera vez el apodo de Barreiro. “Fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria. Me acuerdo de que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían, y este señor dejaba a la señora, que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo con un termo y estaba cerquita de la cárcel (así llamó todo el tiempo al edificio donde se torturaba). Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de chicas... Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de las putas esas’.” En la audiencia, Barreiro se rió echando la cabeza atrás como si hubiese escuchado el mejor de los chistes. Pero su mano izquierda lo traicionó: le temblaba hiperkinética, sin parar, sobre la rodilla. El hombre dijo haber escuchado tiros y luego el silencio, como le anunció la mujer.
En La Perla, “donde no murió nadie”, el arriero vio arrojar “los cuerpos de dos chicas desde un helicóptero el 3 de mayo de 1976”. Y en su propia casa, a unos 500 metros del campo de tortura, sintió “el olor a carne quemada de los pozos donde tiraban a la gente. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa. Era insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible”. En su relato también recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha “huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Y ahí fue cuando el enorme hombre que es todavía don Solanille, se quebró. Se cubrió los ojos con una de sus manos y sollozó: “Perdónenme Abuelas, pero la perrita traía manitos, bracitos, batitas celestes y rosas...”
–¿Y cómo sabe usted que eran huesos de seres humanos y no de animales? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.
–Porque soy hombre de campo, señor –respondió con firmeza–. Y sé distinguir cuando son huesos de animal o de cristianos. Y éstos eran de cristianos.
Uno de los tres cómplices de Barreiro en la “comisión para colaborar con la investigación” en este juicio, es Luis “Cogote de violín” Manzanelli. También con veleidades de profesor de historia, como su jefe, varios sobrevivientes lo señalaron como un tipo “que parecía tranquilo y de repente era una máquina de torturar”. Un gendarme llegado desde Orán para testificar, Carlos Beltrán, detalló una escena que sucedió en los descampados de La Perla. “Manzanelli, el del ‘cogote torcido’, me ordenó que le dispara a una pareja. Yo me negué. Le dije que entré a Gendarmería a cuidar las fronteras de mi patria, no a matar gente”. Según Beltrán, enloquecido por la ira, el propio Manzanelli los mató. “Les dio un tiro a cada uno. Primero al muchacho, al que le habían hecho cavar el pozo, y después a la chica que estaba embarazada y tenía una panza como de ocho meses. Fue horrible porque ella volvió a levantarse y él la remató a tiros”, describió espantado. Luego contó cómo los rociaron “con nafta, los quemaron y los taparon con tierra” en la oscuridad de los campos que rodean a La Perla. El muchacho fue echado de la Gendarmería por negarse a cumplir la orden.
El otro integrante, Héctor “Palito” Romero, se hizo “famoso” entre la caterva por su uso del “amansalocos”, como le llamaban al palo que usaba para torturar. Cecilia Suzzara contó cómo “torturó a David Colman en la primera oficina de La Perla. Las paredes –que luego debían limpiar los prisioneros utilizados como mano de obra esclava para todo servicio– quedaron manchadas con su sangre”.
De José Hugo “Quequeque” Herrera, hay –como de casi todos ellos– decenas de crímenes y perversiones que los incriminan. Pero en su caso se destaca el perfil de violador consuetudinario. Liliana Callizo, que fue una de sus víctimas, lo reconoció y señaló sin “ninguna duda” ante el Tribunal.
Los detalles de crímenes y vejámenes que cometieron –y de los que no se arrepienten– laceran lo esencial de la especie humana, y en los dos años que lleva este juicio se han escuchado ya 430 testimonios en 197 audiencias.
En los predios La Perla el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) encontró restos óseos humanos el 21 de octubre pasado. Y siguen encontrando restos. La integrante del equipo Anahí Ginarte le dijo a Página/12 que “es zarandear tierra de los hornos (de cal de la estancia La Ochoa, donde descansaba Menéndez los fines de semana) y encontrar huesos”.