viernes, 19 de diciembre de 2014

Los testimonios del horror de la tortura y los asesinatos en la La Perla

Donde no murió nadie

Mientras forma una “comisión” de represores para tratar de moderar su situación legal señalando un lugar donde ya se encontraron cuerpos, Ernesto “el Nabo” Barreiro dijo lo increíble: que en La Perla “no murió nadie”. Pero los testimonios son clarísimos sobre las horribles muertes que sufrieron los prisioneros de ese campo de concentración.

 Por Marta Platía

Desde Córdoba

Lo dijo Ernesto “el Nabo” Barreiro: “En La Perla no murió nadie”. Fue apenas un día después de entregar sin que nadie se lo pidiera una lista con 19 nombres de desaparecidos al Tribunal Oral Federal No 1, que lo juzga por crímenes de lesa humanidad, y de señalar los supuestos lugares donde los enterraron. “No murió nadie”, dijo, y en los oídos de cientos de víctimas –sobrevivientes, familiares y amigos de los desaparecidos– retumbaron los nombres de los suyos. De los que nunca volvieron. de los muertos.

Por ejemplo, el del albañil de Unquillo Justino “el Negro” Honores, que agonizó en plena cuadra de ese campo de concentración en brazos de otro prisionero, Eduardo Porta, que lo cuidó como pudo luego de una fatal mezcla de palos y picana. Era una técnica que practicaba con esmero y delectación Elpidio “Texas” Tejeda, un feroz torturador adiestrado, como Barreiro, en la Escuela de las Américas de Fort Gulik, Panamá. “Este cóctel inutiliza el sistema renal y hace que no puedas orinar, te sale como pasta dental, y sentís la muerte, hasta que finalmente te morís”, describió, entre espasmos de dolor y llanto, el sobreviviente Andrés Remondegui quien, gracias a su “juventud y cuerpo de deportista”, logró escapar a ese final que también mató al doctor Eduardo “Tero” Valverde. El abogado había sido funcionario del gobierno constitucional de Ricardo Obregón Cano. Su esposa María Elena Mercado nunca dejó de buscarlo. El día del golpe, Valverde se presentó “de inmediato” en el Hospital Aeronáutico de la Avenida Colón cuando supo que lo habían reclamado. No tenía nada que ocultar, le había dicho a un colega. “Lo mataron en La Perla en pocas horas”, atestiguó Graciela Olivella. Donde Barreiro dice que no murió nadie.

En esa misma cuadra, en diciembre de 1976, María Luz Mujica de Ruartes volvió a su niñez en una de las agonías más espeluznantes que relataron los sobrevivientes Cecilia Suzzara, Graciela Geuna, Piero Di Monte y Susana Sastre. “Estaba destruida y muy hinchada. Ella en su mente volvió a su niñez y pedía por su mamá. Nos turnábamos para hacer de madre, para acariciarla, acunarla o darla vuelta para que no sufriera tanto. La habían reventado en la tortura. La sacaron medio muerta y nunca más la vimos.” El médico Enrique Fernández Samar, de Buenos Aires, que había sido secuestrado con ella, murió poco después y por el mismo atroz, sistemático tormento.

Teresa “Tina” Meschiatti, una de las sobrevivientes cuyo testimonio es de los que se consideran más completos, ya que fue secuestrada en septiembre de 1976 y la liberaron casi a finales del ’78, fue picaneada en todo el cuerpo, pero especialmente en su zona genital. Le quemaron la vagina y las piernas “dándole máquina”, al punto de que cuando declaró en juicio contó y mostró que le quedaban marcas en las pantorrillas a más de 37 años de la tortura. “Tenía olor a podrido, a carne quemada. No me podía mover. Estaba hinchada y casi no podía respirar, y no sabía que era yo la que despedía ese hedor... En un momento ya no tenía voluntad de vivir.”

Piero Di Monte a su turno, repitió: “¡No es uno el que grita en la tortura, es el cuerpo! ¡Uno ya no puede controlarlo!”. Y señaló directamente a Barreiro como uno de los que lo picanearon a él y a su mujer, Graciela, embarazada de cinco meses en una parrilla en “la terapia intensiva”, como también llamaban los represores a la sala de torturas. Así o “la margarita”, por la forma de la punta de la picana. “Pensé que me moría, que no podría resistir cuando lo vi a Barreiro ir con la picana en la mano a torturar a mi esposa.” ¿Se le notaba el embarazo?, preguntó el fiscal. “Sí, tenía una pancita de cinco meses y un vestido con flores...”.

Di Monte, que se salvó de la muerte por su doble nacionalidad ítalo-argentina –un general con ansias de ser diplomático en Italia decidió atender el pedido de la embajada de ese país–, fue quien dio fe de la insistencia nacionalista de Barreiro en cuanto a los métodos de tortura utilizados: “Decía que no eran ni de los norteamericanos (la Escuela de las Américas, donde él había estudiado); ni de la Doctrina Francesa (de Roger Trinquier, que llegó al país de la mano del brigadier Alcides Aufranc, ya en 1959, al edificio Cóndor). Según él, acá se usaba un método criollo que él mismo había ideado. Barreiro nos puede dar cátedra de tortura. Es un experto en eso”, afirmó. En su banquillo, el represor sonreía y negaba con la cabeza.

Otra víctima que recordó “perfectamente” la cara de Barreiro durante sus tormentos fue Jorge De Breuil. “En el Campo de La Ribera, Barreiro me apaleó, y cuando estaba en el piso, me levantó la venda y me dijo en la cara ‘¿te gustó la orgía de sangre que hicimos con tu hermano?’.” La frase-tortura se refería al fusilamiento en un simulacro de fuga de Gustavo, su hermano menor de sólo 20 años. Una ejecución en la que también mataron a Higinio Toranzo y al abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja, de 35 (el padre del actual juez federal No 3 de Córdoba, homónimo de su padre y de su abuelo, también asesinado).
Una mujer destrozada

La brutal matanza de la joven madre Herminia Falik de Vergara, a quien la patota había atrapado en la parada de un ómnibus el mediodía del 24 de diciembre de 1976, y torturaron “de apuro, ya que querían ir a brindar con sus familiares en la Nochebuena”, es una de las heridas más profundas en los recuerdos de quienes lograron salir con vida del campo de concentración. Liliana Callizo no sólo contó en la sala al Tribunal lo que les vio hacer a Barreiro y a sus cómplices, sino que en una inspección ocular en La Perla señaló cada paso del recorrido “a la rastra y de la mano, por el que el Nabo me llevó a la Margarita”. Callizo señaló en la puerta de la sala de tortura –un cuarto pequeño, asfixiante, de techo muy bajo– donde la ubicaron cuando Barreiro le quitó la venda para que viera cómo masacraban a Falik de Vergara. Destacó las mangas “arremangadas” de la camisa del Nabo, su “transpiración” por el trabajo de matar. Y cómo el torturador y ahora miembro de la flamante “comisión” de reos que preside Barreiro, Luis Manzanelli, “con una picana en cada mano se había sentado en la cabecera de la parrilla” –el elástico de cama donde tenían atada desnuda a la víctima– para darle electricidad entre todos y matarla más rápido.

Callizo contó horrorizada que el cuerpo de la chica “se arqueaba y le salían chispas” porque además de las descargas eléctricas, le echaban baldazos de agua. Y que Herminia, a pesar de lo atroz del tormento, no les dijo nada. “Le preguntaban por el marido, dónde estaban sus hijas, y ella sólo gritó mis hijas no, mis hijas no.” Cuando la creyeron muerta, se fueron. La prisionera Servanda “Tita” Buitrago –una enfermera de cuarenta y pico de años a quien habían puesto a servir la comida a los demás cautivos– fue quien la vio morir. “Cuando entré más tarde, todavía estaba atada y viva, pobrecita... Le acaricié la frente y ella me dijo ‘gracias’. Y eso fue lo último antes de morirse... Tan chiquita y agradecida ¡y mirá lo que le habían hecho estos asesinos!”, se condolió casi cuarenta años después en su testimonio por videoconferencia desde el Chaco. “¡Todos torturaban, todos mataban, todos violaban! ¡Era lo único que sabían hacer estos desgraciados!”, acusó la mujer ahora de 86 años. Entre los imputados, hubo alguno que hasta bajó la cabeza ante los insultos. Fue el caso de Exequiel “Rulo” Acosta, quien acostumbraba contarle sus “cuitas” a Tita, la prisionera a la que muchos llaman “la mamá” de La Perla.
Huesitos y batitas

Otro que no se privó de insultarlos fue el arriero José Julián Solanille. “Sinvergüenzas, hijos de mala madre”, los descalificó una y otra vez el único testigo que afirmó haber visto con sus propios ojos a Luciano Benjamín Menéndez “al frente de un pelotón de fusilamiento” que asesinó, al borde de una gigantesca fosa común, a un centenar de jóvenes “atados de pies y manos”. Solanille era empleado del dueño de un campo cercano a La Perla y atravesaba la zona cuidando animales. “Eran todos asesinos, torturadores”, aseguró el hombre que dijo haber contado “más de 200 pozos” de enterramientos clandestinos en el predio de La Perla.

En su testimonio también recordó cuando escuchó por primera vez el apodo de Barreiro. “Fue por boca de la mujer de un paracaidista de apellido Baigorria. Me acuerdo de que el marido tenía un Chevy amarillo. Venían, y este señor dejaba a la señora, que era muy linda, en mi casa. Una vez ella salió al campo con un termo y estaba cerquita de la cárcel (así llamó todo el tiempo al edificio donde se torturaba). Se sentían gritos. Se escuchaban muchos gritos de chicas... Entonces los dos vimos pasar a Barreiro como a unos ocho metros. Ella me dijo entonces ‘ahí va el Nabo. Vas a ver cómo se va a acabar el griterío de las putas esas’.” En la audiencia, Barreiro se rió echando la cabeza atrás como si hubiese escuchado el mejor de los chistes. Pero su mano izquierda lo traicionó: le temblaba hiperkinética, sin parar, sobre la rodilla. El hombre dijo haber escuchado tiros y luego el silencio, como le anunció la mujer.

En La Perla, “donde no murió nadie”, el arriero vio arrojar “los cuerpos de dos chicas desde un helicóptero el 3 de mayo de 1976”. Y en su propia casa, a unos 500 metros del campo de tortura, sintió “el olor a carne quemada de los pozos donde tiraban a la gente. El humo con ese olor espantoso se vino para mi casa. Era insoportable. Mi mujer y mis hijos se quejaban. Era horrible”. En su relato también recordó cuando una perrita que tenía comenzó a llevar a la cucha “huesos chiquitos, cabecitas muy chiquitas...”. Y ahí fue cuando el enorme hombre que es todavía don Solanille, se quebró. Se cubrió los ojos con una de sus manos y sollozó: “Perdónenme Abuelas, pero la perrita traía manitos, bracitos, batitas celestes y rosas...”

–¿Y cómo sabe usted que eran huesos de seres humanos y no de animales? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.

–Porque soy hombre de campo, señor –respondió con firmeza–. Y sé distinguir cuando son huesos de animal o de cristianos. Y éstos eran de cristianos.

Uno de los tres cómplices de Barreiro en la “comisión para colaborar con la investigación” en este juicio, es Luis “Cogote de violín” Manzanelli. También con veleidades de profesor de historia, como su jefe, varios sobrevivientes lo señalaron como un tipo “que parecía tranquilo y de repente era una máquina de torturar”. Un gendarme llegado desde Orán para testificar, Carlos Beltrán, detalló una escena que sucedió en los descampados de La Perla. “Manzanelli, el del ‘cogote torcido’, me ordenó que le dispara a una pareja. Yo me negué. Le dije que entré a Gendarmería a cuidar las fronteras de mi patria, no a matar gente”. Según Beltrán, enloquecido por la ira, el propio Manzanelli los mató. “Les dio un tiro a cada uno. Primero al muchacho, al que le habían hecho cavar el pozo, y después a la chica que estaba embarazada y tenía una panza como de ocho meses. Fue horrible porque ella volvió a levantarse y él la remató a tiros”, describió espantado. Luego contó cómo los rociaron “con nafta, los quemaron y los taparon con tierra” en la oscuridad de los campos que rodean a La Perla. El muchacho fue echado de la Gendarmería por negarse a cumplir la orden.

El otro integrante, Héctor “Palito” Romero, se hizo “famoso” entre la caterva por su uso del “amansalocos”, como le llamaban al palo que usaba para torturar. Cecilia Suzzara contó cómo “torturó a David Colman en la primera oficina de La Perla. Las paredes –que luego debían limpiar los prisioneros utilizados como mano de obra esclava para todo servicio– quedaron manchadas con su sangre”.

De José Hugo “Quequeque” Herrera, hay –como de casi todos ellos– decenas de crímenes y perversiones que los incriminan. Pero en su caso se destaca el perfil de violador consuetudinario. Liliana Callizo, que fue una de sus víctimas, lo reconoció y señaló sin “ninguna duda” ante el Tribunal.

Los detalles de crímenes y vejámenes que cometieron –y de los que no se arrepienten– laceran lo esencial de la especie humana, y en los dos años que lleva este juicio se han escuchado ya 430 testimonios en 197 audiencias.

En los predios La Perla el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) encontró restos óseos humanos el 21 de octubre pasado. Y siguen encontrando restos. La integrante del equipo Anahí Ginarte le dijo a Página/12 que “es zarandear tierra de los hornos (de cal de la estancia La Ochoa, donde descansaba Menéndez los fines de semana) y encontrar huesos”.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

En la megacausa La Perla, el represor Barreiro señaló supuestos sitios donde se habría enterrado a desaparecidos

La lista y los lugares que marcó el represor

El ex carapintada Barreiro dio a conocer 25 nombres de víctimas que habrían sido sepultadas en los hornos de La Ochoa, la estancia de Luciano Menéndez, donde ya se habían hallado restos humanos. La fiscalía pidió cautela hasta que se corroboren sus dichos.

 Por Marta Platía

Desde Córdoba

Se lo veía venir, pero nadie esperaba que fuese antes de que su jefe, Luciano Benjamín Menéndez, de 87 años, muriera: el represor Ernesto “el Nabo” Barreiro pareció romper ayer el pacto de silencio que sellaron los sicarios del terrorismo de Estado durante la última dictadura. Fue durante la audiencia 196 del megajuicio La Perla-Campo de la Ribera, y eligió nada menos que el Día de los Derechos Humanos para abrir la boca. No fue casual. Nada en él lo es. A través de su abogado defensor, pidió que fuese sin periodistas ni público en la sala.

Sediento de un protagonismo que ha exhibido cada vez que pudo ampliar su declaración –de hecho, son cuasi clases de historia teñidas por su propia visión–, el ex carapintada dio ayer una lista de 25 nombres de desaparecidos supuestamente sepultados en y detrás de los hornos de La Ochoa, la estancia de Menéndez dentro de los predios del campo de concentración de La Perla, donde el último 21 de octubre los antropólogos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) encontraron restos óseos humanos que, se presume, habrían sido inhumados allí.

Barreiro dijo encabezar una “comisión” de imputados de la que también son parte los represores Luis “Cogote de Violín” Manzanelli, José Hugo “Quequeque” Herrera y Héctor “Palito” Romero. Un grupo de torturadores que decidió –en el pabellón MD2 de la prisión de Bouwer, donde están recluidos 50 de los 51 acusados en este juicio– “colaborar en la investigación de la causa, para paliar el dolor de las familias de las víctimas”.

Según detalló el fiscal Facundo Trotta a Página/12, “Barreiro dijo que hay veinte (desaparecidos) en el horno de La Ochoa –donde se descubrieron los restos óseos–; cuatro más en un horno cercano a La Ochoa, y una víctima más, ‘de nombre importante’, enterrada cerca de Villa Ciudad de América (al sur de esta capital, cerca de Alta Gracia). Se trata de unos 25 nombres entre los 400 desaparecidos que implica esta causa. Debemos ser cautelosos, ya que no podremos saber si esto que revelan es verdad o no, hasta tanto se hagan los hallazgos correspondientes y las pruebas de ADN”. Luego de la declaración de Barreiro, los jueces dispusieron la realización de una “inspección ocular” en los lugares señalados por el represor.

A la salida de la audiencia a puertas cerradas –pedido por nota por el defensor de los imputados, Osvaldo Viola–, el presidente del Tribunal Oral Federal Nº 1, Jaime Díaz Gavier, evaluó: “Esto es altamente significativo. Creo que es un cambio de actitud, ya que es la primera vez en que, en los juicios de este país, los imputados han expresado su voluntad de colaborar”. Según el juez, no lo “sorprendió” lo sucedido, ya que lo leyó como “una consecuencia muy interesante de lo que este tribunal ha hecho desde 2008: que se tome conciencia de que es una necesidad histórica y social de la sociedad argentina y de los familiares de las víctimas cerrar esta etapa, y el único modo de hacerlo es decir dónde están los cuerpos de las personas desaparecidas”. Díaz Gavier siguió: “Me parece que es el comienzo de una actitud distinta. Que en este juicio y otros que se hacen en el país, los imputados tomen conciencia de que hay que cerrar ese período trágico de nuestra historia y no hay mejor manera de que se cierre que decirles a los familiares de las víctimas dónde están los restos de sus seres queridos”.

Tanto Díaz Gavier como Trotta resaltaron que Barreiro repitió varias veces que los represores que hablaron lo hicieron “en términos de una voluntad animada por un espíritu de caridad y tratar de paliar el dolor de los familiares”; aunque teniendo en cuenta su trayectoria de torturadores y desaparecedores –ya atestiguaron más de 430 personas desde que comenzó este juicio, el 4 de diciembre de 2012– no se descarta que vayan a pedir algo a cambio. En ese sentido, el juez afirmó que “no hubo pedido de conmutación de penas, ni podría haberlo. Pero, sí, la ley prevé la reducción de penas para personas acusadas de un delito si contribuyen al esclarecimiento de los hechos juzgados. Llegado el momento, se valorará si las pruebas aportadas son tales y tienen entidad”.

Uno de los defensores de oficio de los imputados, Carlos Casas Nóblega, opinó que “esta bisagra en el juicio ocurrió porque los propios imputados se conmueven y tienen sensibilidad por lo que escuchan. Ellos tienen la facultad de conmoverse. Esto es un trabajo que estuvieron haciendo ellos mismos”. En diálogo con Radio Universidad, el abogado hasta leyó la lista con los nombres de (18 de) los 25 desaparecidos que entregó Barreiro; una infidencia que puso a varias familias en estado de zozobra. Una angustia que desde el tribunal no se quería ocasionar, y por lo cual se había pedido reserva hasta constatar lo dicho por los imputados y no dar falsas expectativas a los familiares.

Llegado el final de la audiencia, un testigo contó una escena que, hasta ayer, nadie podía imaginar: “Menéndez lo abrazó a Barreiro por más de medio minuto y hasta se los vio emocionados”. Un gesto que sorprendió, ya que se sabe de la puja que existía entre ellos. El ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército se ha negado siempre a dar ningún tipo de dato y ha impulsado el cumplimiento del pacto de sangre y silencio; en tanto que el Nabo Barreiro, en su verborragia, ha manifestado, en entrevistas concedidas al periodista español Vicente Romero, que él era partidario de hablar (ver aparte).

La pregunta del millón ayer en tribunales era qué se proponen Barreiro y sus otros tres cómplices al hacer este tipo de revelaciones en esta instancia del juicio.

Silvia Di Toffino, la titular de HIJOS Córdoba, le dijo a este diario: “Lo nuevo es que se entregó un listado, que se visitó con ellos los hornos donde está trabajando el EAAF, pero no dieron datos nuevos. Creemos que ellos usaron este día, 10 de diciembre, para no aportar nada más y generar este movimiento. Estamos convencidos de que no se rompió ningún pacto de silencio. Son nombres de personas que han sido secuestradas por ellos”.

–¿Piensan que tal vez se trata de abrir el paraguas antes de que se encuentren esos nombres en los hornos en los que trabajan los antropólogos?

–A eso no lo evaluamos, pero creemos que el tiro de ellos hoy fue generar una tensión, una gran incertidumbre en los familiares. Nosotros creemos que es una nueva jugada de un personaje como éste, que fue jefe de torturadores e interrogadores, y cuando Menéndez lo abrazó, no creemos que se trate del rompimiento de un pacto de sangre.

Por su parte, el querellante Claudio Orosz afirmó que “hay que ser muy cautos, ya que Barreiro puede mentir en la declaración indagatoria, por lo que hay que esperar hasta que se confirmen sus dichos”.

El fiscal Trotta, al final de la jornada, resaltó que si bien “hubo quiebre en el pacto de silencio, de la inspección ocular no surgió nada nuevo, salvo un par de lugares más que se agregaron durante la recorrida y van a ser investigados”.

Sean ciertos o no los nombres y datos que entregó Barreiro, lo concreto es que ayer acaparó la escena, lo cual era, de hecho, su objetivo. Un funcionario judicial presente en la sala detalló a este diario que, apenas tomó la palabra ante el tribunal, sonrió satisfecho y dijo: “Ahora yo voy a ocupar el centro”.

martes, 21 de octubre de 2014

Se encontraron restos óseos humanos en el predio del Centro Clandestino La Perla

Una esperanza para llegar a la verdad

El EAAF encontró restos en los hornos de cal de una estancia que usaba el represor Luciano Benjamín Menéndez, ubicada a ocho kilómetros de La Perla. “No podemos decir ciento por ciento que son de desaparecidos, pero las esperanzas son serias”, dijo el fiscal.

 Por Marta Platía - Desde Córdoba

Después de casi cuarenta años y por primera vez en una década de búsqueda se encontraron restos óseos humanos en el predio de La Perla: uno de los mayores campos de concentración que hubo en el país durante la última dictadura cívico-militar.

Anahí Ginarte, del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), no podía con su emoción: “No sabés lo que hemos llorado. Es la primera vez, desde el 2004 que empezamos a trabajar en las más de 15 mil hectáreas que tiene este lugar, que encontramos restos que serían de ésa época. Son un sacro, una costilla y fragmentos muy chiquitos, quemados, que estaban en los hornos de cal de La Ochoa”.

Cuando dice La Ochoa, la antropóloga se refiere al nombre de la estancia en la que el ex general y jefe del III Cuerpo de Ejército Luciano Benjamín Menéndez pasaba sus fines de semana cuando era quien decidía sobre la vida y la muerte en ésta y en otras diez provincias del noroeste argentino. Un sitio que distaba a unos ocho kilómetros del edificio de La Perla, donde se recluía, torturaba y mataba, y que componen los inmensos campos propiedad de ésa arma: más de 15 mil hectáreas de campo.

“Tuvimos muchos testimonios que nos hablaban de los hornos y hace sólo dos semanas que estamos trabajando en esta zona. Ayer entramos y hoy (por ayer) antes del mediodía, ya encontramos restos”, detalló Ginarte.

–¿Creen que podrían corresponder al tiempo de las ejecuciones de la dictadura?

–Suponemos que es posible, ya que sabemos que esos hornos se dejaron de usar para hacer cal en 1975... Y después los militares restringieron el acceso al lugar.

La hipótesis que se maneja es que esos restos corresponden a cuerpos que fueron inhumados en esos hornos para hacerlos desa-parecer. El fiscal Facundo Tro-tta, a cargo de la acusación por parte del Estado en el megajuicio La Perla, coincidió con Ginarte: “A esos hornos no accedía nadie salvo los militares. Menéndez pasaba sus fines de semana y cabalgaba por acá... Nosotros mismos, para llegar, tuvimos que sortear dos tranqueras y controles de soldados”.

Para el fiscal, el hallazgo “reaviva las expectativas que hemos tenido y han tenido los familiares. La reparación para las víctimas no sólo es la Justicia. La reparación real es que también se pueda restituir el cuerpo del desaparecido. Creo que todos sabemos que los juicios en sí mismos son una batalla ganada sólo por poder llevarlos a cabo. Pero encontrar los restos genera mucha esperanza”. Más allá del entusiasmo, Trotta intenta ser cauto: “No podemos decir ciento por ciento que los restos son de desa-parecidos, pero las esperanzas son serias”.
Desaparecer a los desaparecidos

Un integrante de la Justicia le dijo ayer a este diario que “fue un ex integrante del Ejército quien dio la pista de dónde estaban. Fue testigo y nos señaló el sitio”. El sitio es un gigantesco horno de piedra que se abre en tres bocas en una lomada del terreno de la estancia, y a unos siete del edificio del campo de concentración La Perla, que hoy funciona como Museo de la Memoria.

El hallazgo se dio en el marco de las investigaciones del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) que oficia de perito del Juzgado Federal Nº 3. Los fusilamientos y enterramientos clandestinos en La Perla y sus alrededores fueron denunciados por decenas de víctimas que declararon en el megajuicio, aunque sólo uno de los testigos, el arriero José Julián Solanille, pudo dar fe ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de haber visto con sus propios ojos “a Menéndez dándole órdenes (a un batallón de fusilamiento) para que dispararan a las personas. Yo estaba escondido con un amigo en una lomita y pudimos verlos. Eran más de cien jóvenes, muchos con los ojos tapados, con las manos atadas... Otros hasta los pies atados tenían. Les disparaban y caían en un pozo que les habían hecho cavar”. Solanille contó, aterrado por los recuerdos y la cercanía con los represores que escuchaban su declaración en la sala, que “después les tiraban gasoil y los quemaban. Ese olor a carne quemada, de noche y según el viento, se iba para mi casa (él vivía cerca para cuidar el ganado de su empleador). Mi mujer y mis hijos no aguantaban. Yo perdí el sueño. Era espantoso”.

De la repulsión al olor a carne quemada también dieron cuenta los propios represores. Una sobreviviente, Graciela Geuna, contó cómo el torturador Ricardo “Fogo” Lardone les confesó una vez a ella y a otro cautivo que “no podía soportar el olor a quemado” y que casi no podía dormir “por el recuerdo de los movimientos que hacen los brazos de los cuerpos que se están quemando”.

En cuanto a las funciones que cumplía la estancia La Ochoa, durante las ya 183 jornadas que lleva el juicio, los testigos revelaron que “allí llevaron a los abogados que eran del Partido Comunista, como un doctor (Salomón) Gerchunoff y (Roberto) Yankilevich, aunque también habían estado cautivos allí Eduardo Jenssen y Horacio “Chacho” Pietragalla, el padre de Horacio Pietragalla Corti, diputado del Frente para la Victoria.

“Yo lo vi a Gerchunoff –declaró Piero Di Monte, uno de los sobrevivientes de La Perla–. Estaba en muy mal estado, maltratado, en un camastro en La Ochoa. Le di de comer en la boca y hasta le acaricié el pelo. Le dije ‘no tenga miedo, no lo van a matar’. El me miró con cara de no entender. Lo que él no sabía es que tal vez de la estancia salía. De La Perla no. Di Monte, como otros prisioneros, fue obligado a realizar trabajos como esclavo de los represores.

Tanto Solanille como Di Monte relataron que Menéndez usaba esa estancia como su sitio de descanso los fines de semana y allí disfrutaba de sus caballos.

La importancia del hallazgo de ayer es aún inmensurable: a pesar de la cantidad de personas que mataron en La Perla (se estima que serían más de 2300), hasta ahora no se habían hallado restos humanos. El terreno es gigantesco. Sin embargo, se tiene certeza de que en algún sector se deben encontrar fosas.

Los sobrevivientes coincidieron en que el camión que los “trasladaba al pozo”, eufemismo de fusilamiento y muerte, iba y volvía en poco menos de 20 minutos desde el sitio donde descargaba a los que llevaban al muere hasta que regresaba vacío al edificio de La Perla.

Otra de las pruebas de los enterramientos clandestinos fue el planteo administrativo que realizó un militar, Bruno Laborda, quien en 2004 presentó una queja por escrito ante el entonces jefe del Ejército, Roberto Bendini, porque no había recibido un ascenso por el trabajo que se le encomendó y él realizó en 1979: de-senterrar con máquinas topadoras cadáveres, meterlos en tachos de metal de 20 litros con cal y trasladarlos en camiones hasta las Salinas de La Rioja. Laborda estaba sentado en el banquillo de los acusados en este juicio, pero murió en julio de 2013.

Ayer, los familiares de los desa-parecidos en La Perla estaban esperanzados y aguardaban con gran expectativa los resultados de las pericias del EAAF.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Una madre asesinada por buscar a su hijo

El juicio por los crimenes de lesa humanidad cometidos en Córdona bajo el terrorismo de estadoUna madre asesinada por buscar a su hijo

Marta Taborda Ledesma-Comba relató cómo fue diezmada su familia. Su mamá, Marta Ledesma, y su padrastro, Sergio Comba, fueron secuestrados en 1975. La madre de Sergio, Elsa Comba de Comba, intentó averiguar qué había pasado con él y terminó muerta.

 Por Marta Platía

Desde Córdoba

Madre, padrastro, tío, tía, abuela. Son cinco los desaparecidos que cuenta Marta Taborda Ledesma-Comba en su familia. “Cinco desaparecidos y un muerto, mi papá”, dice. Son dolores de los que no habló hasta hace poco más de dos años, cuando junto a su hermano, Gabriel Ignacio Comba, y a casi 38 años de ocurridos los secuestros, decidieron presentarse en la sede de Abuelas de Plaza de Mayo, en Córdoba, y pedir que los ayudaran a saber qué había sido de ellos. “Nos criaron mi bisabuela, la Yaya, y María, mi abuela materna. Cuando preguntábamos por los padres, nos decían que habían muerto en un accidente camino a Buenos Aires. Esa fue la forma de protegernos”, así explica “haber llegado viva hasta ahora”, esta joven alta, rubia, de fuerte contextura, cuando se sienta frente al Tribunal y agradece poder contar lo que recuerda “paso a paso y sin necesidad de cerrar los ojos”: la noche en que la patota del represor Luciano Benjamín Menéndez se llevó a su mamá, Marta Ledesma, y a su padrastro, Sergio Héctor Comba.

“Fue el 10 de diciembre de 1975. Yo tenía cuatro años y medio. Era una nena, pero a los chicos cosas como éstas, terribles, se nos graban para siempre. Habrán sido las diez. Yo ya estaba en la cama, pero no me había dormido... Escucho golpes, gritos y ruidos de cosas que se caen. Me asomo al hallcito de la casa. Ahí la veo a mi mamá en una silla: está descalza y atada. Y a Sergio, también descalzo y atado, tirado en el piso. Esos hombres entraron a mi dormitorio y me cerraron la puerta. Yo no sé cuánto habrá pasado, pero seguí escuchando gritos, como que les pegaban con algo. Después entró un hombre con mi mamá y otro más, y se sentaron en mi cama. Mi mamá al lado mío, un hombre al frente y otro parado atrás de mi mamá. Ella tenía puestas esposas en una mano. A la otra la tenía suelta. Me acuerdo de que le colgaban las esposas... De esa noche también me acuerdo de que un hombre joven se sentó al frente mío y me miraba así, como yo a ustedes: con la distancia de una cama a la otra. Tenía como 40 años, con barba y bigote oscuro y tupido. Vestido de azul. Me estaba vistiendo y ese hombre me dijo ‘¿querés que te ponga las zapatillas?’. Yo no quise”.

Marta se revuelve en su silla. “Ahora me puedo acordar mejor de su cara que de la de mi mamá, que se va borrando... Y no quiero que se borre, por eso ando con sus fotos.” Las acaricia. Tiene imágenes de los suyos en la mesita frente al estrado de los jueces. Por un momento, la joven se agarra la cara y solloza de pena, de bronca. Pero Marta no se permite aflojar. Sacude sus manos para darse fuerzas. “Salimos al pasillo de la casa y me quedé parada en el marco del dormitorio. Ahí pude ver a Sergio en el suelo... Había sangre, tenía los pies descalzos. Otro hombre estaba con mi hermano (Gabriel, un bebé de sólo tres meses) en su dormitorio. Lo estaba levantando. Llevaron a mi mamá a la cocina y le hicieron preparar bolsos. Antes de que me lleven, veo a Sergio tirado, como inconsciente, los ojos vendados, los brazos en cruz. Tenía dos soldados, uno a cada lado. No se movía... A mi hermano lo envolvieron en una frazadita. Mi mamá iba descalza, esposada. A Sergio lo trajeron arrastrando. Nos subieron a dos autos. A mi hermano y a mí nos llevaron a la casa de mi abuela... Yo iba en un auto atrás. En el de adelante iba mi mami. Me acuerdo de las luces del auto de adelante porque eran como dos ojos rojos. Pararon y me llevaron en brazos hasta la casa de mi abuela. Al Gabi también lo traían. Salió mi abuelo. Mi abuela no estaba porque –después cuando fui grande me contaron– se había ido a buscar al hijo, Juan Eliseo Ledesma, el hermano de mi mamá, que habían secuestrado dos días antes en Buenos Aires. Me acuerdo que mi abuelo se asustó. El hombre que me entregaba le dijo que una mujer nos había encontrado tirados por la calle. Yo le dije: ‘¡No tata, mentira, la mamá está en un auto, ahí en la esquina!’. Mi abuelo quiso anotar los nombres de los que nos entregaban, pero le gritaron: ‘¡Pero qué anotar ni nada! ¡Agradezca que le traemos los chicos!’.”

Marta Inés Taborda y Gabriel Ignacio Comba son querellantes por el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de su madre, Marta Susana Ledesma, y el padre de Gabriel, Sergio Comba. “A mi papá lo habían matado poco después de que yo nací, en 1971. Se llamaba Juan del Valle Taborda y era militante del PRT-ERP. Después mi mamá conoció a otro compañero de militancia, Sergio Comba, que trabajaba en SanCor, formaron una familia y tuvieron a Gabriel, mi hermano.” Como si necesitara explicarlo, les dice a los jueces: “Para mí, para mi familia, estar en este juicio es como cerrar algo. Cerrar heridas. Con los padres desaparecidos siempre se está esperando algo. No sabés muy bien qué, pero algo”.

–¿Sabés qué pasó con tus padres? –preguntó la abogada querellante Mariana Paramio.

–Recién en el 2008 tuve noticias. Una prima de mi hermano nos mandó un mensaje. Dijo que tenía información de que los habían llevado a La Ribera y que ahí los torturaron y fusilaron junto con otros nueve compañeros por orden de (Héctor Pedro) Vergez.

Según se jactaron los torturadores en La Perla frente a otros prisioneros, Marta Ledesma, a quien llamaban “María”, y Sergio Comba, conocido como “Alberto”, fueron fusilados junto a otros siete militantes en el patio del Campo de La Ribera a poco de secuestrados. Fue con esa ejecución en masa que ese campo de tormentos y exterminio inauguró su actividad.

–¿Y tu abuela paterna? ¿Qué sabés de Elsa Gladys Comba de Comba? –quiso saber Paramio.

–Ella era muy dulce. Era la abuela de mi hermano, pero nunca hizo diferencias por más que yo no era hija de su hijo. Supe que cada vez que ella fue a preguntar por Sergio la vuelteaban y le decían cosas indecorosas... Hasta que en febrero de 1978 la secuestraron también a ella... Al poco tiempo se encontró cerca de (Alcira) Gigena (un pueblo del sudoeste cordobés) un cadáver calcinado. Y era ella.
Tortura y matanza

Desde que la patota secuestró a su hijo Sergio, Elsa Gladys Comba de Comba no dejó de buscarlo. Fue a preguntar por él a todos los lugares que pudo: comisarías, hospitales, el Tercer Cuerpo de Ejército, el Arzobispado. Soportó burlas, mentiras, negativas, golpes, vejaciones y tormentos.

“Ella era de Río Cuarto y no paró un solo día de preguntar por su hijo”, contó su hermano Edgar Comba, un hombre de rostro tristísimo y dolor añejo que, a casi cuarenta años del crimen, llegó a este juicio para denunciar “a los que la asesinaron”.

–Yo vivía en Córdoba y cada tanto iba a verla. Cuando desapareció Sergio, Gladys, como cualquier madre, lo empezó a buscar. Tanto lo buscó, tanto insistió, que molestó a la policía. Le allanaron la casa varias veces. Mi hermana tenía una pensión de estudiantes en Río Cuarto, en el centro de la ciudad... En esos tres años que buscó a su hijo a veces la tenían detenida y la torturaban para hacerle confesar no sé qué cosas... Una vez ella me contó de los golpes y que en una ocasión llegaron a extremos que... (en ese punto el hombre se detiene, se cubre los ojos con una mano y se le escapa un quejido que lacera el aire de la sala). Gladys me contó que llegaron a algo terrible, extremo... que (en la policía) le inyectaban, le ponían una manguera por la vagina, la conectaban a una canilla y la abrían... No me lo dijo, pero debe haber sido terrible, pobrecita... Pero siempre siguió buscando. Seguía yendo a pesar de todo y de que la torturaban...

–¿Ella le comentó quiénes eran los que le hacían eso? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier, con el rostro casi descompuesto.

–Sí, si bien era un grupo policial, el que comandaba esto era un señor al que le decían El Gato, El Gato Gómez.

Desde su banquillo, el represor Miguel Angel “El Gato” Gómez mira con cara de no entender, los ojos permanentemente desorbitados. De a ratos mueve la cabeza, negando. Con éste, son cientos los testimonios que dieron cuenta de su crueldad y perversiones. De su gusto por violar a los cautivos y hasta por sacarles las vendas para que lo vieran bien. “Mirame, yo soy El Gato, tu torturador”, se presentaba.

–¿Y qué pasó con su hermana?

–En uno de los allanamientos se la terminaron llevando. Fue el 23 de febrero de 1978 a eso de las tres, cuatro de la madrugada. Dejaron a su hija Norma, que estaba con ella. A Norma y a los estudiantes los maniataron a todos. A mi hermana la sacaron envuelta en una alfombra de piso. Me avisaron más tarde. Viajé hasta Río Cuarto y empecé yo a buscarla a ella. Fui a la Jefatura de Policía porque sabía que ellos eran los que hacían esas cosas. Ahí me dijeron desconocer todo. Ellos trataban de separarse del tema, mandarme para otro lado. Fue muy difícil poder avanzar y saber algo más.

Edgar Comba contó que al día siguiente del secuestro supo por otra persona, que también estaba buscando un familiar, que en un camino rural de la localidad de Alcira Gigena habían encontrado un cadáver calcinado. “Como yo no podía dar con ella, empezamos a pensar que podría haber una relación. Fui a la morgue. Pedí verlo... (El hombre vuelve a descomponerse, alcanza a pedir perdón en un sollozo... el cuerpo le tiembla.) Mire, señor juez, yo pude verlo... Estaba muy, muy quemado. Tenía un alambre envuelto en el cuello, o un cable... Le había quedado solamente una parte de las piernas y los pies, quemados también pero no tanto, y ahí se había adherido parte de un camisón que era de ella, yo reconocí el estampado.” Como pudo, el testigo contó que se fue a la casa de su hermana. Necesitaba corroborar que era ella. “Como tenía un pie bastante entero, se me ocurrió buscar un zapato de ella. Volví a la morgue y se lo calcé. Ahí tuve la plena seguridad de que era mi hermana.”

lunes, 18 de agosto de 2014

El testimonio de una profesora que estuvo secuestrada en el Centro Clandestino La Perla

“Fue un plan de aniquilamiento bien pensado” 
Primatesta sabía todo lo que pasaba”

En el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba, Susana Leda Barco contó cómo fue secuestrada en 1977 y mantenida en cautiverio hasta 1980. El interrogatorio a cargo de un represor que tenía su currículum y las sospechas sobre un alumno delator.

 Por Marta Platía

“Mire, no siento odio. Para odiar hay que gastar tiempo, energía y la vida. Y nuestra vida no merece ser gastada en eso. Yo lo único que siento es desprecio, porque ofendieron la condición humana. La degradaron”, dijo ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 Susana Leda Barco, una profesora de Ciencias de la Educación y Filosofía que fue arrancada de su casa, de su cama, de su familia, la mañana del 4 de octubre de 1977.

Susana vivía en Villa María, al sur de la capital cordobesa, con su esposo y sus hijos, Fernando (de 12 años) y María Laura (de 8), cuando golpearon a su puerta: “Eran las seis y media de la mañana. Dijeron que eran del Tercer Cuerpo de Ejército. ‘Momento, que me pongo una bata’, contesté y mi marido me acompañó y abrimos. Eran cuatro. Uno de ellos dijo ser el capitán Wenceslao Clara. Me dijeron que me iban a llevar para hacerme unas preguntas. Hasta trajeron a dos vecinos para que firmaran un acta que, muchos años después, supe que decía que me llevaban para interrogar. Pedí que me dejaran despedirme de mis hijos. María Laura era chiquita y estaba asustada. Ambas recordamos que le dije que se portara bien y que hiciera sus tareas. Y mi hijo me preguntó por qué me llevaban, y le dije que para hacerme unas preguntas. ‘¿Y volvés rápido?’ Le dije que sí. Pero volví 3 años y 23 días después...”.

Hasta el 27 de octubre de 1980, cuando la liberaron en Devoto, Susana pasó por comisarías, un campo de concentración y la cárcel UP1, donde habían torturado y asesinado –arguyendo falsas fugas– a 31 presos políticos en 1976.

“Yo quiero decir que soy docente y que la docencia para mí no ha sido un empleo. Ser docente es mi modo de ser y estar en el mundo, y desde este lugar testifico”, se plantó ante el tribunal, plena de energía, tan elegante como rigurosa. Contó que la llevaron a la comisaría de Villa María. Que estuvo allí dos días y que la subieron a un auto para trasladarla a Córdoba. “Después de cruzar el puente de Río Segundo, pararon los vehículos. Me bajaron y el capitán Clara me dijo que me iba a vendar. Ahí vi a los soldados con las armas en la mano, adelante mío. Pensé en un fusilamiento. Y con gran ingenuidad le pregunté si vería a mi marido. Me dijo que sí. Le pedí que le dijera que lo quería mucho, y a mis hijos y a mi madre.” Pero no hubo disparos. La empujaron dentro del auto y, vendada, llegó a lo que luego supo que era el Campo de La Ribera.

Susana endureció el tono cuando recordó su primer encuentro con los interrogadores. La llevaron junto a Adriana Corsaletti. Tras las vendas escuchó “un golpe fuerte contra la mesa y el ruido de un grabador, de esos a carrete. Cada una con un interrogador distinto. Puede sonar loco, pero el que me tocó a mí lo hizo con mi curriculum vitae en mano. Le decían Coco. ¿En tal fecha dictó un curso de esto? ¿Otro sobre Paulo Freire? ¿Qué es ideología? Y yo le contestaba. Hasta que me interrogó sobre 1966 y ‘La noche de los bastones largos’”. Susana y un grupo de profesores de la Universidad Nacional de Córdoba habían protestado y fueron cesanteados de la Facultad de Filosofía.

La sobreviviente volvió entonces a una de las peores noches de su vida: “Me dejaron sola en la cuadra. Entonces lloré, pasé mi vida en cámara lenta y lloré... Me querían hacer callar, pero yo había abierto compuertas. Supe que mi marido me buscó, que estuvo a las puertas del Campo de La Ribera... Le dijeron que se fuera a punta de arma. Poco después me llevaron a un interrogatorio y me dieron una declaración para que firme. Y maestra, al fin, corregí los errores de ortografía... Me preguntaron para qué lo hacía. Y yo les dije: ‘Ya que accedo a firmar, corrijo’”.

Susana, como otras sobrevivientes, optó por no hablar de violaciones o vejaciones directas, pero sí quiso perfilar la perversión de los represores: “Una noche alguien se paró a los pies de mi colchón y se masturbó. Otra, me iluminaban mientras me bañaba. Yo pensé... ¡pobres tipos! Si para tener una mujer y sentir placer necesitan que uno esté en estas condiciones, son unos pobres tipos...”.

Como a muchas de las secuestradas, desde ese campo la trasladaron a la cárcel de Barrio San Martín, la UP1. “Ahí me revisó un médico que tenía el guardapolvo tan sucio que parecía salido de una carnicería –detalló sacudiendo la cabeza–. Era un lugar espantoso. Teníamos un camastro y un tacho de cinco litros como todo baño. No podíamos hacer labores, ni gimnasia... pero nos ingeniábamos para hacer agujas con los huesos que a veces venían en la sopa.”

“Sobrevivimos también por la solidaridad y la creatividad para no dejarnos vencer. Pero no era fácil –recordó Susana–; la primera vez que bajamos al patio, vimos los palos donde habían estaqueado (hasta matarlo) a (René) Moukarzel y también a Charo (López Muñoz).” El médico René Moukarzel había sido uno de los presos políticos de la cárcel. El represor Gustavo Adolfo Alsina se enfureció cuando lo vio recibir un paquete de sal de manos de un preso común. El 14 de julio de 1976, y con temperaturas bajo cero, lo estaqueó completamente desnudo en el patio del pabellón de mujeres. El mismo se encargó, en un asesinato cuasi artesanal, de arrojarle baldazos de agua fría. Moukarzel era un hombre fuerte, medía casi dos metros, pero era asmático. Sus esfuerzos por respirar, los estertores de su pecho se pudieron oír por toda la prisión. Fueron cientos de prisioneros los que escucharon su agonía, que duró casi veinte horas. Charo López Muñoz también fue estaqueada, aunque ella logró sobrevivir. Este mismo torturador hacía que sus compañeras le tiraran agua para hacerla sufrir aun más. Y ella, para evitar que las dañaran, les gritaba que hicieran lo que este ex teniente les ordenaba. Alsina fue condenado por estos y otros crímenes a prisión perpetua en cárcel común junto a Jorge Rafael Videla y a Luciano Benjamín Menéndez en 2010.

A Susana Leda Barco nunca le explicaron nada. Un día la sacaron de su celda y la llevaron a interrogatorio de vuelta al Campo de La Ribera. Ahí, uno de los secuaces de Menéndez, Carlos Alberto “HB” Díaz, integrante de la patota de La Perla, la interrogó entrada la noche. Antes pudo ver a “Bibiana Allerbon y a Mirta Dotti, que había sido alumna mía”. No bien la entraron tabicada a la oficina que oficiaba de sala de torturas e interrogatorios, escuchó de nuevo “la voz del Coco, que estaba enfurecido. Decía que yo le había mentido. Entonces me hizo oír la voz de un alumno mío de Villa María, Daniel Dreyer, de 18 años, que tenía problemas en una pierna. Lo golpeaban y le preguntan si yo le enseñaba marxismo. Me desesperé. Ellos le gritaban: ‘¡Pero vos en Villa María dijiste que enseñaba marxismo!’. Y él les decía: ‘Pero señor, lo que se dice en la tortura no cuenta’. Esa misma noche HB (el apodo con que lo bautizó la caterva de Menéndez eran las iniciales de “hincha bolas”) no sólo me interrogó por lo del currículum. A él le gustaba torturar psicológicamente. Me dijo: ‘Tenga en cuenta que su marido no la va a estar esperando cuando salga; que su tía se va a morir antes de que usted salga; que sus hijos no la van a reconocer’. No sólo el cuerpo: ellos también nos torturaban espiritualmente”.

Ese recuerdo la indignó. Se irguió en su silla y miró de modo breve, fulminante, a los represores –HB Díaz incluido– y dijo: “Afortunadamente se equivocó en todo; mi marido me esperó y sigo con él; mi Naná se murió veinte años después; y mis hijos me reconocieron”.

Quedó claro: ella, con su vida. Ellos, en la cárcel y acusados –o ya condenados– por crímenes de lesa humanidad. Susana no se detuvo: “Esto, señor juez, fue un plan de aniquilamiento bien pensado, asesorado por la Escuela de Panamá de los norteamericanos y por los franceses de la Armada Secreta (la OAS)”.
Alumno y delator

La fiscal Virginia Miguel Carmona le preguntó por qué creía que quien la interrogó tenía su currículum en mano.

–Mire, yo fui a buscar mi currículum a la facultad y vi a un ex alumno mío que se abrió el saco y me mostró un arma. Cuando yo entraba a la facultad, parecía el Mar Rojo: todos se abrían... y así pasé y retiré mi currículum. Lo había presentado para un concurso. El currículum estaba ahí.

–¿Cómo se llamaba ese ex alumno?

–Gabriel Pautasso. Lo nombro porque supe de su actuación posterior. Las preguntas que me hicieron eran en orden cronológico. Eso para mí era sorprendente...

El querellante Claudio Orosz le preguntó por Pautasso, y señaló que la otra profesora que podía hablar de este hombre, María Saleme de Burnichón, ya no está (murió hace pocos años y su marido Alberto está desaparecido).

–María, La Negra, la entrañable María Burnichón me comentó que cuando van a allanar y hacen volar su casa, estaba Pautasso. “Susana –me dijo–, Pautasso se dedicó a señalar los libros que le interesaban para llevárselos.” Ella me contó que esta persona estuvo en el allanamiento.

–¿Era bedel?

–No sé. Lo que sí sé es que lo echaron de la universidad.

–Luego de un juicio académico...

–¡Me hubiera gustado estar! –dice y golpea la mesa con su palma abierta–-. Sé que fue alumno mío el año que se casó, muy formalito vino a pedirme permiso para faltar a las clases. Claro que se lo di.

–¿El ya murió?

–No, está vivo.

Las preguntas rondan la sospecha de que este alumno Pautasso podría ser la persona que apuntaba o aclaraba temas al represor Coco, que interrogó a Susana varias veces.

–¿Este Coco tenía a alguien que decodificaba?

–Parece que sí. Me acuerdo de que cuando quise explicar algo, el Coco me dijo: ‘Usted no se preocupe que acá hay gente que entiende y lo va a explicar’. Pasaron unos días y el 30 de diciembre de 1977 me regresaron a la UP1. En el camino se atrevieron a manosearme.

El Coco al que la testigo aludió sería el represor Juan Carlos Damonte, un ex policía que perteneció a las patotas de La Perla y el Campo de La Ribera, y permaneció prófugo de la Justicia durante cuatro años, hasta que el último 10 de junio fue hallado y detenido en Trelew.


Primatesta sabía todo lo que pasaba”


El sacerdote tercermundista Víctor Acha, quien tuvo que exiliarse en Colombia durante la dictadura, le dijo al Tribunal que (el cardenal Raúl Francisco) Primatesta estaba al tanto de todo lo que sucedía en Córdoba durante el terrorismo de Estado: “Me allanaron la parroquia unas cinco veces –contó el religioso que tenía a cargo la capilla del paupérrimo asentamiento conocido como Villa El Libertador–, y directamente me prohibió que hiciera público lo que pasaba. Dijo que él se encargaba de todo personalmente y que lo hablaba con (el represor Luciano Benjamín) Menéndez. Para Acha todo comenzó a complicarse cuando una noche la patota se llevó al seminarista Gervasio Mecca. Su supuesto delito: haber conocido a un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES), Jorge Rossi, quien fuera asesinado en La Plata. El hijo de Rossi –quien también fue secuestrado junto a su mamá y llevado a La Perla cuando apenas era un nene de cuatro años– ya declaró en este juicio por el crimen y la desaparición de sus padres. Acha contó que mientras se llevaban al seminarista Mecca, la banda de torturadores le gritó que le pidiera “explicaciones al arzobispo”. El sacerdote lo hizo, pero Primatesta, como toda respuesta, “me prohibió que hiciera público lo del secuestro y los allanamientos” (Acha padeció una media docena). “Esto lo manejo yo, te prohíbo que lo hagas público”, le respondió quien fuera, además, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina durante más de veinte años.

domingo, 3 de agosto de 2014

Testimonios en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla

El origen del centro de exterminio

La declaración de Graciela Olivella, secuestrada en 1976, aportó datos y nombres para reconstruir cómo comenzó a operar el campo de concentración que funcionó en Córdoba durante la dictadura. La preocupación del represor Luciano Benjamín Menéndez.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba

Con dificultad, como si el cuerpo encogido por sus 87 años hubiera acusado –al fin– el peso de sus nueve condenas por crímenes de lesa humanidad, el represor Luciano Benjamín Menéndez volvió a pararse frente al tribunal que lo juzga en Córdoba. La voz casi inaudible, el tono de mando a punto de esfumársele, pidió la palabra para defender lo único que parece importarle: el recuerdo –aun entre los sobrevivientes– de su otrora estampa de militar duro. “Quiero decir que yo siempre usé el uniforme de servicio con breeches y botas. Siempre. Y eso para demostrar que los testigos mienten. Mienten en todo.” ¿Los fusilamientos en masa y la quema de cadáveres en fosas comunes? ¿Las desapariciones? ¿Las torturas? ¿Las picanas en las vaginas de las mujeres embarazadas? ¿Las violaciones? ¿El robo de bebés? ¿El saqueo de bienes de los secuestrados? No. Eso no amerita el esfuerzo de sus huesos ni de sus palabras. El uniforme sí. Lo dicho por el testigo Ricardo Manuel Rodríguez Anido, quien afirmó haber visto a Menéndez en La Perla vestido de fajina, movilizaron su ira y las pocas fuerzas que parecen quedarle.

Con uniforme o no, Menéndez está acusado de ser el responsable máximo de los crímenes que se cometieron en ésta y otras diez provincias argentinas desde 1975, con la aparición del Comando Libertadores de América (CLA): una alianza de paramilitares, policías, el Ejército y su propia coordinación hasta pasado 1979. Con uniforme o no, este hombre que cumplió años el último 19 de junio –poco antes de su última condena en La Rioja por el asesinato de Enrique Angelelli– fue uno de los principales jerarcas de la mano de obra armada de la última dictadura.

La “inauguración”

La madrugada del 23 de marzo, Graciela Lucía Olivella y su hermana Adriana apenas habían alcanzado a dormirse. Preparaban una materia para rendir y así, entre los libros y el mate, las despertó la patota que irrumpió en la casa paterna del barrio Las Margaritas, destrozando puertas y ventanas. “A partir de ahora tu vida no vale nada. Estás en manos del Comando Libertadores de América. De acá no te salva nadie, ni Dios, ni jueces, ni tus padres, ni nadie”, recordó Graciela que le dijeron mientras la llevaban en auto, maniatada, hacia el campo que, mucho después, supo que era el Batallón 141.

Ahora tiene 59 años y es costurera. Con cierta tristeza, dice que lo padecido le impidió seguir su carrera universitaria; pero su verba precisa y su carácter le borran de inmediato cualquier sesgo de autocompasión. “A mí ya me habían agarrado en la calle unos policías de civil y me llevaron al D2 en 1974. Me acuerdo de que una mujer (la represora Graciela “Cuca” Antón) me dijo: ‘Esta va a ser una noche inolvidable para vos’. Me metieron en un baño, unos cuatro o cinco hombres me empezaron a golpear... me hicieron submarino... (Graciela optó por no detallar las vejaciones padecidas.) Esos días fueron determinantes en mi vida, en la de mis hermanos. Mis padres ya no nos dejaron salir más de casa. Sólo estudiábamos e íbamos a la facultad. Hasta esa madrugada.”

Esa madrugada fue la previa al golpe, cuando junto con sus hermanos Juan José y Adriana fueron arrancados de sus camas ante la desesperación de sus padres. Graciela y sus hermanos estuvieron un día en el 141, escuchando los gritos de otros a los que, como a ellos, habían sacado de sus hogares. Al otro día “nos llevaron a un lugar con yuyos altos, abrojos... Estaba vendada. Siempre vendada. Ahí sentí cómo golpeaban a un muchacho. Decían que había ido a Cuba. Y él gritaba que no, que era Francia... Nunca supe quién era. Después ya no lo escuché más. Eso ya era La Perla. Lo supimos después, cuando nos soltaron. Sabíamos que era un lugar amplio de techos altos. Tabicados y todo, nos dábamos cuenta por cómo se escuchaban las voces (Graciela habla a veces en plural. Ella y su hermana y su hermano parecen ser uno. La testigo casi no habla de lo que ella misma padeció. Intenta recordar nombres. Siente que está ahí para eso.) Nos pusieron a mí y a mi hermana junto a una chica que se llamaba Amanda Assadourian”.

–¿Cómo sabe que se llamaba así? –le preguntó el fiscal Facundo Trotta.

–Porque nos lo dijo. Nos bañamos juntas. También nos dijo que estaba embarazada de tres meses y que estaba con su novio.

–¿Dijo el nombre de su novio?

–No, no lo supe.

Amanda Assadourian había sido secuestrada el 25 de marzo, junto a su compañero René Caro y a Maximino Sánchez, que era un dirigente gremial cercano a René Salamanca, líder del Smata. Amanda continúa desaparecida. Su hermana Rosa fue asesinada el 2 de abril de ese año en un falso enfrentamiento, con Luis Mario Finger, frente al Hospital de Clínicas. René Caro sobrevivió a varios traslados, a la muerte.

La voz de Graciela Olivella se endurece cuando recuerda: “A la noche empezó a entrar gran cantidad de gente... A partir del 24, el lugar empezó a llenarse. Me acuerdo de que nos dijeron que había habido un golpe de Estado. Trajeron a un hombre... sentimos que lo estaban torturando. Le pedían su nombre de guerra. Y él decía que era Valverde (era el abogado Eduardo “Tero” Valverde, esposo de la abogada María Elena Mercado, quien luego integró la Conadep-Córdoba). Me acuerdo de que mientras lo golpeaban los gritos eran muy fuertes y entonces ponían la radio muy alta... También recuerdo que se escuchaba cantar por la radio a Alberto Cortez ‘Cuando un amigo se va’... (La mujer hace una pausa y toma agua, no quiere llorar). El fue muy torturado... Se quejaba. Lo dejaron tirado, muriéndose. Se lo llevaron al otro día y nunca más supimos de él”.

Valverde había sido funcionario del gobierno de Ricardo Obregón Cano. El mediodía del 24 de marzo fue citado. Debía presentarse en el Hospital Militar. Asistió. No tenía nada que ocultar. Nunca más regresó. Y su esposa –una de las fundadoras de Familiares de Desaparecidos en esta provincia– nunca dejó de buscarlo.

El testimonio de Graciela tuvo un inmenso valor para saber cómo arrancó la maquinaria de tortura, muerte y desaparición de La Perla. Ella es consciente de eso y se esforzó por detallar nombres y caras.

“Yo vi a Silvina Parodi (la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba) en La Perla. Fue en las duchas. Ahí nos pudimos sacar las vendas. No la conocía. Ella me dijo su nombre. Y también que estaba su marido, Daniel Orozco, que se habían conocido estudiando ciencias económicas. Silvina me dijo, en broma, que como el agua estaba fría tenía miedo de que se le saliera una patita... Tenía su panza de embarazada. Le pregunté de cuánto estaba, y me dijo que de seis meses y medio... Yo lamento mucho no poder decir más nada de ella. Se la llevaron”, dijo, y la cámara que registra el juicio tomó el rostro de Sonia Torres, que cerró los ojos y apretó sus labios –una vez más– para aguantar.

–¿Recuerda alguna otra pareja? –preguntó el fiscal.

–Sí, a una pareja que interrogaron mucho... El apellido era Caffani. La familia de ellos después nos conectó con la Conadep. En La Perla yo supe que ellos eran un matrimonio, que se habían casado hacía poco. A él lo torturaban adelante de ella, y ella gritaba...

Se trata de Humberto Caffani y de Mirta Ricchiardi, que era delegada del supermercado Tiburoncito. Ambos fueron secuestrados el 26 de febrero de 1976. Eran militantes sociales. Estaban construyendo un dispensario en un barrio obrero. Inés, la hermana de Humberto, contó durante su testimonio que “ellos creían en un socialismo cristiano”. La pareja se había casado el 17 de enero de ese año. Cuando se los llevaron, la horda de Menéndez se robó todo de la casa: “¡No dejaron ni la cama ni la heladera! ¡Hasta el vestido de novia de Mirta se llevaron!”, denunció Inés sacudiendo incrédula la cabeza aún después de tantos años. El vestido de novia fue un elemento más de tortura para la joven. Los torturadores se lo mostraron. “¿Sabés que me trajeron acá hasta con mi vestido de novia?”, alcanzó a decirle a Adriana Olivella, en un breve instante de diálogo que Adriana todavía padece.

Graciela señaló también “la discriminación nazi hacia los prisioneros judíos: nos dijeron que no habláramos con un muchacho que estaba en la cuadra. Después supe que era (Alberto Bournichón) el esposo de (la escritora María) Saleme de Bournichón, ellos decían que era sionistas”. Los días y noches que apenas podía distinguir a través de las vendas y la “conjuntivitis terrible que ardía en los ojos”, siguieron con los alaridos de las torturas y los quejidos de los lacerados. “Yo estaba desesperada por mis hermanos. Sabía que estaban vivos, que estaban ahí todavía. Cuando llega el 2 de abril nos hacen levantar, nos ponen uno al lado del otro y nos dicen que salíamos. ‘Vos dejate de joder con la música de protesta’, le dijeron a Juan José (el hermano que murió hace pocos años) y a los tres que nos olvidáramos de lo que habíamos visto ahí. Nos subieron a un auto... Me habían devuelto el camisón con el que me sacaron de mi casa y dejado un poncho que todavía guardo... Del auto nos tiraron en un charco. Cuando se fueron, me saqué la venda y estábamos en la esquina de mi casa... Me acuerdo de que al otro día fuimos a la comisaría (9ª) y quisimos denunciar, pero ahí nos dijeron ‘¿ustedes qué hacen acá? ¿No les dijeron que no digan nada?’. No había a quién pedirle ayuda. Nadie.”

Cien muertos

El 23 de mayo de 1976, domingo, los hermanos Olivella sintieron otra vez el miedo quemándoles el cuerpo: “Apareció por casa Antonio Maldonado, uno de los gendarmes de La Perla que había tratado bien a mi hermana Adriana. Adriana nos había hablado de él. Este hombre fue con su mujer y les pidió a nuestros padres llevarnos a la iglesia evangélica donde ellos asistían. Cuando íbamos en el auto, mi hermana le preguntó por Amanda Assadourian y él dijo, como si fuera normal, que ‘lamentablemente la habían ejecutado porque era líder de un grupo montonero’; y que nosotros éramos ‘un milagro’, ya que de unas cien personas que habían tenido (en la cuadra), solamente nosotros tres y dos más, un señor Torres y su mujer, habíamos salido con vida”. La mujer padece todavía la conmoción de esas cifras, y repite, como para sí misma: “Sí, desde el 23 de marzo al 23 de mayo, cien muertos según este hombre y nosotros estábamos vivos... ¡habíamos sobrevivido!”.

Antes de su testimonio, su hermana Adriana había contado sobre ese gendarme:

–¿Se acuerda del nombre? –le inquirió el juez Jaime Díaz Gavier.

–Totalmente, pero hoy tengo reparos... Esa persona siempre me trajo cigarrillos, hizo todo lo que no debía hacer... Uno creía que nos llevaban a bañar y nos dejaban solos, pero ellos entraban... Este gendarme fue respetuoso. No me espiaba... Una noche en un baño me dijo ‘sacate la venda’, me contó quién era, que tenía tres hijas, que era casado y que era evangelista. Los compañeros le decían el Evangelista y se llamaba o se llama Antonio Maldonado. Era corpulento, no muy alto... (De pronto la testigo enmudece, se detiene, respira.) Siento que lo traiciono... ¡Ay, Dios!”. (Se cubre el rostro con las manos.)

–No, no lo traiciona, está relatando que la trató bien, la consuela –le dice el juez.

La mujer llora. Sabe que la fiscalía lo llamará a declarar.

Antes de levantarse de su silla, Adriana pidió permiso al Tribunal para mostrar algo. Ante el silencio de la sala, desenrolló casi amorosamente una venda, una larga tira de tela amarillenta: “Es la que tuve puesta durante todo mi cautiverio. La guardé durante todos estos años con los algodones... No pude, no quise tirarla –dijo, como si se tratara de un cordón umbilical—. Estuvo en un rinconcito del ropero, junto con el poncho rojo que le pusieron a mi hermana. Fue de alguien. Queremos que lo tengan los familiares”. Alzó la venda, se la mostró a todos y a los represores: “Es la prueba de que ellos me pusieron esto. Es la prueba de que ellos sí hicieron todo lo que hicieron.”

lunes, 16 de junio de 2014

Más testimonios por los crímenes cometidos en el CCd y E La Perla

“Estás acá por pelotuda, me dijeron”

Susana Strauss era ama de casa y fue secuestrada en 1976, después de haberse animado a denunciar la desaparición de un trabajador. Sufrió torturas y cautiverio durante más de un año. “Yo me defendía de todo ese horror cantando”, contó ante el tribunal.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba

Susana Strauss tiene 69 años y es tan hermosa como avasallante su vitalidad. Los ojos azules le brillan como joyas y se ríe y llora con igual intensidad cuando revive, ante el Tribunal Oral Federal Nº 1, la historia que la llevó desde la cocina de su casa a los campos de concentración de la dictadura, a las cárceles durante un año y un mes. “Yo vivía en el barrio del Sindicato de Empleados Públicos (SEP) –un asentamiento obrero al sur de la capital cordobesa–. Sabíamos que había personas desaparecidas. Como en aquella época estábamos todavía en construcción, siempre había albañiles de guardia para que no nos robaran los materiales. Un día (de enero de 1976), noté que uno de ellos, (José del) Pilar López, dejó de venir a trabajar. Nos llamó la atención a mí y a mi marido y fui a la guardia a preguntar por él. Me dijeron que hacía mucho que no lo veían, y que también había venido su esposa... Y mire, señor juez, a mí no se me ocurrió mejor cosa que ir a la (comisaría) 10ª en Córdoba, y denunciar la desaparición.”

Apenas ocurrido el golpe, los allanamientos y los camiones militares comenzaron a ser una constante en el barrio: “Un día mis hijas estaban jugando en el patio. Sentimos ruidos de corridas y cuando me asomé, vi que las estaban apuntando con armas –el aplomo de Susana se diluye no bien lo dice. Se cubre los ojos y la voz se le parte en pedazos–. Miren... las dejaron entrar, pero fue terrible ver eso”. La mujer cuenta que los represores se fueron llevando a sus amigos. “Los que quedaban me contaron que siempre preguntaban por mí. Y como yo no quería que pensaran que tenía algo para esconder o me estaba escapando, fui al sindicato (el SEP) que estaba intervenido, me presenté ante un abogado, (Juan Carlos) “Canco” Vega, y un capitán Barbieri. Le dije que no quería que piensen que me estaba escapando. ¡Cómo habré sido de ingenua, que cuando ese fin de semana nos fuimos a las sierras con mi marido y mis hijas, puse un papelito en la puerta diciendo ‘estoy en tal lugar’!” La ironía se mezcla con la tristeza: “El 26 de agosto me fueron a buscar”.

Susana Strauss relata con tanta pasión y detalle que la escena parece corporizarse en la sala: “Me acuerdo de que eran como las seis de la tarde cuando llegaron, porque yo les estaba dando la leche a mis chicas y en la tele estaban viendo Calculín (un programa de tevé infantil de entonces). Mi casa era un dúplex y estaba totalmente abierta, como siempre. Eramos muy de guitarreadas, de amigos, de mates. No les costó entrar. La turba me registró toda la casa. Me dijeron que me iban a llevar. En ese momento había un primo de mi marido que era abogado y estaba de visita. Les mostró su carnet, les pidió que no me llevaran, pero no hubo caso. Mis hijas se pegaban a mis piernas y lloraban... pobrecitas... no me querían dejar ir. Y yo, asustada como estaba, les pedí a estos tipos que me dejaran llevarlas a mi vecina de abajo, “La Abuela”. El barrio entero le decía La Abuela... Pedí llevar mi documento, un abrigo. Ellos revolvían y revolvían y me preguntaban: ‘¿Susana Strauss, Susana Strauss?’ Sí, les decía yo. Parece que, como no encontraban nada de lo que buscaban, les costaba creer que era yo a la que tenían que llevar”.

La subieron en el asiento delantero de un camión. Ella recuerda que lo vivía todo como un mal sueño: “Me llevaron al (Batallón) 141. Hablaban por aparatos: ‘ciervo hablando a comadreja’ y decían ‘acá tengo un paquete’. Imaginé que el paquete era yo... Ahí me envolvieron en una frazada que sacaron de mi casa, y me tiraron atrás de un camión. De ahí tomaron rumbo al Campo de La Ribera. Lo supe por el olor de las curtiembres... Lloraba ahí envuelta... Me despedí de mi familia, de mi esposo, de mis hijas, pensé que ese era el final”.

La primera noche la pasó tirada en una colchoneta preguntando a quienes estaban alrededor por qué estaban, quiénes eran. Al día siguiente, el primer interrogatorio: “‘Nosotros sabemos que sos comunista’, dijeron. Grité que no. ‘Entonces sos de la OSA’. Yo no tenía idea de qué era eso, después mis compañeras me dijeron que era la Organización Sionista Argentina. Me decían que era judía. Yo les dije que sí, pero que no era creyente. ¡Para qué les habré dicho eso! –sonríe con pena–. ‘Si no sos creyente, sos comunista’, me contestaron y me pegaron un cachetadón en el oído que me atontó y me dejó sorda por varias horas”.

Susana cuenta que le preguntaban por su marido, sus amigos, sus actividades. “Yo era sólo una ama de casa. Mi marido trabajaba en EPEC. Ahí me mostraron una foto mía en el velorio del Gringo (Agustín) Tosco. Y querían saber por qué me gustaba Tosco, y yo les contesté por todo lo que había conseguido para los trabajadores. Yo no sabía todavía cuál había sido mi culpa para estar ahí, para que me tengan atada, tirada en el suelo, fuera de mi casa. En un tercer interrogatorio, me lo dijeron: ‘Usted está aquí por P. P.’ ¿Y eso qué es?, pregunté. ‘Por pelotuda’, me contestaron.”

Cantar para (sobre) vivir

Nada era tan lineal. No sólo la solidaridad de Susana, cuando denunció la desaparición del obrero, la hizo blanco del terrorismo de Estado: uno de sus vecinos del barrio, un represor de los 52 que ahora están sentados en el banquillo de los acusados, había puesto sus ojos en ella. La belleza y la vitalidad de Susana despertaron la codicia de un informante civil de la horda de Luciano Benjamín Menéndez, Ricardo Lardone. Un represor conocido como “Fogo” o “Fogonazo”, ya que se dedicaba a sacar fotos en las movilizaciones y en las universidades que utilizaba para la delación.

Susana denunció ante los jueces que fue este hombre el que, en una ocasión en el Campo de la Ribera, mientras ella estaba tabicada, se le acercó al oído y le dijo “¡pero cómo no vas a tener loco a tu marido con esos ojos!”. La mujer razonó entonces –y ahora en juicio–: “¿Y cómo sabía él cómo eran mis ojos, si desde que llegué a ese campo estaba vendada?”.

Susana le reconoció la voz muchos años después, cuando, ya liberada, lo escuchó hablando en el barrio con “un gordo grandote de voz aflautada que yo sí había visto y oído en el campo de tortura”.

–¿Cómo supo que era él?, le preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.

–Una noche un tipo me sacó de donde estaba con las compañeras y me dijo eso al oído, lo de los ojos... Yo pensé que iba a una violación, pero alguien le dijo que me devolviera a mi lugar... También había entre ellos uno grandote, gordo, con voz aflautada. A ese lo vi. Y es ése el que estaba con Lardone en el barrio. Y Lardone me conocía. El me había sacado la foto en el velorio de Tosco. Nos habíamos encontrado y él hasta me preguntó qué hacía ahí, y yo le dije “lo mismo que vos, vine al velorio”. El sabía cómo me llevaba yo con mi marido.

Susana en ningún momento quiere hablar de torturas. Y menos aún de violaciones. “Yo me defendía de todo ese horror, de los gritos y de eso que no entendía, cantando.”

–¿Y qué cantaba?, quiso saber el juez.

–Canciones infantiles. Yo siempre canto. Soy muy alegre. Siempre he sido así. Ahí encerrada y todo cantaba: “Estamos invitados a tomar el té...” –entona, y los jueces la escuchan sorprendidos, hasta con ternura, mientras ella se desliza por los versos de María Elena Walsh–. Ellos me querían hacer callar a toda costa, pero apenas se iban yo seguía con “La reina de la batata” o lo que fuera... Así que cuando liberaron a algunos, mi esposo supo que yo todavía estaba viva. Cuando le contaron que había una que cantaba todo el tiempo esas cosas, él se dijo: “sí, es ella, nunca para de cantar”.

Del Campo de la Ribera, Susana fue trasladada a la cárcel El Buen Pastor.

“Me llevaron con una chica Ewi, con Susana Panero y la Hilda Toranzo. Me acuerdo que cuando llegamos, nos empujaron del camión y ahí nos recibieron unas monjas.” En esa prisión, Susana retuvo una escena que dejó en claro, una vez más, la complicidad de la Iglesia con los represores: “Una noche trajeron una chica. Estaba embarazada. La madre superiora le dijo al militar que la trajo: ‘Lo felicito, están haciendo muy bien las cosas’. Y le dio la mano. Yo pregunté quién era el tipo, y me contestaron que el coronel Fierro”. Presente en la sala, el acusado (Raúl Eduardo) Fierro trata entonces de despertarse del eterno letargo en el que entró –o en el que simula estar– desde el comienzo del juicio.

Susana se descompone cuando recuerda a la muchacha: “Conseguí que me dejaran llevarle un té con un bollo de pan. La chica estaba muy mal. Me dijo que le acababan de reventar la casa y que tenía cinco niñitos adentro... Nunca supe su nombre. Nunca...”.

La testigo se esfuerza por recordar a cada una de sus compañeras de presidio. Se enoja con ella misma cuando no lo logra. Desde El Buen Pastor la llevaron a la UP1 (la cárcel de barrio San Martín), ahí vio, entre otras a Marta Sandrino: una chica que había sido baleada en la columna vertebral y que tenía “un hueco en la espalda por donde se podía meter un puño cerrado”. Marta –varias testigos lo corroboraron– estaba malherida y sin ningún tipo de atención médica. “Sé que logró sobrevivir, pero nunca voy a olvidarme del olor a podrido que desprendía su cuerpo debajo de una manta...” Lo que siguió fue el traslado “atadas como matambres en la panza de un Hércules C-130, mientras abrían la puerta y simulaban que nos iban a tirar... No nos dejaban ir al baño, pero nos tiraban agua fría... La tortura era permanente. Yo dejé de menstruar en todo ese tiempo... Creo que fueron los tres años y pico así. Y cuando llegamos a Devoto, nos pasó algo horrible”.

La energía de Susana parece esfumarse de golpe cuando tanto ella como su cuerpo recuerdan. Lentamente alza los brazos y pone sus manos detrás de la nuca. Cierra los ojos y relata, con las mejillas enrojecidas y repentinamente mojadas: “Así nos hicieron desfilar, caminar desnudas en una capilla... Ellos se pusieron detrás del altar como si fuesen curas –Susana llora, todavía, la humillación–. Nos miran, nos dicen cosas horribles...”. El sollozo entrecortado se escucha ahora en toda la sala, el perverso desfile es tiempo presente para la prisionera y sus compañeras de cautiverio. “Ellos disfrutan... Nos hacían caminar y dar vueltas una y otra vez con los brazos así...”

Cuando regresa, cuando abre los ojos ante el tribunal, está furiosa. “¡No, no quiero volver a llorar. No quiero! Así que ahora les cuento algo que me dolió mucho para no volver a llorar. Una vez entraron a mi celda y preguntaron: ‘¿Hay cucarachas, chinches, hay judíos?’ Yo me iba a levantar, pero una compañera no me dejó. Me agarró de una pierna y me dijo ¿No te das cuenta de que son nazis?”

La liberación llegó una noche. “¡Susana Strauss, traslado con efecto!, gritó uno de los guardias.” Entre la alegría y el desgarro, la mujer recuerda: “Mis compañeras me abrazaban y no me querían dejar ir. Yo era la que contaba cuentos, la que les cantaba... Vinieron los carceleros y me sacaron de ahí de los brazos. Mientras me iba, les canté el ‘Avemaría’. Esa fue una forma de despedirme de ellas”.

La tuvieron unos días en una comisaría porteña. Les cambió a los policías “cebadas de mate para que me dejaran hacer una llamada”. Gracias a eso, su esposo llegó a buscarla desde Córdoba: “Era el 23 de septiembre de 1977. Llegó en un Fiat 600. Yo estaba tan feliz, que cuando subí al autito me pareció gigante”.

Antes de que Susana finalizara su testimonio, uno de los defensores le enrostró: “Usted nunca habló de golpes en otras declaraciones, y ahora dice que le pegaron en el Campo de la Ribera”.

–Es que yo, durante muchos años, no dije que me golpearon... No quería que mi marido y mis hijos supieran –su familia está en la sala, se toman de las manos, se sostienen casi sin respirar–. Yo decía cachetadas... Mire –se anima mientras toma aire–, recién hace quince días que se lo dije a mi familia, que me habían golpeado. Una psicóloga me ayudó. Es que yo he visto gente picaneada, terriblemente golpeada, y me parecía que lo mío era nada... Ahora sé que el dolor de oído y de dentadura que todavía tengo es por esos golpes.... Ser maltradada, pasar de ser una simple ama de casa a ser presa y torturada... Hay muchas cosas que no dije. Cosas que me pasaron y que nunca, pero nunca las voy a decir –ahora Susana estalla y parece no poder parar su descarga–. ¡Mire, mis padres ya habían sufrido el nazismo... De mi familia en el mundo quedaron cuatro o cinco, a los demás, los nazis los hicieron jabón. Y mi padre del susto, cuando me secuestraron, se fue del país con mi hermana y mi sobrino... ¡Quedé sola! ¡Sola de ellos! Gracias a Dios me quedó la familia que había formado yo... ¡Y todo eso se lo debo a estos golpeadores de miércoles! –señala a los imputados–. ¡Por culpa de ellos estoy así! Llora de bronca, pero la bronca la sostiene y desafía al defensor:

–Dale, ¿me querés preguntar algo más?

–No –contestó el abogado, casi con vergüenza.

jueves, 29 de mayo de 2014

Acusan a “Chiche” Aráoz de ser “partícipe” de la desaparición de un joven durante la dictadura

La presentación se basa en el testimonio de María Livia de Arias, madre de Miguel Ángel Arias, secuestrado el 29 de junio de 1976. Aráoz les habría ofrecido a ella y a su marido información sobre el paradero de su hijo, a cambio de que le entregaran “cinco nombres de otros chicos”.

La denuncia surgió del testimonio de la madre de Miguel Ángel “Coqui” Arias, un joven de 19 años egresado del colegio Nuestra Señora de Loreto, que fue secuestrado el 29 de junio de 1976 de la casa de su familia en barrio Los Naranjos.

Según informó a El Argentino el abogado de H.I.J.O.S., Claudio Orosz, María Livia de Arias relató ante el Juzgado Federal Nº 3 que, tras la desaparición de su hijo, con su marido recurrieron al abogado Aráoz, quien “les pidió que le dieran cinco nombres de otros chicos, a cambio de darles datos sobre el paradero de su hijo. Incluso, les preguntó qué muebles se habían llevado de su casa para ver si se los podía recuperar”.

Además, Arias declaró que en otra reunión Aráoz le reveló que “a través de Héctor Pedro Vergez (el entonces jefe del campo de concentración de La Perla), supo que un matrimonio había sido secuestrado con su bebé, y cómo ese bebé después fue entregado a una tía”.

Se trata de Juan Carlos Soulier y su esposa Adriana Díaz Ríos, secuestrados el 15 de agosto del ‘76 con su hijo Sebastián, de cinco meses. Efectivamente, Sebastián fue entregado al día siguiente por los represores a su tía Julia en la casa de sus abuelos, vecinos de los Arias en Los Naranjos.

Por otra parte, el comunicado emitido por H.I.J.O.S. indica que “se adjuntaron fragmentos de testimonios brindados durante audiencias de la actual megacausa La Perla, que sindican a Aráoz como partícipe del negocio de compra y venta de muebles robados a los desaparecidos”.

Ya en mayo de 2011 la madre de Miguel Ángel Arias había relatado el contenido de aquellas conversaciones a “El Sur – La revista del centro del país”. En esa entrevista, “Beba” Arias recordó que en una primera reunión, Aráoz se ofreció como “intermediario” ante los represores, y al volver a citarlos les planteó:

- Acá hay una propuesta: ustedes nombren cinco chicos y van a saber algo de Coqui. Porque él es un pobre chico, es muy chico y no hay nada que diga. No habla…

- ¿Cómo cinco chicos? Pero, ¿a quién? –preguntaron los Arias.

- No sé, nombre a cualquiera. Usted debe saber algo de su hijo…

- Mire, doctor Aráoz, yo a mi hijo lo quiero mirar de frente. No quiero esto. No quiero arruinar cinco hogares como arruinaron el mío –le contestó Beba.

También narró que en otra ocasión, Araoz les confió:

- ¿Se enteró de la nueva? Devolvieron el chiquito Soulier…

- No, yo no sé nada -respondió Ángel Armando Arias, esposo de Beba.

- Ah, yo les voy a contar cómo ha sido…. Fue mi amigo a devolverlo, el capitán Vergez, porque tenía miedo de que lo mataran al chiquito.

La actual denuncia judicial quedó incorporada a la causa denominada “Diedrichs, Luis Gustavo y otros”, por “privación ilegítima de la libertad agravada, imposición de tormentos agravados y homicidio calificado”, que se encuentra en etapa de instrucción y a la espera de ser elevada a juicio.

Para Orosz, ahora está “en manos de la Justicia investigar esta gravísima denuncia, que revela la participación necesaria de este ex funcionario menemista en las actividades represivas de Vergez”.

martes, 6 de mayo de 2014

La historia de la familia Ferreyra relatada en la megacausa La Perla

Baleados frente a sus padres

Pablo y Santiago Ferreyra y Cilene Peralta declararon por el secuestro y desaparición de Diego Ferreyra y Silvia Peralta, quienes fueron vistos en el centro clandestino La Perla. Contaron también la persecución sufrida por las familias de ambos.

 Por Marta Platía

El testigo se paró ante el tribunal, juró por la memoria de sus padres y de sus hermanos desaparecidos y precisó después de mirar a cada uno de los represores encabezados por Luciano Benjamín Menéndez: “No, no son bestias. Quitémosles ese peso a las bestias. Son miserables. Los miserables que supusieron que haciendo desaparecer a los jóvenes hacían desaparecer las ideas, y que haciendo desaparecer a los bebés hacían desaparecer el futuro. Pero fallaron, fracasaron. Ahora estamos acá, en democracia, con justicia, y quiero que sepan que las atrocidades que hicieron, los chicos que se robaron, los jóvenes que mataron, hoy florecen en nosotros”. Pablo Alejandro Ferreyra Beltrán declaró en el megajuicio que juzga a los imputados por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los campos de concentración y exterminio de La Perla y La Ribera. El hombre de 57 años dio testimonio por el secuestro, tortura, asesinato y desaparición de su hermano Diego y de su cuñada Silvia “Pohebe” Peralta –militantes del PRT y estudiantes de Arquitectura y Derecho, respectivamente–, secuestrados y baleados ante la desesperación y el espanto de sus propios padres, el mediodía del lunes 24 de mayo de 1976.

“Ahora nosotros les damos a ellos la capacidad de que reciban justicia, que si son culpables vayan presos, y que si no lo son, salgan en libertad”, siguió Pablo, uno de los nueve hijos que tuvieron Delia Beltrán (quien fue directora del Colegio Nacional Manuel Belgrano, el de “La noche de los lápices” cordobesa) y el arquitecto Alejandro Enrique Ferreyra.

“Mis viejos no pudieron llegar con vida para contar lo que vieron... Pero aquí estamos nosotros, que seremos su memoria”, se presentó el testigo. A sus espaldas, la sala estaba repleta de amigos y miembros de su familia. Por el crimen de Diego y Silvia Peralta también declararon Santiago Ferreyra y Cilene Peralta, hermana de Silvia, a quien todos llamaban –y llaman– “Pohebe”.
Más que secuestro,una cacería

Pablo y Santiago contaron –cada uno a su tiempo– que ese 24 de mayo del ’76 sus padres pasaron a buscar a Diego y a Pohebe por lo que entonces era la Avenida del Panal (la actual costanera Ramón Mestre, que bordea el río Primero, al noroeste de la ciudad de Córdoba). La pareja vivía desde hacía pocos días en una casa que les habían prestado junto a su beba Juana, de once meses.

Pohebe había sobrevivido al secuestro y a las torturas a las que la habían sometido en la D2 de Mendoza en febrero, y apenas se estaba reponiendo. A su turno, Santiago describió, aún aterrado, que “la habían picaneado, vejado, violado, golpeado durante cuarenta días... Yo jamás había visto heridas de ese tipo: tenía rayas negras del grosor de mi dedo –dijo mostrando una de sus anchas manos a los jueces–, las tenía en la barriga, en los hombros, en el pecho... Eran como de piel necrosada. Manchas oscuras, casi negras... La enterraban hasta el cuello y la dejaban la noche entera enterrada”. Pohebe había sido liberada, según aportó su hermana Cilene Peralta, “porque le pidieron plata” a su padre.

Tal era el estado de fragilidad de la pareja cuando, el mediodía del 24 de mayo, los padres de Diego pasaron a buscarlos en un Rastrojero para almorzar en la casona familiar, donde los esperaba el resto de la prole.

Pablo retomó el relato: “Mis hermanos se suben a la camioneta y ni bien comienzan a andar, ven un auto amarillo, un Taunus, según mi padre, un Falcon, según mi madre, que les llama la atención por la cantidad de gente que iba adentro. De pronto, el auto da una vuelta en U y los tipos comienzan a acelerar y a dispararle al Rastrojero de mi viejo. Diego (que iba sentado adelante, al lado de su padre) le grita: ‘Viejo pará que nos van a matar a todos’. Mi padre para y Diego se tira del auto y comienza a correr. Se estaba entregando para salvar a su familia. Ahí ven que se baja esta gente, se apoyan contra el auto, encañonan e insultan a mis padres, y le empiezan a disparar a mi hermano, que corría en zigzag, hasta que cae herido... Van hasta él y lo obligan a levantarse. El, como pudo, obedeció. A todo esto, uno abre la puerta de atrás de la camioneta y la saca de los pelos a Pohebe y grita: ‘¡Acá está la mendocina!’, porque la habían tenido detenida allá. Ella tenía a Juana. Mi vieja pelea con los tipos y tironea a la beba para que no se la lleven. Los tipos se la dejan, pero se llevan a Pohebe a los empujones atrás del Rastrojero y la golpean... La tiran cerca de mi hermano que, herido y todo, la alcanzó a cubrir con su cuerpo tratando de protegerla... Los secuestradores encañonaron a mis padres y les ordenaron que arrancaran. Y que, si no se iban del país en 24 horas, nos iban a matar a matar a todos, que éramos muchos”.

Juana, quien ahora es una bella mujer de 38 años y lleva el cabello largo y oscuro como su mamá, está presente y llora de bronca y dolor ante el relato. La imagen es desoladora, como conmovedores sus manotazos para secarse las mejillas y seguir, con la dignidad apretada en las mandíbulas, las casi cinco horas en que se contó la terrible historia del comienzo de su vida.

“Mis viejos vieron todo –retomó Santiago Alejandro Ferreyra–. A Diego ensangrentado en la espalda, rengueando por la herida; mi madre peleó por Juanita y, así como estaban, tuvieron que irse de ahí, dejándolos tirados en la calle y con esos tipos... Llegaron como pudieron a nuestra casa, donde todos estábamos esperando. Fue espantoso: mi viejo entró al patio y se prendió de la corneta llamando a sus hijos en esta cosa desesperada. Mi madre entró y gritó: ‘¡Agarraron a Diego, mataron a Diego!’. Y mi padre seguía prendido a la corneta... ¡Nunca vamos a poder olvidar eso!”

Pablo, que entonces tenía 18 años, contó: “Mi madre juntó a todos, empezó a repartir bolsos y dijo: ‘Llénenlos con lo que puedan. Un solo juguete por cada uno y vámonos de acá’. Así dejamos la casa de toda una vida. En ese momento estábamos Marta, de 16; Paco de 14; Pilar de 10 y Mercedes de 8. Fuimos al campo, a lo de una tía. Desde ahí viajamos a Buenos Aires y después a México”.

–¿Y qué le contaron sus padres sobre cómo eran y cómo estaban vestidos estos que venían en el Taunus? –preguntó el abogado Claudio Orosz.

–Recordaban a un hombre canoso, de piel rosa, con barba... Fue mi madre quien me dijo que reconoció a (el represor Pedro) Vergez como el que disparaba... Ella contaba, y hacía la mímica cuando lo relataba, que este hombre apoyado en el auto disparaba, recogía el brazo; disparaba y volvía a recoger el brazo... Mi mamá contaba eso. Ella lo reconoció.

Como quien había ido de cacería, el represor que “disparaba y recogía el brazo” se tomaba su tiempo para hacer puntería sobre el muchacho de 23 años que corría, acorralado por la patota, intentando salvar la vida o –en todo caso– entregarla a cambio de que no mataran a sus padres, su mujer y su hijita.

Ante esto, el imputado Vergez, alias “Vargas”, a sabiendas de que una cámara lo tomaba, pareció esforzarse en lanzar miradas torvas sobre el declarante, y escribía (o hacía como que tomaba notas) en un cuaderno. “Fermín de los Santos, un ex médico sobreviviente del campo de exterminio de La Perla, contó que Vergez y Acosta se jactaban de haber matado a mi hermano”, acusó Pablo Ferreyra.

Su hermano Santiago agregó que en el exilio mexicano, “por 1980 o 1981”, lograron comprar el diario La Nación: “Allí había una nota de hipismo donde vimos la foto de Vergez”. Ante la pregunta del juez de cómo sabían que era el mismo del operativo en que balearon a su hermano, el testigo aseguró: “Mi madre lo reconoció. Y eso que no era una nota sobre militares, era de hipismo”.

Tras el secuestro y las amenazas de muerte a la familia de las víctimas, los torturadores llevaron a Diego y a Pohebe a La Perla. Allí fueron vistos por otras dos sobrevivientes, Cecilia Suzzara y Victoria Roca.

Cilene Peralta, la hermana de Silvia Pohebe, una mujer con un dolor tan antiguo que parecía impreso en cada línea de su rostro, relató conmocionada: “¡Mi hermana vio cómo baleaban a Diego! Dicen que gritaba terriblemente en el auto, y se aferraba a Juanita... Que luchó para que no le sacaran la nena... Pienso que debe haber sido terrible para ella este segundo secuestro porque ya sabía todo lo que le pasaría... No había alcanzado a reponerse de las torturas anteriores, de las vejaciones... Así que cuando Cecilia Suzzara nos contó que una chica entró gritando como loca (a La Perla), yo me pregunto: ¿y cómo no iba a ser así, si ella ya había pasado por todo eso?”.
Juanita y la diáspora familiar

Como Juanita no tenía papeles, la familia Ferreyra no la podía sacar del país. Pablo la dejó en casa de una hermana de su mamá Delia: María Magdalena Beltrán Paz, que la crió como a una hija propia.

Los Ferreyra ya tenían a su hijo mayor, Alejandro Enrique, preso en Rawson desde fines de 1973; a Delia, viviendo en La Rioja; y al propio Santiago, viviendo en la clandestinidad luego de que lo involucraran en el copamiento de la Fábrica Militar de Villa María. Con la desaparición de Diego y Pohebe, y la amenaza de los represores de matar a toda la familia si no se iban el país, el 2 de junio abordaron un avión de Aeroperú rumbo al exilio. Desde Ezeiza, Delia Beltrán, que había sido despedida de su cargo como directora del Manuel Belgrano “por la peligrosidad de sus ideas”, le escribió a su madre: “Yo los he criado con amor extremo a la justicia, con desprendimiento extremo de lo material, con amor a los desposeídos. El Negro (su esposo) les ha dado ejemplo de lucha, de trabajo y de desprendimiento extremo hacia las cosas de este mundo. Todo eso, unido a una extrema vocación política (también heredada desde los abuelos y bisabuelos gobernadores) más un momento histórico determinado, es lo que ha determinado la situación (...). No lamento las cosas perdidas, criamos a nuestros hijos en el respeto a los seres humanos, para mantener la dignidad sin perder la vergüenza”.

Los Peralta también habían sido cercados y perseguidos: Cilene describió la diáspora dolorosa, sistemática a la que fueron empujados: “Mi familia ya había sufrido el secuestro y asesinato de mi único hermano varón, Esteban Peralta, de 19 años, en junio de 1975. Lo fusilaron junto a Estela Santucho en el Comando Radioeléctrico... A mi padre le quitaron la matrícula de abogado; a mi mamá, que era odontóloga y docente, la despidieron de su trabajo sin causa alguna. A mi marido, que era médico, también lo despidieron... Secuestraron a mi hermana en Mendoza, después acá... No había cómo garantizar la seguridad de Juana... Se dispersó la familia. La vida ya no nos pertenecía. Podía pasar cualquier cosa. Con mi marido decidimos ir a vivir a Formosa; a vivir de otra manera. Nos costó aprender a convivir con el miedo. Recuerdo que mi mamá se sentaba con la foto de los hijos, con los pañuelos blancos, y que estaba con otras Madres en la peatonal (de Córdoba), y que pasaba gente y les gritaban: ‘Pero a ésa yo la vi en Brasil, están viviendo en Brasil’. Y las Madres lo único que tenían era eso: mostrar la foto de los hijos que les habían secuestrado, desaparecido”. Cilene recordó: “Mi mamá iba a las mesas donde mis hermanos todavía aparecían empadronados cuando llegó la democracia, con la esperanza de verlos llegar. Este es el gran daño con los desaparecidos: no estaban ni vivos, ni muertos”.
Vergez dispara de nuevo

Durante su declaración, Cilene Peralta no permitió que los imputados permanecieran en la sala: “No, que entreguen la lista de los que mataron y adónde los enterraron –argumentó–. Esa es la única manera de pacificar. Ellos pueden entrar y salir mientras nosotros dejamos acá los momentos más terribles de nuestras vidas... Por eso pedí que se queden afuera (en realidad en la sala contigua, con una pantalla de TV de circuito cerrado). Siento que ellos se burlan de nosotros”.

Lo que Cilene no sabía entonces era lo que sucedió mientras declaraba Pablo Ferreyra –el primer testigo– y fue denunciado ante los jueces por el querellante Claudio Orosz. Mientras atestiguaba Pablo, su hermano Francisco “Paco” Ferreyra estaba sentado en la sala con sus familiares y levantó una foto de Diego. Vergez se dio vuelta en su banquillo de acusado, pasó su brazo sobre el respaldar del asiento y, apuntándole a la foto del desaparecido con una de sus manos, hizo varias veces el gesto de gatillar. El hermano de la víctima le sostuvo la mirada y mantuvo la foto en alto, hasta que el represor se volteó. El tribunal hizo lugar al planteo de Orosz y pidió el registro fílmico para analizar la cuestión.

Lo sucedido no sorprende: Vergez ha exhibido desde el inicio de este juicio un comportamiento burdo y despectivo. Este diario supo además que también tuvo y tiene serios problemas con sus cómplices en el penal de Bouwer, donde están detenidos. De hecho, en enero, “cansados de sus groserías, sus sonoros flatos a propósito y demás barbaridades, como bajarse los pantalones todo el tiempo, lo esperaron, lo emboscaron y le dieron una paliza tremenda. Tanto, que los guardias lo tuvieron que rescatar y cambiar de pabellón”, aseguró un empleado penitenciario que pidió el resguardo de su identidad. La versión fue corroborada por la denuncia que el propio Vergez dejó asentada en los tribunales luego del ataque. Cercado por las pruebas de sus delitos y hasta por su propia caterva, el torturador dejó en claro su vocación de victimario, que no se arrepiente de nada y hasta volvió a “disparar”.