lunes, 27 de julio de 2015

El duelo de los familiares de estudiantes asesinados en La Perla, cuyos restos fueron identificados

“Nunca pensé que volvería a saber de él”

Las actas de aparición y los certificados de defunción de cuatro estudiantes hallados por el Equipo de Antropología Forense fueron entregados a sus familiares. Para el juez Hugo Vaca Narvaja, el objetivo es “acabar con el estado de desaparición en el país”.

 Por Marta Platía
Desde Córdoba


Atardecía en La Perla, el sitio de la memoria que fuera uno de los principales campos de tortura y desaparición durante la última dictadura, y el viento helado apenas permitía respirar. Parada sólo sobre su voluntad, la mujer arrancó el discurso que jamás imaginó que pronunciaría: “Yo nunca, nunca pensé que volveríamos a saber de él. Y menos recuperar sus huesos. Nunca pensé, mientras seguimos viviendo todos estos años de dolor desde que Alfredo (Sinópoli Gritti) desapareció (hace 40 años), que siempre hubo gente buscándolo y hasta más que nosotros... Gente que nunca bajó los brazos. A ellos, a las Abuelas, a las Madres, a los Familiares, a los Hijos y antropólogos, al juez, gracias: muchas gracias, infinitas gracias. Por buscarlos y ahora contenernos”, alcanzó a decir Graciela Sinópoli, hermana de Fredy, antes de permitirse llorar todo lo que no lloró durante el largo, gélido día que comenzó cuando le entregaron las actas de hallazgo de los restos de Alfredo y el certificado de defunción del joven aparecido el 21 de octubre de 2014 en los Hornos de La Ochoa: la estancia que ocupaba el ahora multicondenado ex general Luciano Benjamín Menéndez en los predios de La Perla.

En Córdoba, en una ceremonia en Tribunales, el juez federal Hugo Vaca Narvaja les entregó a los familiares de los cuatro estudiantes de medicina cuyos restos óseos fueron hallados por el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), la documentación cuya finalidad es “acabar con el estado de desaparición en el país”. El juez explicó que “recuperar los restos, identificarlos, dar por terminada su etapa como desaparecidos es comenzar a resarcir tanto daño. Y esa es nuestra obligación como Estado”. Los restos de esos cuatro jóvenes militantes de la Juventud Universitaria Peronista (JUP) son los primeros que se encontraron en una guarnición militar en Córdoba. Y nada menos que cerca de la estancia de Menéndez, en las más de 15 mil hectáreas de lo que fue el campo de concentración de La Perla.

Llegados desde San Luis, desde Salta y la Traslasierra cordobesa, estuvieron los hermanos, tíos y sobrinos de Lila Gómez Granja, secuestrada a los 21 años; de su novio, Alfredo Sinópoli Gritti (de 22), del puntano Ricardo Enrique Saibene Parra (de 20); y el hermano del salteño de Metán: Luis Agustín Santillán Zevi (de 27 años). Los cuatro fueron secuestrados en el parque Sarmiento de la capital cordobesa, a pasos de la Ciudad Universitaria, la mañana del 6 de diciembre de 1975, por una patota del Comando Libertadores de América (CLA). Nunca más se supo de ellos. Ni un solo dato. Hasta que la sobreviviente Graciela Geuna detalló lo que les escuchó comentar –hasta con sorna– a los represores de La Perla. Torturadores que hablaban sin tapujos frente a ella y otros “muertos vivos”, como llamaban a los prisioneros que planeaban matar. “Nosotros salíamos del (Batallón) 141 y vimos a estos boludos que se les ocurrió caminar por el Dante, siendo jóvenes y con el pelo largo... Los secuestramos y los matamos.” Según Geuna, fue el represor Luis Manzanelli quien contó que la patota “estaba al mando de (Héctor Pedro) Vergez”, alias Gastón o Vargas: quien era –junto a Menéndez y luego Ernesto “el Nabo” Barreiro– uno de los jefes del CLA, la versión local de la Triple A.

La hora de los hornos

El flamante secretario de Derechos Humanos del juzgado, Juan Miguel Ceballos, invitó a los familiares de las víctimas a recorrer La Perla y los hornos donde fueron hallados los restos de los jóvenes. Apretujados a bordo de la camioneta y autos cuatro por cuatro propios “y de prestado” que utilizan los expertos del EAAF para sus tareas, desde el sitio de la Memoria La Perla se recorrieron los casi nueve kilómetros de huella monte adentro, y las varias tranqueras de la “zona militar” donde además de los viejos hornos para fabricación de cal en que se encontraron huesos de los estudiantes de medicina, está la estancia La Ochoa. Allí donde el ex jefe del Tercer Cuerpo de Ejército pasaba sus fines de semana y hasta mantuvo prisioneros a varios dirigentes del Partido Comunista cordobés, como el abogado Salomón Gerchunoff. Un edificio hecho en piedra que tiene pretensiones de castillo y desmienten las tejas coloniales. En los hornos, con “enorme cuidado, ya que hay peligro de derrumbe”, advirtió Anahí Ginarte del EAAF, la arqueóloga explicó paso a paso lo que el equipo fue haciendo para extraer los restos del tercer horno “empezando desde la izquierda”, no bien hallaron la primera costilla humana. Ginarte detalló que “por la evidencia (los militares) trajeron camiones con escombros donde estaban mezclados los huesos ya quemados en otro lugar, y los tiraron por las bocas superiores de los hornos. Por lo que pudimos comprobar, no los quemaron aquí. Y cuando los quemaron, eran cuerpos que todavía tenían sus tejidos blandos. No eran esqueletos. Así, junto con los escombros los arrojaron desde arriba, cayeron por las chimeneas, y todo se fue deslizando a los dos niveles que siguen para abajo. Los encontramos en el de la base. En el terraplén de tierra de la boca del nivel inferior”.

Allí, en ese pequeño arco interior del horno tres, en esa boca ahora dentada sólo por un hierro retorcido curiosamente en forma de cruz –dato que a los familiares no les pasó inadvertido– el grupo puso sus ramos de flores. Y se abrazaron unos a otros. Se fotografiaron. Lloraron y se rieron mirándose a los ojos mientras hipaban el llanto que oscilaba entre la inmensa pena y la alegría. Omar, el hermano de Ricardo Enrique Saibene, contó que ese año, “cuando se lo llevaron, a Enrique le tocaba el servicio militar. Ya estaba en cuarto año de medicina”. Hugo Sinópoli, en tanto, con sus ojos brillantes, celestísimos, retomó su “rivalidad” con Fredy: “Sí, era más lindo que yo y me cascaba a la salida de la escuela... Las chicas siempre lo seguían a él”. Norma, la hermana de Lila Gómez Granja, contó que sus padres murieron “esperándola, siempre esperándola”; y Edgar Oscar “Cacho” Santillán, hermano de Luis Agustín, agradeció “poder volver a Salta, a Metán, con todo esto que he visto para contárselo a mi mamá en su tumba, así descansa en paz de una vez”.

El antropólogo e historiador del EAAF Fernando Olivares dijo a este diario que jamás olvidará ese 21 de octubre: “Estoy en el equipo hace unos trece años. Y hace más de diez que trabajamos en La Perla. Esa mañana, uno de los peones que movían la tierra y los escombros dentro de los hornos, viene y me dice ‘mire, un hueso’. Era una costilla flotante (de las últimas de la caja toráxica). No me quise hacer ilusiones... entré y metí la mano en la chimenea del horno tres y me cayó en la mano un coxis... Ahí ya no tuve dudas. Sabía que por fin habíamos encontrado restos humanos. Llamé a todos. Lloramos de emoción”. Ahora los hornos están limpios. Ya se extrajeron todos los restos óseos que se encontraron y se sigue trabajando en su identificación. ¿Qué es lo que resta por hacer en esa zona? Anahí Ginarte contesta: “Hay un pozo en el que testigos afirman haber visto restos. Tenemos que esperar la época de seca en estas sierras para poder trabajar ahí. Y en las 15 mil hectáreas, nada menos... En todo este campo que ves y en lo que no ves”.

Vergez y los vagos

“¿Sabe para qué hicieron los vuelos de la muerte los de la Armada? De vagos, por no tomarse el trabajo de fusilarlos. Y de tontos, porque no evaluaron que se les podía volver en contra. Yo siempre me preocupé por lo que pasaría después”, le dijo Héctor Pedro Vergez a la revista Noticias publicada del 2 de abril de 1995. Para Vergez, los asesinos de la ESMA de puro “vagos no evaluaron” que el mar podría devolver los cadáveres de los vuelos de la muerte. Sólo “de vagos” les inyectaban pentotal para dejarlos aún más indefensos, decolaban aviones de modo sistemático y los arrojaban al Río de la Plata. No como él y sus secuaces. Que sí se tomaron el trabajo que hay que tomarse para “desaparecer” en serio a sus víctimas: además de las torturas, violaciones, robos y demás vejámenes, los “dignos subordinados” de Menéndez fusilaban, arrojaban a fosas comunes, los rociaban con combustible, los quemaban y los tapaban con cal, tierra y escombros para ocultarlos para siempre. En los hornos de La Ochoa hay una prueba contundente: los restos de los cuatro jóvenes allí encontrados habían sido quemados en otro lugar, mezclados con escombros, traídos por camiones por esos más de nueve kilómetros de monte cerrado (sin contar el trayecto por la ciudad) y arrojados por las chimeneas. Una labor dedicada, casi artesanal de desaparición.

Los cuatro estudiantes figuran en la llamada “causa Barreiro”. De allí que el Nabo se los haya querido sacar de encima cuando entregó las listas con 19 nombres de desaparecidos el 10 de diciembre pasado. “Son casi todos muertos de Vergez”, leyeron querellantes y defensores al compulsar nombre a nombre. Aunque no sólo a eso apuntó el Nabo con su ruptura del pacto de sangre y silencio: quería adelantarse a las comprobaciones de identidad que haría el EAAF, y lograr así una posible amnistía si algún partido de derecha gana las elecciones. Nada de “humanitarismo”, sólo oportunismo y su ya reconocida megalomanía para destacarse entre sus 51 cómplices y ganarle el liderazgo a su otrora jefe Menéndez. Lo que también quedó claro con esa lista, es que los reos mantienen al día su base de datos. Si no, ¿cómo recordar dónde se enterró juntos y 40 años después a ¡cuatro! de las miles de víctimas que masacraron? “¡Qué trabajo que se tomaron para desaparecerlos!”, se sorprendían una y otra vez, recorriendo los hornos de La Perla, los familiares de los estudiantes. “¡Pero qué trabajo!”, repetían aterrados.

jueves, 2 de julio de 2015

El hijo de un represor contó qué trabajó en Inteligencia y que estuvo en el ccd y e La Perla

“Les hacían cavar y los enterraban”

Luis Alberto Quijano contó que vio secuestrados, que escuchó grabaciones de sesiones de tortura, destruyó documentos y que a las víctimas los enterraban en pozos. Dijo que quiere colaborar con la búsqueda de verdad y justicia.

Luis Alberto Quijano, hijo de un torturador ya fallecido de dos centros clandestinos de detención de Córdoba, declaró ayer como testigo en la megacausa La Perla, por delitos de lesa humanidad en esa provincia. El hombre de 54 años contó que desde que tenía quince, en 1976, fue obligado a trabajar de forma permanente en el Destacamento de Inteligencia 141 del Ejército, donde estaba destinado su padre y donde se decidía sobre secuestros, asesinatos y desapariciones. Quijano relató que visitó La Perla y vio a secuestrados sobre colchonetas, que tuvo que escuchar cassettes con grabaciones de sesiones de tortura y que a las víctimas “les hacían cavar pozos, los mataban y los enterraban”. También explicó al tribunal que conserva en su hogar muchos de los objetos robados a los secuestrados, que sacó del Destacamento o que llevaba su propio padre.

Luis Alberto Cayetano Quijano, fallecido hace dos meses, fue un oficial de Gendarmería especializado en Inteligencia que registró a su hijo con sus dos primeros nombres. A partir del golpe de Estado fue destinado al destacamento, del que dependían La Perla y La Ribera, entre otros centros de detención, y pasó a integrar un grupo de tareas responsable de centenares de secuestros, allanamientos, torturas, robos y desapariciones. Según el relato difundido por Cba24n e Infojus, la infancia de Quijano estuvo marcada por la violencia que le impartió su padre, que desde fines de 2012 compartió el banquillo de los acusados con sus ex compañeros. Recordó a varios de los que conoció en los años ’70 (nombró a Palito Romero, Chubi López, Manzanelli, Texas, Diedrich, Yáñez, Barreiro y Vergez) aunque pidió declarar sin que ellos estuvieran presentes.

“Mi tarea en el Destacamento era destruir documentación clasificada. No se confiaba mucho en los colimbas, por eso me pusieron a mí de encargado. Dependía de Aguilar, un oficial que era como mi tío, me hacía creer que yo también era un oficial de Inteligencia”, manifestó el testigo. Entre las tareas encomendadas contó que se encargó de destruir fotos, documentos, pasaportes, títulos y libros. Agregó que aún conserva algunos ejemplares que en ese momento le llamaron la atención.

Pese a su juventud, Quijano relató que sabía usar armas de guerra, que iba a cada lugar con su pistola y a veces con una ametralladora. En varias ocasiones acompañó a grupos armados a realizar secuestros o allanamientos. La tarea que le adjudicaban era la de cuidar el vehículo y ahuyentar a cualquier vecino que preguntara qué estaba ocurriendo.

“Recuerdo una imprenta clandestina en el Barrio Observatorio. Se bajaba por una escalera y se ingresaba a una bóveda donde funcionaba la imprenta que pertenecía a Montoneros”, relató. “Agarré una estrella federal de madera que tenía escrita la frase ‘Libres o Muertos’ y me la llevé”, contó.

“Me daban cassettes para oírlos. No era algo agradable, pero ya estaba acostumbrado. Dos amigos de la escuela también los escucharon. Yo los llevaba en el bolsillo y para mí, teniendo en cuenta esa época, era algo normal. Ya no los tengo porque se me ordenó destruirlos”, describió Quijano. “Sé que a los presos se los ataba de pies y manos a la cama. Y se les ponía el voltaje directo. Recuerdo que no se les podía dar agua inmediatamente porque morían de un infarto. Nadie se resistía a la picana, ellos (los militares) le decían ‘la máquina’”, contó. En cuatro oportunidades visitó La Perla y desde una puerta pudo ver “la cuadra”, una gran sala con cientos de secuestrados vendados. “Desde la puerta veía la gente y las colchonetas”, recordó. En un momento, mientras Quijano adolescente observaba, su padre le ordenó: “¡Dejá de mirar, pelotudo!”.

Sobre el destino de los desaparecidos, contó que “ellos (los militares) hablaban del pozo: sacaban gente de La Perla, venían los camiones de la Brigada y los cargaban. Les hacían cavar pozos y los mataban y enterraban”. “Sé que cuando llegó la época de Alfonsín se trajeron, no se de dónde, máquinas para abrir los pozos. Se molió todo: los cuerpos y la tierra. Decían que nadie iba a encontrar nada”, agregó. “También en algunos casos se llevaban cuerpos a fosas comunes de cementerios”, dijo.

“Héctor Vergez era uno de los tipos que más autónomamente se manejaban. Era considerado muy peligroso. Solía robar mucho, aunque todos robaban”, admitió. “Recuerdo haber visto mucho dinero, que se lo repartían entre ellos. Decían que era botín de guerra”, expresó. “Los militares tenían la facultad para fusilar gente. No se usaba orden de allanamiento. Eran dueños de la vida y la seguridad de todos”, añadió.

Quijano contó que durante su infancia y adolescencia “tenía muchos problemas de conducta” pero “me salvaba porque era hijo de militar, si no me echaban”, y que cuando el padre murió no se conmocionó con la noticia. Ayer, a casi cuarenta años de aquella historia, manifestó ante el tribunal su deseo de colaborar en la búsqueda de memoria, verdad y justicia.