jueves, 13 de marzo de 2014

Testimonios dieron cuenta de la existencia de un plan sistemático

Brindó  testimonio David Andenmatten, militante de la Agrupación Universitaria del Peronismo de Base; luego lo hizo Jone Teresa Grilli, esposa del dirigente de Luz y Fuerza Juan Alberto Caffaratti – detenido desaparecido- y la última en hacerlo fue Nilda Estela Jelenik. El secuestro,  la tortura empleada como método para lograr información, los “traslados” y la presencia de emabarazadas en los campos de concentración quedaron expuestos.

Por Katy García- Prensared


El primer testigo Andenmatten reconoció a Miguel Ángel Gómez como su torturador y durante el curso del relato lo responsabilizó de torturar a una centena de militantes en Río Cuarto. Pidió que se investiguen estos hechos ocurridos en la ciudad del sur.

Lo detuvieron el 27 de mayo de 1976, tenía 22 años, trabajaba en una fábrica de baterías, en barrio General Paz. “A las 7  de la mañana vinieron tres hombres de civil que se presentaron como policías. Me introdujeron en un auto y llevaron al D2. No iba vendado”, afirmó. Después lo vendaron y le dijeron: “Andenmatten: vamos”.

El testigo revivió aquellos dolorosos momentos cuando un grupo de represores “le tiraban agua y le hacían preguntas, todo junto. Para mí fue un tiempo infinito”, dijo y afirmó que con el tiempo supo que el que lo interrogaba era (Miguel Ángel) el Gato Gómez. Lo recordaba por la voz. “Estaba como perdido en El tranvía”, dijo en referencia a un banco de cemento donde los amontonoban.  “Había más personas detenidas. Se escuchaban gritos, le pegaban a todo el mundo. Un horror. Ese era el trato natural”, se acordó.

El 28 de mayo lo sacaron  y lo llevaron a Río Cuarto donde también lo torturaron y realizaron simulacros de fusilamiento, mientras le pedían nombres. Permaneció en la cárcel  71 días y luego lo trasladaron a la UP1. “Nunca vi a un juez, ni nada, estuve tres  años a disposición del Área 31”, expresó ante el Tribunal. En la UP1 estuvo en el Pabellón 10 y se enteró por los otros presos de los fusilamientos. “Había un clima de terror muy grande. Los militares nos pegaban y hacían circular…era muy duro”.

Ir y volver torturado

“Recuerdo que  cuando llegó Hubo Basso, no podía caminar”, dijo y lloró a cara descubierta. Con voz entrecortada prosigue. “Estábamos en situación de incomunicados, hacíamos las necesidades en un tarro y sin poder hacer nada. Y en cualquier momento nos sacaban y pegaban. Fue una situación que pudimos superar porque nos sosteníamos mutuamente”, explicó.

“Todos lo vimos llegar hecho mierda”, le dijo a Claudio Orosz, cuando le tocó a la querella profundizar con preguntas el relato. También comentó que Eduardo Porta era uno de los prisioneros a los que llevaban y traían de La Perla. “Él me ha contado que lo habían condenado a muerte y que lo tenían como un trofeo. Recuerdo que me dijo que estaba la chica (Ana) Mohaded. Con Porta se ensañaron mucho”, señaló.

A él también lo sacaron en 1978. “Un día me sacan, me llevan en un camión al D2 que estaba en (la calle) Mariano Moreno y ahí en una celda  me pegan a mí y a otros. El Gato Gómez, se ensañaba conmigo. Creí que me moría” describió. Le aplicaban alternativamente el submarino y los golpes. “Después de un tiempo, no recuerdo cuanto, al fin y al cabo dos o tres días  vino y me dijo: firmá esta declaración. La firmé sin leer para que no me pegara más.”, agregó. Destacó que era común esta práctica de llevar y traer personas detenidas desde los centros clandestinos La Ribera y La Perla a la cárcel UP1 y al revés.

Al cabo de unos días lo condujeron a la IV Brigada Aerotransportada donde le hicieron un Consejo de Guerra. Contó que hubo careos hasta que lo llevaron de nuevo a la UP1. “Como sería la situación que llegué contento a la cárcel, era un alivio”, describió. Allí pudo ver entre otros a Rodolfo Novillo Corvalán, a Cecilio Salguero, y a “un señor mayor que estaba con toda su familia”, expresó refiriéndose al empresario Alejandro Deutch y a su esposa Elena Rosa Rosenzweig y sus hijas Liliana, Susana, y Elsa.

El sobreviviente  que declaró anteriormente en el Juicio Videla reafirmó que cuando dijo que el Gato Gómez mientras estaba preso en La Ribera por violación “hacía de las suyas” era así, aludiendo a que torturaba. Reiteró que “se investigue la situación de este señor en Río Cuarto. En este punto refirió varios casos. Como el de un trabajador ladrillero a quien amenazó frente a su hijo y su mujer a punta de pistola. Y que ese hombre murió al año siguiente. También señaló otro caso de violaciones reiteradas contra una detenida mientras la trasladaba a Córdoba y detuvo la marcha para hacerlo. “Se cansó de violarla”, dijo y añadió que “esta mujer tuvo un hijo”. “Era el principal torturador”, manifestó y confesó que “Por más que vivo lejos, no estoy siempre tranquilo, me despierto de noche, sueño”, refirió.

 Homenaje a Berta Perassi

En el tramo final le pidió permiso al Tribunal para leer una carta que hizo pública en 2003. Allí retrata la vida de quien había sido su novia también militante del Peronismo de Base. Berta Perassi fue secuestrada en Córdoba. Militaba en el PRT y ya no eran pareja. (1) Contó que hasta 2006 solo figuraba en una lista que presentó Graciela Geuna –una de los 17 sobrevivientes de La Perla- y cuenta que había sido “trasladada” de La Perla a los 20 días de haber llegado. También lo corroboraron Susana Sastre y Piero Di Monte. (N de la R. Traslado en la jerga de los represores significa asesinada)

Con un grupo de amigos investigaron que pasó y lograron reconstruir con datos aportados por la familia como habían sucedido los hechos. La madre de la joven llegó hasta Menéndez quien negó que estuviera detenida. Berta trabajaba en la fábrica de galletitas Lía. Cuando fueron a buscarla no la encontraron. Una pareja amiga cuya mujer estaba embarazada le avisó. Se supo que a diario la visitaba en la maternidad hasta que no fue más. Y nunca más se supo de ella.

Con el tiempo en Río Cuarto la sociedad organizada la rescató del olvido y el silencio a través de una calle que lleva su nombre: Alfabetizadora Berta Perassi, en memoria a la actividad militante que realizaba en el barrio “El Acordeón”.

El fiscal Trotta que condujo el interrogatorio le pidió al Tribunal que además de testigo se lo reconozca  como víctima del terrorismo de estado.

Teresa Grilli: “Mi marido era el nexo entre Tosco y la comisión directiva”

La esposa de quien fuera miembro de la conducción del Sindicato Luz y Fuerza declaró que se enteró por compañeros de trabajo que Juan Eduardo Caffaratti había sido detenido a la salida de la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC), el 15 de enero de 1976.

“Fue levantado por sujetos armados e introducido en un auto con rumo desconocido. De ahí no se supo más nada”, expresó. Contó que entre tres a cinco compañeros lo presenciaron sin poder hacer nada. “Creo que le preguntaron  ¿Sos Alberto Caffaratti? Y él dijo que no. Lo insultan y le dicen sos vos, y lo llevan”.

Cafaratti militaba en el Partido Comunista e integraba el Comité Central.

“Lo amenazaban permanentemente, vas a ser boleta”, contó que le decían.  Y que una de las formas empleadas fue volantear en su contra y la de otros como Hugo Moro, Mario Bialet, Tomás Di Toffino.

El fiscal indagó si pudo reconstruir de alguna manera la historia y respondió que  presentaron hábeas corpus, fueron al Arzobispado, recorrieron comisarías  y diarios en busca de información. “Se formó una comisión de presos y desaparecidos, pero nadie dio datos ni supimos nada”, afirmó.

Guiada por las preguntas de Orosz fue explicando que el gremio en ese momento estaba intervenido, que otras personas fueron también perseguidas y detenidas como Tomás Di Toffino, Bruzuela y otros. Y contó que se había formado una comisión integrada por Di Toffino, Bialet y  Fabiolo, y que antes del golpe viajaron a Buenos Aires. “Fuimos a entrevistar en el edificio Libertad a  algún general;  no sé quién nos atendió en esa época. Pedíamos que trataran de averiguar algo”.

Por seguridad la familia integrada por ellos y sus dos hijos Mariana y Daniel de 5 y 6 años un mes antes del hecho ya no dormían en el domicilio. La testigo dijo que volvió a su casa una sola vez para hacer la mudanza. Desde 1974 el sindicato estaba intervenido y el secretario general Agustín Tosco pasó a la clandestinidad. En ese contexto la comisión directiva a fines del 1975 y principios de 1976 funcionaba por fuera y “mi marido era el nexo entre Agustín Tosco y el resto de los sindicalistas”, explicó. Y realzó el accionar del conjunto de los trabajadores “sumamente activo y solidario, sobre todo con la gente perseguida por los Comandos Libertadores de América”.

 Nilda Ester Jelenik: “La violación era parte de la tortura”

La testigo ofrecida por las abogadas de Abuelas de Plaza de Mayo María Teresa Sánchez y Mariana Paramio, narró su propio cautiverio y reconoció a los imputados Calixto Flores, Graciela Antón, Jesús Antón, Luis Manzanelli, Guillermo Barreiro y a Sérpico (Buceta). “La cuca Antón actuaba abiertamente”, afirmó.

La sobreviviente narró que fue secuestrada durante un allanamiento realizado en la casa de su hermano, a mediados de marzo de 1975, en barrio Ayacucho. “Estaba a cargo del operativo el Chato Flores y me llevan con mi pareja Hugo Hernández al D2”. Allí fue encapuchada y torturada.

“En el D2 la violación era parte de la tortura. La tortura era una situación de locura. El torturado está normalmente desnudo y mientras le hacen la mojarrita, lo están violando, o pasa alguno y le mete mano”, recordó crudamente. En otro tramo del relato consignó que también pasaban horas y horas de pie en esas condiciones.

Embarazadas

Del D2 la conducen al Buen Pastor. “En ese momento teníamos un pabellón las presas no embarazadas y sin hijos y en otro estaban las embarazadas con niños”, explicó.

Entre las segundas nombró a Diana Triay (Sus restos junto a los de su esposo Sebastián Llorens fueron identificados el 1 de marzo de 2013 por el Equipo de Antropología Forense y restituidos a sus familiares) y a otras dos mujeres más. Dijo que había un sistema similar a una guardería para atender a los chicos. “Yo no me fugué, tenía una causa abierta”, dijo y recordó que se encontraba en medio de un proceso del que saldría sobreseída. Fue ahí que se produjo un  “reencuentro” con el grupo de tareas del D2. Explicó que eran miembros de una comisión que la llevaba y traía ante el juzgado por orden del juez Vázquez Cuestas.

“En la UP1  había varias embarazadas y niños con un régimen relativamente flexible, después se comienza a endurecer y les piden a las mamas que se llevaran a los niños”, afirmó y recordó por sus nombres de pila a varias de las detenidas. “Más o menos después del golpe se retiran a todos los niños, la represión se endurece con bailes y requisas. Les sacaban a los chicos a veces directamente en la maternidad. Era muy dramático escuchar cuando se los sacaban”, contó.

“En esa época se produjeron los “traslados” y fusilamientos como en el caso de Diana Fidelman”. Sobre ello reveló que una de las rutinas previas “era que se cerraban todas las celdas. Nos decían a nosotros: junten sus cosas y vayan arriba. Una noche vienen y me dicen junta tus cosas y subí. Era pleno invierno -en 1976- cuando ocurrió la muerte de Moukarzel”.

Luego relató su traslado al campo de la Ribera donde pudo ver a Patricia Astelarra y a Irene Bucco, embarazadas provenientes de La Perla. “El impacto cuando las vi fue muy grande. Era ver dos cadáveres hablando”, graficó. En esa oportunidad,  Patricia le había dicho que La Ribera era un jardín de infantes al lado de La Perla donde desaparecía mucha gente y que en su caso había sobrevivido porque sus padres pagaron un rescate. Y que Rosita Previtera –fugada del Buen pastor- estaba en La Perla lugar “donde no había seguridades de nada. La gente entraba y no salía”.

En el lugar dijo que había personal de la ESMA porque su pareja Hernández había sido sub oficial algo que aclaró ella desconocía.

La testigo afirmó que por su ascendencia alemana y los contactos de su madre miembro activo de la iglesia pudo salir del país. Destacó la actuación del Pastor Ihle,  Genet y Fanderfale.

Recordó que los imputados Manzanelli y Barreiro “Venían prácticamente todos los días a la cuadra”. Y que antes del país iban a su casa a tomar café y que cada diez días debía reportarse ante Saseain “una persona violenta, irascible del que se escuchaban improperios, gritos, escenas, golpeaba cosas”.

La abogada Marité Sánchez indagó sobre las tres veces que estuvo en el Buen Pastor. La mujer recordó que la última vez observó que desde lo edilicio no había cambiado pero sí en cuanto a las rutinas. Dijo que estaban a cargo de dos monjas  y una celadora. “Recuerdo haber estado muchas veces sola mirando pasar las nubes, aislada en la pieza. Había una situación de mucha vulnerabilidad interna. Nadie sabía quién era el otro”, se acordó.

Ratificó como lo dijo el primer testigo que el Gato Gómez mientras estaba preso “torturaba gente”. Ella fue una de esas víctimas. Días previos a su partida le había dicho golpes de por medio “qué le contaste a estos que te dejan salir…vas a aparecer en una zanja”. Otra similar se repitió pero sin golpearla.

Tras responder preguntas puntuales sobre la presencia de embarazadas y niños la abogada la indagó sobre qué significaba esta experiencia en su vida y especialmente la violación. “Digamos que hay muchas clases de tortura. A pesar que alguna gente pueda decir que una cosa es más que otra”, reflexionó y acotó que “estar paradas  horas, con las manos en la nuca y las piernas abiertas” también era terrible. Y una vez la llevaron al hospital San Roque porque tenía las costillas rotas.

“Yo no tengo rencor, no quiero que nunca le pase a nadie”, concluyó.

Hoy al mediodía comenzó la lectura de la acusación a 11 imputados en cinco expedientes que se acumulan a la megacausa Se prevé que esta fase del proceso se extienda hasta fin de mes.

lunes, 10 de marzo de 2014

El caso de los seis seminaristas secuestrados en Córdoba

“Si la Iglesia no apoyaba, el golpe no se hubiera dado”

Dos teólogos y una monja norteamericana declararon en el megajuicio por los crímenes de La Perla. Relataron el secuestro que sufrieron en agosto de 1976, cuando los teólogos eran seminaristas y trabajaban en una villa.

 Por Marta Platía. Desde Córdoba

“Miren, yo estoy convencido de que el golpe no se hubiera dado si la Iglesia no hubiera estado de acuerdo. Ellos, en un acuerdo tácito, les dijeron ‘ustedes hagan el trabajo sucio y nosotros convalidamos’”, acusó, con certeza argumental, el teólogo Daniel García Carranza ante el tribunal que juzga los crímenes de lesa humanidad cometidos en La Perla. García Carranza fue uno de los seis religiosos secuestrados y torturados la madrugada del 3 de agosto de 1976: exactamente 24 horas antes de que asesinaran al obispo Enrique Angelelli en una ruta, y a pocas semanas del homicidio de los padres palotinos en San Patricio.

Así las cosas, la jerarquía de la Iglesia Católica argentina durante la última dictadura resultó la principal acusada –junto a los 41 represores que encabeza Luciano Benjamín Menéndez– en una de las audiencias más intensas que se hayan vivido en este juicio. Testificaron dos teólogos: Daniel García Carranza y Alejandro Dausá, y una monja norteamericana, Joan McCarthy: la religiosa que con su valentía y su fuga cuasi cinematográfica impidió que los mataran.

“Nosotros estamos vivos pero sabemos muy bien que podríamos no estar aquí –dijo el teólogo García Carranza–. Si no fuera por ‘Juanita’ (como llaman a Joan, que ya tiene 81 años), nos hubieran desaparecido como hicieron con tantos hermanos.” Vehemente, García Carranza relató que por esos días él, Dausá, Alfredo Velarde, José Luis Destéfanis, el chileno Humberto Pantoja Tapia y el superior del grupo, Santiago Martín Weeks (también norteamericano), “cursábamos teología en la escuela de las Hermanas Claretianas, porque (desde la curia local) nos pidieron que no estudiáramos en el Seminario Mayor. La Iglesia había decidido que no éramos gratos porque habíamos hecho la opción por los pobres, así que no nos dejaban estudiar en la sede del Arzobispado”, el edificio palaciego donde residía el cardenal Francisco Primatesta.

“Los seis pensábamos que el modo de vivir el Evangelio no estaba dentro del Arzobispado. Así que nos dijeron que nos fuéramos cada uno a su casa. Decidimos no hacerlo. La gente con la que nosotros trabajábamos en las villas desaparecía y moría. Nosotros lo veíamos casi a diario. Hubiera sido un acto de enorme cobardía irnos. Dar testimonio del Evangelio nos pedía eso. Nos acusaban de hablar de justicia social, pero el Evangelio es justicia social”, detalló expresivo el sobreviviente, ante la mirada de Menéndez que, desde diciembre, que no se quedaba a escuchar a nadie.

García Carranza relató que los seis seminaristas se fueron a vivir a una casa en un barrio obrero. Todos pertenecían a la orden de La Salette, de origen estadounidense.
La Iglesia cómplice

La noche del 3 de agosto de 1976, el joven García Carranza llegó y se encontró con la patota. “Eran cerca de las doce. Entré y sentí que alguien gritaba que me pusiera contra la pared. Pensé que era un mal chiste, pero me dieron culatazos en la espalda y me ordenaron que mirara al piso. Me vendaron con una camiseta mientras gritaban como locos. Ellos decían que eran de la policía, pero parecían delincuentes comunes. Jugaron a la ruleta rusa con nosotros. Nos gatillaban, nos pateaban. Destruyeron todo lo que había y se robaron todo lo que se pudieron robar.”

En la casa, además de los seminaristas a quienes fueron esperando hasta completar el grupo, estaban también “un viejito español muy enfermo y pobre que estábamos cuidando y una monja norteamericana que había bajado desde Jujuy a visitarnos: Joan McCarthy”. Fue ella quien, mientras esperaba a sus colegas, les abrió la puerta a los represores, que se identificaron como policías. Joan presenció todo a lo largo de las casi seis horas que la patota se tomó para secuestrar a los seminaristas.

Con su acento norteamericano y toques de un fino sentido del humor, Joan McCarthy le contó al Tribunal que “me di cuenta de lo que pasaba cuando entraron a romper todo. Me dijeron que no me preocupara, que no me harían nada. Yo les dije `qué alegría’ y me hice la que no entendía nada. Me senté al lado de la chimenea, junto al viejito español que me estaba contando de la Segunda Guerra Mundial y me puse a tejer. Me di cuenta de que tenía que poner toda mi energía en escuchar, ver, registrar”.

Joan contó que “mientras destruían todo y golpeaban a los hermanos, andaban buscando evidencia subversiva. Y lo único que encontraron fue el libro de un autor de ultraderecha, López Trujillo, que decía ‘Liberación cristiana, liberación marxista’. Se pusieron contentos. Después un disco de Joan Baez, que cantaba canciones de protesta, y uno de Los Beatles sobre Bangla (el concierto de George Harrison para Bangladesh). También un disco boliviano sobre la Patria Grande. Esa es toda la evidencia que encontraron”, se rió. Pero sus labios se apretaron por el dolor cuando recordó: “Antes de irse dibujaron una esvástica sobre una foto de (Carlos) Mugica, y pusieron la palabra ‘kaput’”.

García Carranza siguió su relato: “Nos llevaron en varios autos a la D2, en pleno centro histórico y a pocos pasos de la Catedral. Ahí, en los patios, en las celdas, nos patearon, nos golpearon. La mugre era horrorosa. Los gritos de los torturados. Pero, ¿saben qué? Absolutamente todos los días que estuvimos ahí vino alguien del Arzobispado para ver si seguíamos vivos. Muy posiblemente era monseñor (Pedro Eladio) Bordagaray. Ese hombre vio todo y no hizo nada”, se indignó el testigo.

–¿Cómo sabe que era Bordagaray? –preguntó el juez Jaime Díaz Gavier.

–Porque me lo dijeron en la D2. Y yo lo conocía bien: era mi padrino de bautismo. Mis padres le rogaron que hiciera algo por mí y no hizo nada.

El testigo lloró de dolor y de furia. Contó que después de algunos días, cuando los sacaron a todos de la D2, los represores les dijeron: “Bueno, ahora los tenemos que llevar a matar. Así que si quieren, aprovechen ya y corran. Escapen. Al que quiera irse, que se vaya ahora”. “Pero nosotros no nos movimos. No escapamos. Sabíamos que era una trampa. Nos llevaron a la UP1 (la cárcel del barrio San Martín). Yo la conocía porque mi padre había sido médico de cárcel. Allí nos pusieron en el pabellón de los presos políticos. Ellos nos avisaron que habían matado al obispo Angelelli.”

El relato de García Carranza se volvió vertiginoso: “Cuando nos trasladaron a la cárcel de encausados también nos llevaron a palos. Recuerdo que cerca de mi celda estaban (el gobernador José Manuel) De la Sota, (el sindicalista) Chechela Pastorino. Que a mi compañero y a mí no nos dejaban ir al baño. Me dieron un tarro de cinco litros. Por la mañana ahí ponían el agua para tomar. En la noche había que usarlo de baño. Con el paso de los días, hubo una desgracia más: mi celda se fue inundando con el excremento que caía de los baños de arriba. Yo estaba sentado arriba de una mesita la mañana que Menéndez pasó por ahí y me vio. Me acuerdo de que un militar le dijo que había que sacarme de allí, cambiarme de celda. Pero él dijo ‘no, que se aguante’. Un hombre muy humanitario este Menéndez...”.

El tono del teólogo se volvió de hierro: “Miren, una parte de la jerarquía de la Iglesia fue cómplice. Si ellos no hubieran apoyado, ese golpe no se daba. Monseñor (Adolfo) Tortolo le había dicho a nuestro provincial que no nos dejaran entrar una Biblia. Dijo que nosotros no nos la merecíamos por traidores. Ellos fueron cómplices. Los capellanes fueron cómplices. Les pido a los fiscales que los citen”, bramó.

García Carranza siguió: “Nos llevaron a La Perla. Allí perdí la noción del tiempo. Me interrogaron uno al que le decían Juan XXII (el represor José Carlos González) y (Roberto Mañay alias) ‘el cura’ Magaldi. Este fue el que me dijo que no me iban a torturar porque si lo hacían lo excomulgaban. Eso porque monseñor (Victorio) Bonamín había dicho que era ‘inconcebible que en el Código Militar la pena de muerte esté aceptada y la tortura no, que es un mal menor. Los capellanes vamos a tener que ponerlos de acuerdo con esto’. Ellos estuvieron de acuerdo. Y nosotros teníamos visiones diferentes de la Iglesia. Así que en un golpe de ultraderecha, nosotros éramos considerados de izquierda. Nombrarles la Teología de la Liberación a los represores era como traerles a Lucifer”.

El testigo, que se recibió de teólogo en Estados Unidos, volvió a cubrirse el rostro con las manos cuando nombró La Perla: “Eso no era una antesala del infierno. ¡La Perla era el infierno! Yo no fui picaneado, pero todavía recuerdo los gritos de los torturados. Aún ahora, con todos los años que pasaron, no puedo entrar a mi casa con las luces apagadas, evito salir solo. Las marcas de todo eso son increíblemente profundas”.

Cuando la querellante Adriana Gentile le preguntó por la actuación de Primatesta, García Carranza volvió a indignarse: “Fue de terror. Cuando nos liberaron gracias a la lucha que llevaron Juanita y otros compañeros, tuvimos que pasar a darle las gracias. Una cortesía antes del exilio. Recuerdo que cuando íbamos entrando al Arzobispado se nos aparecieron por detrás varios policías armados que nos encañonaron. Pensamos que nos iban a matar ahí, pero Primatesta apareció por atrás de ellos y entonces los tipos cubrieron sus pistolas con las gorras, pero nos siguieron encañonando. De pronto se hicieron a un lado y fuimos a la audiencia”.

–¿Y Primatesta lo supo? –preguntó alarmado el juez Díaz Gavier.

–Sí. Eso es lo más asqueroso del asunto. Cuando le contamos, nos dijo: “No hay problema, a eso lo arreglo yo”. Y si eso no es complicidad, ¿qué es? Es más, a una compañera, Ema Rins, que le fue a pedir protección, Primatesta sacó unas listas de su escritorio y le dijo: “Pero no, vos no estás en las listas”. ¡El las tenía!
Un baño de sangre

A su turno, Alejandro Dausá, también teólogo y compañero de cautiverio de García Carranza, recordó horrorizado: “La locura, las armas en la cabeza, en la boca” durante el secuestro, los golpes y los tormentos en la D2 y, en particular, “los gritos de una mujer que rogaba que por favor, que no le metieran más bichos”. Cuando pudo reponerse, este hombre de 60 años que aparenta menos, argumentó firme: “Lo que nosotros considerábamos trabajar con sectores desposeídos y llevar una vida sencilla no iba en línea con la jerarquía. La Iglesia conocía perfectamente lo que pasaba acá. Los obispos eran la única instancia que podría haberle puesto freno al golpe. Pero aquí se dio un caso único en Latinoamérica: que la Iglesia apoyó lo que pasó y hasta aportaron argumentos para avalar la tortura y el genocidio”.

–¿Y cuáles fueron esos argumentos? –preguntó el fiscal Facundo Trotta.

–Ellos hablaban del baño de sangre purificador. Hay homilías de monseñor Bonamín, de Tortolo que hablan del baño de sangre purificador.
De Córdoba a Estados Unidos

“Me acuerdo que sentí una especie de premonición esa tarde cuando iba a visitar a los seminaristas al barrio Los Boulevares”, relató Joan McCarthy ante los jueces. De rasgos hermosos y afilados, “Juanita”, como la llaman sus amigos en Argentina, fue a la vez la persona indicada en el momento justo, y no. “Llegué a la casa en la tarde en que aparecieron los de la patota. Golpearon, gritaron que eran de la policía y yo, que estaba esperando a los compañeros, abrí.” Amparándose en su paso como visita extranjera, la monja fue una testigo fundamental en el secuestro, pero también una protagonista central en la salvación de sus colegas.

“Antes de irse, los secuestradores, que eran unos ocho o nueve, todos armados, me dieron una orden: que fuera al diario La Voz del Interior y dijera que a los seminaristas y al padre Weeks se los habían llevado los Montoneros por traidores. Claro que me di cuenta de que ellos no eran Montoneros. Pero había que hacer algo y todavía no sabía qué.”

Joan pudo salir de la casa cerca de las dos de la madrugada. Sola, en la calle, con su cartera “con dos centavos, porque me habían robado la plata”, y la carta del obispo jujeño que todavía conserva. “Por suerte”, también estaba el papelito con el número de teléfono del teólogo de España: “Yo sabía que tenía que avisar a mis superiores lo antes posible. Pero no me alcanzaba ni para el ómnibus”. Cuando llegó al Arzobispado era aún de madrugada y no le querían abrir. “Pero insistí y les dije que se habían llevado a los seminaristas. Me abrieron. El cardenal Primatesta estaba en Canadá. En su reemplazo había dejado a monseñor (Cándido) Rubiolo. Pero él estaba durmiendo y no lo querían molestar”, recordó la monja. Pidió entonces papel y una lapicera y escribió todo lo que recordaba de las horas que duró el secuestro. Como Rubiolo seguía en su cama cuando Joan terminó de redactar la carta, pidió hacer una llamada. Le habló al teólogo español que era un conocido de Santiago Martin Weeks. Fue él quien avisó a la congregación de La Salette lo que había ocurrido. “Cuando Rubiolo al fin se despertó, le di en mano lo que había escrito –memoró McCarthy–. No sé si hizo algo o no. Pero supongo que esa carta todavía debe estar en el archivo de la Arquidiócesis.”

Joan pudo salir de Córdoba con la ayuda de Seco, quien le envió a buscarla a un sacerdote canadiense para que la acompañara al aeropuerto. Ya en Buenos Aires, el 4 de agosto, fue directamente hacia la Embajada de Estados Unidos. Mala suerte: un cónsul de apellido Owen no quiso creer en su relato. O al menos eso le dijo. Al fin y al cabo era coherente con sus jefes. En aquellos días, el embajador norteamericano en la Argentina era Robert Hill, un hombre que había sido designado por el propio Henry Kissinger: cerebro del Plan Cóndor. Owen le dijo que no la podía ayudar, y aún más: “No le podemos dar dinero, no le podemos prestar dinero, no le podemos dar asilo, no la podemos acompañar a un puerto de salida. Lo único que podemos es decirle cuál es la forma más fácil de salir de la Argentina, pero tampoco le podemos sugerir que la use”.

Casi al borde de la desesperanza, la monja llamó al nuncio Pío Laghi: ella era consciente del rango de embajador de la Santa Sede que tenía Laghi en el país y pensó que tal vez sus fueros diplomáticos, sumados a la extraterritorialidad de la nunciatura, le permitirían otorgarle el asilo que ella necesitaba para que no la secuestraran. Pero desde el otro lado de la línea le dijeron que no la podrían atender hasta el lunes. Era jueves. La monja sabía que tenía apenas 48 horas para salir del país.

A pesar de que “estaba muerta de miedo y de hambre”, se arriesgó a esperar dentro de un hospital de la orden de Schoenstatt. Llegó el lunes. Pío Laghi ni se dignó a atenderla. Le comunicó a través de un secretario que no podía ayudarla: “Que sólo podía ayudar a sacerdotes argentinos, y que fuera a mi embajada”. Fue entonces cuando Joan se contactó con un grupo de jesuitas. Uno de ellos, uruguayo, la invitó a su país. “Fueron las mejores palabras que escuché en todos esos días y noches llenos de horas terribles”, recordó McCarthy. Con la policía y los militares mordiéndole los talones, Joan subió a un alíscafo rumbo a Montevideo.

Ya en la capital uruguaya, los funcionarios norteamericanos tampoco quisieron auxiliarla, pero un empleado del consulado blanqueó lo que ocurría: “Se tiene que ir lo antes posible. Las policías y los ejércitos de todos los países latinoamericanos están en contacto. No podemos darle ninguna protección”. McCarthy logró despegar en un avión cuyo pasaje también pagó la orden de los jesuitas. ¿El itinerario? Bolivia vía Paraguay. En La Paz un grupo de monjas a las que habían llamado los religiosos uruguayos juntó plata para el viaje a Washington, adonde Joan llegó recién el 13 de agosto. “Avisé a todos los que pude. No paramos hasta que un buen día, frente al Congreso, logramos que Ted Kennedy nos atendiera. Estábamos con las Madres. Teníamos pancartas. El se bajó de su auto cuando nos vio en la puerta y nos dijo que nos iba a ayudar, que no nos iba a abandonar”, recordó, ya con una sonrisa.

Los compañeros de Joan fueron liberados por la dictadura unos tres meses después, con opción a dejar el país. La mayoría, salvo el chileno, siguieron con sus estudios en Norteamérica. Todos saben que la pelea que dieron el español Seco, el propio Weeks ya en libertad y, fundamentalmente Joan, fue determinante para que no los asesinaran.

lunes, 3 de marzo de 2014

El caso de la hija de Sonia Torres, presidenta de Abuelas de Córdoba

“Que mi nieto sepa que siempre lo estoy esperando”

Es el primer caso por robo de bebés que se juzga en Córdoba. A Silvina Parodi la secuestraron a los 20 años y con seis meses y medio de embarazo. Este caso se trató en la reapertura del megajuicio por los crímenes de La Perla.

 Por Marta Platía  -  Desde Córdoba


“Sí, yo vi a Silvina Parodi de Orozco y a su bebé. Cuando los atendí la criatura tendría entre una o dos semanas. Estaba en perfecto estado de salud. Y hasta le enseñé a la madre a darle el pecho. Los vi en la cárcel del Buen Pastor, creo que era invierno, en 1976. Después vi y visité varias veces al bebé, ya solo, sin la madre, en la Casa Cuna.” El testimonio del pediatra Fernando Agrelo fue contundente y acreditó ante el Tribunal Federal N 1 que el bebé de Silvina Parodi, la hija de Sonia Torres, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo-Córdoba, “efectivamente nació” y que fue separado de su mamá. Ambos continúan desaparecidos, así como el marido de Silvina y padre del bebé, Daniel Orozco. El doctor Agrelo es la primera persona que afirma bajo juramento haber visto y atendido a la joven mamá de 20 años y a su hijo nacido en cautiverio antes de que a ambos fueran desaparecidos. El robo del bebé de Silvina Parodi es el primer caso por sustracción de menores que se juzga en Córdoba.

La reapertura de las sesiones del megajuicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en el campo de concentración en La Perla, la D2 y el Campo de la Ribera estuvieron signadas por el caso de Silvina, Daniel y el nieto que la Abuela Sonia Torres busca desde hace más de 37 años.

Silvina Mónica, de 20, y su esposo Daniel Orozco, de 22, eran estudiantes de Economía en la Universidad Nacional de Córdoba. Fueron secuestrados el 26 de marzo de 1976 por una patota integrada por unos “ocho o nueve hombres armados”, y llevados a La Perla. Una compañera de Silvina, cuando ya no pudo resistir las sesiones de tortura a las que fue sometida, condujo a los represores a la humilde casa en la que la pareja vivía en barrio Alta Córdoba. La mujer, una de las pocas sobrevivientes de ese campo de concentración, ya contó en juicio los pormenores del secuestro.

En realidad, Silvina había sido delatada mucho antes. Quien entregó su nombre al entonces jefe del Tercer Cuerpo de Ejército, Luciano Benjamín Menéndez, fue el director del colegio secundario al que asistió, el Manuel Belgrano, y en el que militó por el boleto estudiantil. Este hombre se llamaba Tránsito Rigatuso y fue quien confeccionó una lista de 19 alumnos, 11 de los cuales la dictadura militar secuestró y desapareció en lo que se conoce como “La noche de los lápices” de Córdoba. Este personaje siniestro cometió incluso el desatino de llevar a juicio a la mamá de Silvina, acusándola de “calumnias e injurias”, ya que Torres le había señalado como delator en una entrevista en La Voz del Interior. Fue la primera vez que una abuela de Plaza de Mayo fue sentada en el banquillo de los acusados.

Pero la jugada por limpiar su supuesto buen nombre se le volvió en contra: el juez Rubens Druetta, que presidió el absurdo juicio en agosto de 2002, llegó a la conclusión de que efectivamente Rigatuso había entregado a los estudiantes a los verdugos del Terrorismo de Estado y absolvió a Torres. Quien desenmascaró a Rigatuso ante la Justicia fue nada menos que el segundo de Menéndez, el ex coronel César Anadón, quien declaró que fue el entonces director del colegio quien le dio la lista al ex jefe del Tercer Cuerpo. Anadón terminaría suicidándose dos años después: se pegó un tiro en la cabeza durante su prisión domiciliaria.

Hace unos días, Giselle Parodi, la hermana de Silvina Parodi de Orozco, declaró por primera vez en este juicio. Conmocionada pero firme, Giselle recordó que tenía “sólo 16 años” cuando la vida de su familia cambió definitivamente. “La primera vez que entraron a nuestra historia fue en julio del 1975. Era invierno. Un grupo de hombres armados se metieron a nuestra casa en el barrio de Paso de los Andes, y nos encañonaron a mí, a mi hermano Luis y a su novia Laura (Sonia Torres tuvo tres hijos: Luis, Silvina y Giselle), a mi padre y a unos amigos que nos estaban acompañando a comer unas pizzas. Hicieron destrozos. Uno de ellos me llevó a una pieza que no estaba terminada en el piso de arriba. Yo era chica y lo único que pensaba era que mi mamá estaría loca creyendo que este tipo me estaría haciendo algo. Ellos esperaron que mi hermana Silvina volviera de la facultad. Cuando ella llegó nos cargaron en varios autos y nos llevaron a todos a la D2. Allí nos golpearon a todos. A Luis y a Silvina los separaron de nosotros. Les pegaron y los torturaron en una pieza al lado de donde pusieron a mis padres.”

En este punto, Giselle, una morocha de pelo larguísimo y oscuro, se detuvo por unos momentos. Se cubrió el rostro y volvió a ser la adolescente frágil de aquellos días y noches en las celdas de la D2. Siguió: “Una noche mi madre escuchó cómo apaleaban hasta matar a un chico asmático. Oyó cómo sufría para respirar. Como mi hermano Luis era asmático, creyó que lo habían matado a él. Fue terrible para ella”. A partir de la liberación de toda la familia los siguieron vigilando siempre y donde quiera que fueran.

El secuestro

Silvina y Daniel Orozco se casaron el 31 de diciembre de 1975. Fueron de luna de miel en carpa a Tanti, en el Valle de Punilla. Estaban felices con el embarazo de ella, “que era brillante y siempre se había destacado en todo. Si hasta había sido campeona olímpica de natación”, recordó la hermana. Pero llegó el golpe del 24 de marzo. Ese día fue la última vez que Sonia vio a su hija. Alcanzó a decirle que por favor se fueran del país, que tenía mucho miedo por ella. Silvina y Daniel militaban en el ERP-PRT. Pero la joven tranquilizó a la madre diciéndole que ella no había hecho nada malo. Que sólo quería un país mejor. “Y si todos nos vamos, mami, ¿quién se quedará con el país?”, le preguntó. Ese fue el último beso y la última mirada con sus ojos de cervatillo: esos chispeantes, redondos y vivaces con los que todavía mira desde la pancarta en blanco y negro que Sonia lleva a todas las marchas desde que se convirtió en la primera abuela de Plaza de Mayo de Córdoba.

El secuestro de la pareja ocurrió el 26 de marzo. Los vecinos pudieron escuchar los gritos de Silvina y Daniel. A ella la sacaron envuelta en una frazada para ocultar su panza de casi seis meses y medio de embarazo. La imagen de Silvina así, cubierta, fue descripta en el juicio por la testigo Cecilia Suzzara. En la casa encontrarían luego un certificado médico, en el que un doctor de apellido Ruli que atendió a la joven esa misma mañana, daba la posible fecha de nacimiento del bebé “a fines de junio o principios de julio de 1976”.

–¿Y cómo supieron que el bebé de Silvina había nacido? –preguntó la querellante Marité Sánchez.

–En aquellos años yo era voluntaria en la Casa Cuna –respondió Giselle Parodi–. Ocupaba el cargo de instructora de voluntarios. Siempre llevaba bebés o nenes huérfanos a mi casa para cuidarlos. De pronto empecé a notar que me los retaceaban. Cuando pregunté por qué, una monja, la madre Asunción Medrano, me dijo: “Porque vos y tu mamá ya deben tener suficiente trabajo con el bebé de Silvina”. Ahí yo me enteré de que el bebé había nacido. Ella me contó que había sido invitada a la inauguración de la sala de partos del Buen Pastor (la cárcel de mujeres) y supo que Silvina había tenido un hijo varón. Así que le pedí a la monja que me llevara al Buen Pastor para ver a mi hermana y buscar a mi sobrino. Me acuerdo que fue un día feriado o domingo cuando fuimos por la mañana. No había casi nadie en la calle. Un guardia llamó a una monja jovencita con delantal de cocina que nos atendió y le avisó a la madre superiora que estaba a cargo. Me acuerdo de que entramos al hall y que las monjas se apartaron un poco de mí. Pero pude escuchar cada palabra. La madre revisó un cuaderno de tapas oscuras y dijo: “Sí, Silvina estuvo acá con su bebé, pero hace algunos días la trasladaron al sur. Y el bebé ya no está acá”. Eso fue a fines de junio de 1976 o en los primeros días de julio. Cuando salimos, la monja Asunción Medrano me contó el diálogo y confirmó todo lo que yo había escuchado.

Mazmorras subterráneas

La familia de Silvina Parodi comenzó a buscarla desde la misma tarde en que se la llevaron. Sonia Torres y su ex esposo Enrique Parodi recorrieron comisarías, hospitales, cárceles y hasta morgues en busca de Silvina y Daniel. En esas recorridas, y como Parodi había sido aviador, supo por sus contactos militares que habían sido llevados a La Perla. De hecho, Silvina fue vista en las duchas de ese campo de concentración, donde alcanzó a decirle a una sobreviviente que “la llevarían al Buen Pastor a tener al bebé”. Los padres le siguieron el rastro en su paso por la cárcel de San Martín, la UP1, donde “mi mamá pudo dejarle ropa a Silvina, ya que la nueva pareja de mi padre, Marta, consiguió por un contacto saber que la tenían ahí”. A Sonia Torres le recibieron ropa y elementos de higiene por un tiempo, hasta que dejaron de hacerlo. Esa negativa significaba dos cosas: o que la habían trasladado, o asesinado.

En una de las últimas audiencias del año pasado, el sobreviviente y ex secretario de Derechos Humanos de la Municipalidad de Córdoba, Luis “Vittín” Baronetto, denunció que “en una recorrida que hice durante mi gestión los presos me contaron que en unas celdas subterráneas habían mantenido ocultos a ‘guerrilleros’ durante la dictadura”. Baronetto recorrió entonces un túnel en el que vio calabozos y decenas de grilletes empotrados en las paredes “a unos cuarenta centímetros del piso”.

En su declaración del año pasado, Sonia Torres detalló: “El entonces director de la prisión, el comisario Montamat, nos había dicho que Silvina estaba allí. Un día Enrique Parodi recibe un llamado del mismísimo Sasiaíñ: ‘Che, Parodi, acá lo traigo preso a Montamat. El les dice a todas las familias que los hijos están bien. Y mi ex esposo –explicó Sonia– por miedo a que le pase algo a Montamat, le dijo ‘habrá algún error, tal vez’”.

El 11 de febrero de este año, los jueces Jaime Díaz Gavier, Julián Falcucci, Camilo Quiroga Uriburu y Carlos, Ochoa junto a los periodistas que cubren este juicio recorrieron, por pedido de las querellantes Marité Sánchez y Mariana Paramio, el túnel –hasta ahora desconocido que le mencionaron los presos a Baronetto. La visita dejó constancia de que “en la cárcel legal coexistieron celdas clandestinas bajo el nivel del suelo”. Coligieron entonces que “es posible” que allí hubieran ocultado a Silvina y a otros secuestrados que no figuraron nunca en los libros.

Cunas con bebés “NN”

Giselle Parodi y su madre Sonia Torres no se dieron por vencidas. Supieron por aquel tiempo que en una sala de la Casa Cuna mantenían ocultos a bebés “que eran hijos de los desaparecidos o de detenidos, porque no sé si entonces ya se usaba esa palabra –aclaró la testigo–. Las cunitas eran de hierro blanco y ahí yo buscaba al hijo de Silvina. En la parte de arriba de las cunas decía ‘NN’. Siempre se ponía el nombre del niño, pero en esas cunitas decía ‘NN’. De esa imagen no me olvido nunca. Yo intentaba desesperadamente encontrar los rasgos de mi hermana, los de su esposo, en las caritas. Esos bebés estaban custodiados por militares armados. Yo entraba sin que me vieran cuando se iban al baño o hacían cambios de guardia. Conocía bien el movimiento”.

–¿Y qué pasó con el cuerpo de voluntarios que integraba? –preguntó Marité Sánchez.

–Un día llegamos y había un candado. Nosotros funcionábamos en el altillo de la Casa Cuna y no nos permitieron trabajar más. En esa época teníamos una compañera, Marta Córdoba, que tenía un tío militar. El le aconsejó que no fuera más porque todas las voluntarias estábamos en la lista negra.

Giselle también recordó ante los jueces que “el doctor (Fernando) Agrelo vio a Silvina y al bebé en el Buen Pastor. El se lo dijo a mi mamá. Agrelo era amigo de una amiga de mi madre, Susana Ghitta. El dio fe de que los vio”. En su testimonio, Fernando Agrelo también nombró a “la monja Monserrat”, por lo que el fiscal Facundo Trotta pidió que se la citara a declarar. El pediatra dijo además que, si bien el bebé “estaba en perfectas condiciones de salud”, la mamá “estaba muy estresada. Yo fui a verla a la cárcel del Buen Pastor por pedido de Sonia Torres. Le habían dicho que, además de pediatra, yo tenía buenas relaciones con las monjas”.

Antes de Agrelo, otro médico que acudió a atender a Silvina, terminó perdiendo su vida. “Era un doctor de apellido Elías”, recordó Sonia Torres. “Le pedimos que la revisara para ver cómo seguía su embarazo. Supimos que fue a la UP1. Al otro día, mientras el doctor Elías estaba operando en Urgencias, entraron los soldados, lo esposaron y se lo llevaron. Su cadáver apareció en una zanja camino a Chacras de la Merced.”

Antes de terminar su declaración, Giselle Parodi giró su cuerpo y miró a los represores que aún continuaban en la sala. Fue entonces cuando les pidió, luchando contra su propio llanto, “un gesto de humanidad. Desde que se llevaron a mis hermanos Silvina y Daniel y a su hijito que los estamos buscando. Nuestra vida ha girado permanentemente en esa búsqueda. En un acto de humanidad, ¡por favor dígannos dónde están los restos de mis hermanos y a quiénes entregaron a mi sobrino! Mi mamá lo merece. Los ha buscado por más de 37 años y nosotros vamos a seguir hasta encontrarlos”.

El nieto de Sonia Torres debe tener ahora casi 38 años. Según le dijo su abuela a Página/12 a la salida de Tribunales, “mientras él no recupere su verdadera identidad seguirá siendo un esclavo de la dictadura. A mí también me robaron la identidad. Yo dejé de ser la que era para ser esta abuela que busca. Y ahora le pido a mi nieto que me busque, que se acerque. Ya tengo 84 años y mi tiempo se termina. Quiero que sepa que cada día, a cada hora, siempre lo estoy esperando”.