lunes, 11 de marzo de 2013

Sobre los crímenes cometidos en La Perla

Mujeres de fuego

Esta semana comenzaron a declarar los testigos en el quinto juicio oral por delitos de lesa humanidad de Córdoba. Es el primero que involucra el robo de bebés. Las historias de Marité Sánchez, que parió estando secuestrada, y Sonia Torres, presidenta de Abuelas Córdoba.

En la megacausa de La Perla se juzga a 45 imputados por delitos cometidos contra 417 víctimas.


Por Marta Platía

En el juicio más grande del que se tenga memoria en esta provincia, llamado también “Menéndez III”, y el primero que se realiza aquí por robo de bebés, en sólo 15 audiencias parece haber pasado de todo: un represor se suicidó de un balazo a pocas horas del inicio del proceso –Aldo Carlos Checchi– nada menos que adentro de un hospital militar. El abogado defensor de cuatro imputados, Jorge Agüero –un personaje que se hace llamar El Mesías–, acusó de “coimero” al presidente del Tribunal, desplegó un cartel ofensivo, fue arrestado en plena sala y terminó procesado por “injurias agravadas”. Un gobernador, José Manuel de la Sota, que al menos hasta ahora brilló por su ausencia, aunque no dudó en mencionar a “los jóvenes que se enamoraron de las armas” justo el mismo día del arranque del juicio, abonando así la teoría de los dos demonios, discurso que le costó el repudio de las organizaciones de derechos humanos. A todo esto, los represores con el multicondenado Luciano Benjamín Menéndez a la cabeza, seguido por Guillermo “Nabo” Barreiro y Pedro Vergez, alias Vargas, parecen turnarse para provocar a los familiares de las víctimas, y como toda defensa, optaron por descalificar a los testigos y sobrevivientes de sus crímenes, llamándolos “colaboracionistas” o, directamente, “buchones”.

De ellos, el más locuaz e inmanejable es Vergez. Incluso para Menéndez, quien hasta los juicios anteriores parecía llevar las riendas de su tropa, pero que en éste ha perdido ostensiblemente su autoridad. El miércoles pasado, el represor que se hacía llamar Vargas y se la pasa negando haber escrito el libro que se le atribuye, se puso a cantar de alegría “viva la muerte de Chávez”. Ante la queja del abogado querellante Miguel Ceballos, quien lo escuchó “claramente”, el juez le ordenó silencio y les adelantó “a él y a todos los imputados” que a la próxima indisciplina los sancionará y echará de la sala. Una reprimenda por la cual, al día siguiente, Menéndez dijo estar “profundamente mortificado”, ya que aunque no se sentía aludido, “jamás en su vida alguien lo había tratado así”. Pero, como ya ocurrió en el juicio al dictador Jorge Rafael Videla en 2010, la mayoría de los represores prefirió refugiar sus bravuconadas y supuesta valentía en una sala contigua con circuito cerrado de televisión no bien les tocó declarar a las primeras testigos mujeres: la abogada querellante Marité Sánchez, quien fue secuestrada el 24 de febrero de 1976, embarazada de siete meses y medio; y la Abuela de Plaza de Mayo Sonia Torres.

Sánchez recordó: “Ese día golpearon a la puerta de mi casa. Me fijé por el agujerito y vi una persona joven, de vaqueros, y pensé que vendía algo. Cuando abrí, empezaron a caer personas desde los techos. Dijeron que eran de la Policía Federal. Buscaban a mi esposo. Me metieron de los pelos en un auto bordó”. La llevaron a la sede del D2: el equivalente cordobés de la Gestapo, que funcionaba en el Cabildo, a sólo diez pasos de la Catedral en la que por entonces oficiaba sus misas el cardenal Raúl Francisco Primatesta. “Ahí me vendaron y alguien me tocó la panza. ‘Pensá bien lo que vas a decir por lo que tenés ahí adentro’”, la amenazaron. Con un arma apuntándole al bebé por nacer, la llevaron a un pozo. “Ahí vi a mi marido, Víctor Eduardo Ferraro. Durante la tortura le habían marcado una esvástica en el pecho.” A Marité le pegaron delante de él: “Me agarraron de los pelos y me dieron la cabeza contra la pared. El gritaba que yo no tenía nada que ver, que me dejaran en paz”. Más tarde, y después de estar desmayada y tendida sobre “una colchoneta sucia y húmeda”, Sánchez fue trasladada a la cárcel del barrio San Martín, la UP1. Tuvo a su hija esposada a una cama de un hospital. Su esposo también pasó por la UP1, pero él aún permanece desaparecido.

Con los apabullantes 83 años de quien nunca será una anciana, Sonia Torres avanzó con paso seguro hasta la silla en la que soñaba sentarse desde hace 37 años. La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo filial Córdoba estuvo acompañada por la presencia –y adhesiones por las redes sociales– de cientos de personas. “Antes que nada –arrancó– yo me identifico como la mamá de Silvina Parodi, la segunda madre de mi yerno, Daniel Orozco, y la abuela de mi nieto que todavía busco”, le dijo de un tirón al juez Jaime Díaz Gavier. Y siguió: “Porque cuando se los llevaron, no sólo a mi nieto le robaron la identidad. A mí también. Yo nunca más volví a ser quien era: un ama de casa, una farmacéutica. Fui primero la madre que buscaba, después la abuela que busca. Yo también perdí mi identidad”, repitió, mirando al juez con los ojos grandes, muy abiertos, de quien necesita que no se pierda palabra de lo que se está arrancando del alma.

Su hija Silvina Parodi tenía sólo 20 años y estaba embarazada de seis meses y medio cuando fue secuestrada junto a su esposo, Daniel Orozco, de 22, en la casa en la que vivían, en el barrio Alta Córdoba de esta capital. Ambos eran estudiantes de Ciencias Económicas y militaban en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).

“Fue el 26 de marzo cerca de las seis de la tarde –rememoró Sonia–. Los vecinos contaron que los sacaron envueltos en frazadas de pies a cabeza. Eran unos nueve hombres vestidos de civil fuertemente armados. Les dieron una paliza y a eso lo sé porque los vecinos sintieron los aullidos de dolor y los pedidos de auxilio. A la gente que salió a ver, les dijeron a punta de arma que entraran a sus casas, que si no los iban a matar.”

A partir de allí empezó el peregrinaje de Sonia Torres y su ex marido, Enrique Parodi, quien por haber sido aviador, conocía a Juan Bautista Sasiaíñ, el entonces jefe de la Policía Federal en Córdoba. “Con el más puro cinismo, Sasiaíñ le dijo que esos secuestros se hacían entre los guerrilleros y con eso cerró la entrevista.” Desesperados, recorrieron todas las cárceles, los hospitales, hasta que supieron que estaba en la UP1. “Allí logramos que un médico amigo, un doctor de apellido Elías, la revisara para ver cómo seguía su embarazo. Pero eso fue fatal para él. Al día siguiente, un comando entró en el hospital de urgencias donde estaba operando a un paciente y se lo llevaron esposado. Su cadáver fue arrojado camino a Chacras de la Merced” en las afueras de la ciudad.

Entre los escombros de lo que era la modesta casa de Silvina y Daniel (“porque al día siguiente del secuestro llegó un camión militar y se robaron todo, todo. Dejaron sólo un mueble de cocina porque estaba empotrado en el piso”, detalló Torres), Enrique Parodi encontró una blusa de su hija –que Sonia desplegó y mostró amorosamente en la audiencia– y un certificado médico que les sirvió de prueba para la búsqueda del bebé. “Silvina había consultado al doctor Ruli esa mañana. La fecha del nacimiento del bebé estaba fijada entre el 25 de junio y el 5 de julio de 1976. Supimos por varios testimonios que nació. Que es un varón. Una monja de la Casa Cuna, Asunción Medrano, le dijo a mi hija Giselle, que era voluntaria ahí y llevaba chicos a casa los fines de semana para cuidarlos, que no lo hiciera más. Que yo debía tener mucho trabajo con el bebé de Silvina.” Esperanzadas, la madre, la hija y la religiosa fueron a la cárcel de mujeres del Buen Pastor, donde sabían que Silvina estaba presa luego del parto. La monja encargada no pudo ocultar su enojo con Medrano. Y les dijo que no. Que Silvina ya había sido “trasladada al sur”. Que no había ningún bebé. Sonia le escribió entonces a Menéndez, a Primatesta y hasta a Alicia Hartling de Videla, la esposa del dictador: “Pero a ninguno se le ablandó el corazón”.

La voz de la abuela se quebró cuando recordó a sus compañeras de camino que “ya se fueron: Otilia Argañaraz e Irma Ramaciotti”. Con ellas y otras que no pudieron llegar con vida a este juicio, golpearon las puertas de la jerarquía católica que permaneció muda y hasta cómplice: “Desde el Papa (Juan Pablo II), que no nos respondió ni hizo nada; para abajo. Ya sabíamos que había connivencia con los militares... Yo era católica. Creía. Pero ya no”, dijo con dureza.

Sonia apuntó también que “las Abuelas somos políticas, pero apartidarias. Sin embargo, tengo que decir que Néstor Kirchner nos llamó a sólo un mes de asumir. ¡Con todos los problemas que tenía...! Nos llamó. Fue la primera vez que eso nos pasaba. Nos dijo que los derechos humanos serían una política de Estado. Y cumplió. Como ahora lo hace la presidenta Cristina. Y a eso hay que reconocerlo”.

Antes de abandonar la sala, Sonia Torres pareció olvidar a todos los presentes y le habló al nieto que busca: “Nieto querido, no tengas miedo. Animate a buscarme vos ahora. Quiero contarte todo esto desde el corazón porque no quiero que sientas odio. Porque no se puede crecer con odio. Antes de partir te quiero encontrar. Recrear en tu carita las caras de tus padres. Esas caras que quedaron suspendidas en el tiempo, en unas pancartas... Cuando conozcas tu identidad, recién ahí conocerás la libertad. Recién dejarás de ser un esclavo de los militares. Y vos sabrás qué hacer con tu futuro”.

Batalladora como su padre, el dirigente gremial de Luz y Fuerza Tomás Carmen Di Toffino –principal compañero de Agustín Tosco durante el Cordobazo, que terminó derribando el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía–, su hija Silvia, fundadora de Hijos en Córdoba, trazó un vibrante perfil de su padre, secuestrado a los 37 años a plena luz del día cuando salía de su trabajo, en la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC). Silvia denunció, con un flamante documento en la mano, hallado en el Archivo Provincial de la Memoria, “la complicidad civil con la dictadura”.

A Tomás Di Toffino se lo llevaron el 30 de noviembre de 1976. “Desde entonces, con mi mamá y mis tres hermanos ya no tuvimos una vida normal. En realidad ya no lo teníamos, porque él desde hacía tiempo que vivía clandestino para protegernos, aunque no faltaba a trabajar.” Desde el público, su hermano menor, Agustín Di Toffino, actual jefe de Gabinete de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, siguió cada palabra con la mirada vidriosa.

Silvia contó entonces que supo, a través de los testimonios de algunos de los sobrevivientes de La Perla, que su padre “al ser mayor que la media de los que allí torturaban y mataban, casi todos veinteañeros, se portaba como un padre y ayudaba como podía. Con una sonrisa, con una canción –cuando se relajaba la custodia–. Y hasta jugando al ajedrez con piezas que había modelado con migas de pan”. Aun cuando él también padecía las torturas y la inminencia de la propia muerte “en el pozo”, como le llamaban al sitio donde los represores llevaban a los prisioneros para fusilarlos y enterrarlos; Di Toffino no perdió nunca la entereza. “Si hasta se bailó un tango con otra detenida, Susana Sastre (una sobreviviente), antes de que llegara su hora, en lo que se llamó los carnavales del ‘77.”

Quizá lo más impactante del relato de Silvia fue la revelación de una carta escrita por Menéndez el 16 de octubre de 1980 a un “coronel Oscar Joan”, ministro del gobierno de facto de Adolfo Sigwald, defendiendo a capa y espada al abogado y empresario José Luis Palazzo, de no ser “un izquierdista ni un comunista, sino un luchador frontal y abierto (...) que logró desplazar nada menos que a los seguidores de Tosco que infestaron la Empresa de Energía de Córdoba (EPEC)”. Palazzo era, cuando secuestraron a Di Toffino, nada menos que el gerente de personal de la EPEC. Con este escrito, Menéndez quería “limpiar el legajo” de quien señaló como su “ahijado”, de “tan injusta calumnia”.

A partir de la declaración de Silvia, el fiscal Facundo Trotta solicitó que esa documentación se remitiera al fiscal de turno para que investigue. De esta manera, los hijos de Di Toffino le rindieron honor a su padre, quien se fue de La Perla “con una sonrisa y haciendo la V de la victoria en medio de la cuadra”. Un último gesto para darles fuerza a sus compañeros de tormentos.

miércoles, 6 de marzo de 2013

Comienza la etapa testimonial en el juicio de La Perla

Comenzó la etapa testimonial en el juicio La Perla que por acumulación reúne a 16 causas. Se investigan crímenes de lesa humanidad ocurridos entre 1975 y 1977. Declaró la presidenta de Abuelas de Mayo, filial Córdoba, Sonia Torres, querellante en la causa por el secuestro y desaparición de su hija Silvina Parodi – embarazada de seis meses y medio-, de su esposo Daniel Orozco y del nieto nacido en cautiverio. También lo hicieron María Teresa Sánchez, abogada de Abuelas y ex presa política, y  Adriana Ochoa, hija del militante sindical Hugo Estanislao Ochoa cuyos restos fueron encontrados en una fosa común y restituidos a la familia por el Equipo Argentino de Antropología Forense.

Por Katy García – Prensared

“Quiero pedirles a los señores que van a ser hoy juzgados que en un acto de terrible humanidad nos digan a qué familia entregaron a nuestros nietos y donde están los huesitos de nuestros hijos”, les dijo Sonia Torres a los imputados.

La querellante brindó un extenso testimonio sobre lo vivido por su hija y yerno. “Antes que nada, me gustaría identificarme como la mamá de Silvina, la segunda mama de Daniel y la abuela de mi nieto. Eso soy desde hace tantos años”, comenzó diciendo.

Silvina (20), había cursado el secundario en el colegio universitario Manuel Belgrano, y era estudiante de Ciencias Económicas.  Su esposo, Daniel Orozco (23) estudiaba Ciencias Económicas y trabajaba en la empresa Minetti. Ambos militaban en el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT). Fueron secuestrados en barrio Alta Córdoba, por una patota que saqueó la casa y robó dinero.

Contó el periplo sufrido por el matrimonio y la búsqueda incesante del nieto que la llevó a transformarse en Abuela de Plaza de Mayo junto a otras madres que también buscaban a sus hijos y nietos como Irma Ramacciotti y Otilia Argañaraz.

Desde ese evento la familia no paró de golpear puertas y hacer diligencias para dar con ellos. Inclusive hablaron con militares como Sasiaiñ, con el director de la Cárcel, y con médicos como el doctor Elías que averiguó y les transmitió que “el embarazo estaba normal “. Este médico –contó- fue secuestrado mientras operaba en el Hospital de Urgencias y su cadáver apareció camino a Chacra de la Merced.

Por diferentes vías le llegó la información de que Silvina fue vista en La Perla y que tuvo un varón. Otra de sus hijas, Giselle, voluntaria en la Casa Cuna, solía llevar niños a su casa para cuidarlos el fin de semana. “Tu mamá ya tiene mucho trabajo con el hijo de Sivina”, le había dicho. Ella le advierte que no saben nada de su hermana  desde que la secuestraron. “Mirá, están en el buen Pastor”, relató que dijo la religiosa. Pero al final le informaron que “la habían llevado al sur”.

También recurrieron a miembros de la Iglesia Católica como el Capellán del Ejército, padre Luchessi y al cura Sixto Castellanos que tenía dos hermanos obispos  quienes hicieron las gestiones pero sin resultados.

Otra vez, un médico de confianza, Pedro Funes Lastra, le dijo: “Hemos encontrado tu nieto”, pero con el correr de las horas le hizo saber que  se había equivocado.

Ante  preguntas del Tribunal acerca de su conocimiento sobre el destino de los  nietos apropiados señaló que existen varias hipótesis. Entre ellas la que vincula a “familias infértiles de militares que esperaban los nacimientos de nuestros nietos para apoderárselos como propios y matar a nuestras hijas.”

“El cruento y terrible atentado que sufrieron mis hijos ha destruido mi corazón y el de treinta mil familias de nuestro país.  Su recuerdo es el pilar por el que luchamos y que nos sigue sosteniendo”, sostuvo con voz quebrada.

También expuso la tremenda discriminación sufrida. “Los vecinos, después del secuestro de silvina, se cruzaban de vereda. Yo no los juzgo, porque los militares habían metido a sangre y fuego que eran subversivos”, afirmó.

Lo voy a encontrar

En otro tramo de la exposición se dirigió a su nieto para contarle que lo buscan desde que estaba en la “pancita” y para decirle quiénes eran sus padres y porqué luchaban. “No tengas miedo de buscarme: yo quiero contarte por qué desparecieron a tus padres. Ellos estaban en la vereda del frente y pensaban distinto a los militares. Por eso los secuestraron” (…)

“Mi hija era ex alumna del Belgrano. Se recibió en el 74. En el 75, Transito Rigatusso, que era el director, presentó una lista de jóvenes revoltosos al III Cuerpo de Ejército y al cabo de un tiempo los secuestraron a todos. A todos los llevaron a La Perla, yo sé que mi hija estuvo ahí. No sabían que los iban a matar. En las duchas se sacaban las vendas y jugaban. Yo en una entrevista lo acusé a Rigatusso de haberlos entregado y él me hizo una querella por daños y perjuicios”, recordó. También sufrió una golpiza el 13 de marzo de 2006, en su casa, que le afectó la audición.

A lo largo del tiempo supo que Silvina fue vista en el campo de concentración La Perla por las hermanas Olivera y por Elmer Fessia.

“Yo sé que lo voy a encontrar antes de irme y ese día sabrá quiénes fueron sus padres”, anheló esta mujer que sigue luchando por encontrar a su nieto y a todos los que aún permanecen con sus identidades robadas. Y que se retiró con un fuerte y emotivo aplauso por el público presente.

Abogadas amenazadas

María Teresa Sánchez, abogada querellante en la causa del nieto nacido en cautiverio de Sonia Torres, denunció que en 1999 recibió amenazas de muerte por medio de una carta. Los vecinos le avisaron que un auto bordó permanecía estacionado frente a su domicilio y le dieron el número de patente.

Cuando averiguó en el registro del automotor se enteró que pertenecía al imputado Luis Manzanelli. Hizo la denuncia correspondiente en la fiscalía y la jueza Garzón de Lascano ordenó un allanamiento  en el domicilio del represor. Allí encontraron una cámara y fotos de su casa tomadas desde el automóvil.  Sonia Torres también lo vio frente a la farmacia de su propiedad, pero no se dio cuenta de quién se trataba. Asimismo, fue amenazado el abogado Elvio Zanotti, y la abogada que lo reemplazó, Mariana Paramio, recibió una golpiza en el estudio jurídico.

La ex presa política,  narró ante el Tribunal presidido por Jaime Díaz Gavier y conformado por Julián Falcucci, José Camilo Uriburu y Carlos Ochoa, los hechos ocurridos el 24 de febrero de 1976 cuando fue secuestrada en su domicilio y luego  trasladada al D2 donde fue golpeada y torturada.  “Pensá bien lo que vas a decir por lo que tenés en la panza”, le dijo un hombre “morrudo y retacón”, aludiendo a su embarazo de siete meses y medio.

Allí se hallaba su esposo, a quien torturaban y amenazaban que la matarían. “Ese lugar era como un descenso al infierno”, dijo en referencia al D2.  Después fue trasladada a la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) donde permaneció detenida.

Golpe a la militancia sindical

Por la tarde  declaró  Adriana del Valle Ochoa, hija de Hugo Estanislao  Ochoa, militante de la Juventud Peronista y delegado del Sindicato de Empleados Públicos (SEP). La testigo afirmó que su padre fue secuestrado el 12 de noviembre de 1975, a las 4 de la  madrugada. Irrumpieron sin orden de allanamiento a los golpes y a los gritos. La provincia ya estaba intervenida y los llamados Comandos  Libertadores de América azolaban.

Esa noche, estaba programada una asamblea en el gremio conducido por Raúl Ferreyra. Allí denunciaría “la presencia de personas armadas, ajenas al sector, que cargaban nafta en vehículos que no pertenecían al área  donde  trabajaba como chofer”.

La testigo, que en esa época tenía 16 años, recordó que en 1977, junto a otras personas que también buscaban a sus seres queridos, fueron hasta una fosa Común ubicada en el cementerio San Vicente y vieron “personas semienterradas” vestidas. Dijo que lloraban en silencio y buscaban con la mirada alguna prensa conocida. Pero fue en 2005, cuando se extrajo sangre y el equipo de Antropólogos identificó el cuerpo y se los entregó.

Recapituló que esa noche estaban su madre y dos de sus hermanos de 9 y 11 años. “No lloren que lo llevamos para averiguación de antecedentes”, les dijo uno de los parapoliciales. Nunca más lo vieron. “Esa fue la última vez que escuché a mi padre”, manifestó, conmocionada. Una hermana mayor que vivía al lado vio como lo introducían en uno de los tres autos.

“Desde ahí comenzamos un calvario. No entendíamos que estaba ocurriendo. Vinimos al Cabildo, nos atendió Telleldin, de mala gana. Le decían a mamá qué tanto problema te haces… se habrá ido con otra…”. Al otro día, cuando acompañó a su madre a la  casa de Gobierno  le pareció ver a uno de los integrantes de la patota que participó del operativo.

Ochoa  había sido amenazado porque dijo que “iba a destapar la olla”. “Mi padre fue un gremialista, un hombre que defendía al obrero”, remarcó. La testigo aseguró que la ausencia del padre “destruyó la familia, nos dejaron desbandados, pero seguimos. Yo me uní a los Organismos (de derechos humanos) en esta lucha; y,  llegar a esta instancia, que se haga justicia me llena un poco este gran vació”, estimó.

Uno de los sectores más castigados durante la represión ilegal, ha sido el movimiento obrero organizado. Miles de delegados, comisiones internas y  dirigentes sindicales fueron secuestrados y desaparecidos.