domingo, 29 de septiembre de 2013

Testimonios sobre secuestros de militantes de Federación Juvenil Comunista en septiembre 1978

Se sumaron testimonios sobre los secuestros de un grupo de militantes de la Federación Juvenil y el Partido Comunista, en septiembre de 1976.

Por Alexis Oliva - (El Argentino, edición Córdoba)

En el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los campos de concentración del Tercer Cuerpo de Ejército en Córdoba declaró Sergio Kogan, hermano mellizo de Hugo, secuestrado el 22 de septiembre de 1976. El testigo relató que esa madrugada entraron a su casa de Alta Córdoba “siete u ocho hombres de civil y armados”, que preguntaron por su hermano. “Yo les dije que podría estar festejando, porque era el Día de la Primavera. Revisaron la casa y arriba del televisor había una tarjeta de saludo del Año Nuevo judío. La miraron, le preguntaron a mi madre qué era y dijeron: ‘Ah, estos son judíos’”, relató Sergio.

Cuando un rato después llegó Hugo, “lo identificaron y se lo llevaron”. Ese mismo día la familia comenzó una larga búsqueda, que incluyó gestiones ante las policías provincial y federal y el Ministerio del Interior, numerosos recursos de habeas corpus presentados ante la Justicia Federal y notas a organismos internacionales de derechos humanos.

Una de esas “infinitas gestiones” fue una carta enviada por su madre el 12 de octubre del 76 al entonces general Luciano Benjamín Menéndez, que en la audiencia Kogan leyó emocionado: “Ruego a usted, en su carácter de comandante del Tercer Cuerpo, me informe si (su hijo Hugo Kogan) se halla a disposición de ese comando, ya que desconozco totalmente su paradero. (…) Quiero dejar constancia que mi hijo pertenece a la Federación Juvenil Comunista, por lo tanto su actividad siempre ha sido pública. (…) Recurro a usted porque seguramente es la persona indicada para decirme dónde está mi hijo. (…) Lo estoy haciendo como una madre desesperada, que no tiene a quien recurrir. Sea quien sea el que se ha llevado a mi hijo, se trata de un acto cruel e inhumano, que priva a la familia de una noticia sobre un ser querido. Por qué castigar así a alguien que sólo tiene ideales y lucha por ellos sin sangre y sin muerte”.

La respuesta fue una escueta nota firmada por el teniente coronel Miguel Raúl Gentili: “El Ejército Argentino no hace procedimientos de civil, por lo que este comando desconoce la situación de su hijo, ya que no se encuentra detenido o alojado en ninguna unidad carcelaria de su jurisdicción”. “Mi madre falleció en el 2003 y nunca pudo hablar con nadie que le diga un dato concreto de Hugo”, concluyó Kogan.

A continuación declaró Eduardo Di Mauro, apresado el 4 de octubre del 76 y trasladado a la Perla: “Así que sos Di Mauro, de los famosos Di Mauro que andan haciendo la revolución por la Patagonia. Vos debés tener mucho que contar”, le dijeron sus captores. Se referían a los mellizos Di Mauro, padre y tío del testigo, militantes comunistas y titiriteros. El testigo refirió que estuvo detenido durante 14 horas en La Perla, donde pudo ver con vida a Enrique “Huevo” Guillén, su compañero de la Facultad de Filosofía, quien está desaparecido.

Luego testificó Raquel Sosa, esposa de Raúl Horacio Trigo, conocido militante de la juventud y el Partido Comunista (PC), secuestrado el 20 de junio del 76 luego de que un comando del Ejército acribillara el frente del edificio donde ambos vivían, en barrio Pueyrredón. Allí mataron a una mujer que desde un piso superior al suyo les gritaba: “¡Asesinos y lacayos a sueldo!”, y luego allanaron su departamento, de donde “arrancaron” a su marido.

Fue el primero de una serie de secuestros de miembros de la FJC y el PC, que incluyó a Rubén Goldman, Hugo Kogan, David Yaco Pérez; David Kolman, su esposa Eva Wainstein y su hija Marina Kolman, y el matrimonio de Enrique Guillén y Mónica Protti. “Parece que particularmente se ensañaban con la gente del partido en primavera, porque para la misma época del ‘77 y el ‘78 vuelven a caer otros grupos”, reflexionó la testigo.

Retazos de memoria

La última testigo en prestar declaración en la audiencia 79 de la megacausa, fue Stella Maris Molina, quien militaba en la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y estuvo detenida en los campos de La Perla y La Ribera, en las cárceles cordobesas del Buen Pastor y barrio San Martín, y en la prisión de Villa Devoto, en Capital Federal.

Al momento del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, Stella Maris cursaba cuarto año del secundario, en el colegio Manuel Belgrano. La persecución del régimen militar a los miembros de la UES la obligó a ella y su familia a mudarse en numerosas ocasiones, hasta que el 31 de diciembre del '76 fue secuestrada en barrio Empalme por una “patota” del Ejército que la introdujo en el baúl de un auto para llevarla a La Perla.

Allí, luego de interrogarla y someterla a una golpiza, le mostraron a un joven prisionero: “Trajeron a un compañero entre dos gendarmes o personal del ejército, y cuando lo vi pensé: ‘Ah, Federico’. Reconocí al compañero que traían. En ese momento sentí un fuerte enojo, porque él había dicho mi nombre y yo estaba ahí. Entonces él se baja los pantalones y me muestra cómo lo habían picaneado en los genitales. Entonces, yo pensé: ‘Qué estoy haciendo’, me acerqué, lo abracé y le dije: ‘No me pidas perdón, soy yo quien tiene que pedirte disculpas... Nosotros no somos culpables de nada’. Fue la última vez que lo vi”.

Muchos años después, su trabajo en el Archivo Provincial de la Memoria le permitió conocer que el verdadero nombre de aquel joven era Antonio Ramírez, quien continúa desaparecido. “Han pasado muchísimos años y uno tiene retazos de memoria que permitieron ponerle nombre a muchos compañeros –dijo Molina sobre el final de su testimonio-. Mi profundo reconocimiento a los organismos de derechos humanos. Hoy es 18 de septiembre y se cumplen siete años de la desaparición de Julio López. Gracias por permitirme poner en palabras lo que durante tantos años no teníamos dónde decir”.

jueves, 12 de septiembre de 2013

La infinita búsqueda de Alejandra Jaimovich

Sus hermanos Adriana y Oscar Jaimovich y su compañera de militancia Estela Moyano testificaron sobre el secuestro y asesinato de la joven militante de la Juventud Guevarista.

Por Alexis Oliva
(El Argentino, edición Córdoba)

Sobre la desaparición de Alejandra Jaimovich, militante de la Juventud Guevarista, secuestrada el 1º de junio de 1976 a sus 17 años, declararon tres testigos en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en los centros de detención del Tercer Cuerpo de Ejército durante la última dictadura.

En primer lugar, Estela Moyano relató que con su hermana mayor Nora y Jaimovich comenzaron a militar en 1974 en la corriente juvenil del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), y desde días después del golpe de Estado del 24 de marzo del ‘76 Alejandra se hospedaba en su casa. “Un día, Alejandra se va, con la idea de volver. Uno ya empezaba que habían puesto preso a un amigo, que otro había desaparecido…”, narró la testigo. El 1º de junio, la joven retornó a buscar unas pertenencias a la casa de sus compañeras, donde la esperaba un grupo del Ejército que la secuestró junto con Nora.

Ambas fueron llevadas al Departamento de Informaciones (D2) de la Policía de Córdoba. Tres días después, Nora fue liberada, por el insistente reclamo de su familia. Pero Alejandra fue trasladada a la “escuelita” de Pilar, donde padeció torturas y vejámenes, y luego al campo de La Perla. Allí fue vista por los sobrevivientes Graciela Geuna y Piero Di Monte, quienes luego ayudarían a la familia Jaimovich a reconstruir el destino de Alejandra, asesinada en un “traslado” treinta días después de su detención.

Según relató Adriana Jaimovich en la audiencia de ayer, el 25 de mayo del ‘76 una “patota” militar había asaltado la casa familiar buscando a su hermana. “Decime dónde está tu hija, porque si no la vamos a matar”, amenazó a su padre quien comandaba el grupo. A principios de junio, en el velorio de Adriana Ruth Gelbspan -otra militante asesinada en un fraguado enfrentamiento con la Policía- le dijeron a Luis Jaimovich que su hija había sido apresada y estuvo en el D2. A su vez, su esposa Elena se contactó con la familia Moyano, que le confirmó la versión. Entonces comenzó una búsqueda tan larga como infructuosa.

“Mis padres eran escribanos muy conocidos en la ciudad –refirió Adriana-, y se acercó mucha gente ofreciéndoles información, a veces con dinero, a veces sin dinero. Le decían: ‘La pasaron a tal parte… La llevaron a Buenos Aires…’. Era una forma de tener a mis padres aterrados y sin hacer demasiado, porque la base de eso era: ‘No hagan ruido, porque si hacen ruido la van a matar’. Hoy sabemos cuán poco tiempo estuvo Alejandra en La Perla y nos damos cuenta de la gran extorsión y mentira en que tuvieron a mis padres encerrados”.

Por su parte, Oscar Ezequiel Jaimovich refirió que tras el secuestro de su hermana menor, él y Adriana se exiliaron en Israel, pero sus padres se negaban a abandonar el país. “Mi mamá no quería dejar la casa, porque decía que Alejandra iba a llamar en cualquier momento”, recordó. Mientras que a su padre “había gente que le decía que Alejandra estaba viva, lo que lo paralizaba y no le permitía hacer su lucha pública y directa”.

Hacia 1978, convencieron a sus padres de que se trasladaran a Israel, donde formaron la Comisión de Familiares de Víctimas del Terrorismo de Estado de Argentina. Desde allí, intentaron que el gobierno ese país presionara al argentino para que diera información, pero “las respuestas fueron vagas”. Incluso, a fines de los ‘70 realizaron gestiones a través del ex primer ministro Golda Meir y su sucesor Yitzhak Rabin, también sin resultados.

En 1980, a través de Amnesty internacional el matrimonio tomó contacto con la sobreviviente Geuna, a quien visitaron en Suiza. Ella les contó que a su hija “la vio en La Perla, estuvo unos días acostada a su lado en la colchoneta, y luego fue trasladada”. Los represores le dijeron que la llevaban al Buen Pastor, pero cuando tiempo después Geuna les preguntó por Alejandra, le respondieron: “¿No te das cuenta que la hemos liquidado?”. (Al declarar el 1 de agosto pasado, Geuna recordó ese diálogo, mantenido con el actual imputado Luis Alberto Cayetano Quijano).

Desde entonces, los Jaimovich tuvieron “una percepción clara de que Alejandra no iba a volver, que cambió también su forma de lucha. A partir de ahí, ya pudo hacerse una denuncia abierta”, explicó Oscar. Sobre ese momento, su hermana Adriana rememoró: “El encuentro con Graciela produjo en la familia un cambio, porque ya no fue buscarla, sino exigir justicia. Y mi padre se dedicó a trabajar con la esperanza de llegar a este juicio”.

No pudieron, porque Elena falleció en 1998 y Luis en 2008. Pero sus hijos viajaron desde Israel para contar ayer su trágica historia, frente a un tribunal de la democracia. “Hemos venido desde lejos, mi hermano y yo, a dar nuestro testimonio, porque creemos que es nuestra obligación cívica y moral, pero también venimos en representación de nuestros padres, Luis y Elena, que hubieran querido estar y no están”, fueron las palabras con que Adriana les rindió un merecido homenaje.

Megacausa La Perla: “Hay treinta mil personas que la pasaron peor que yo”

Desde España, el testigo Marcelo Britos relató cómo la Policía lo secuestró junto con otros tres adolescentes militantes de la Juventud Guevarista. Una de ellas, fue vista en el campo La Perla y asesinada en un operativo “ventilador”.

Por Alexis Oliva
(El Argentino, edición Córdoba)

Desde el consulado argentino en Madrid, el testigo Marcelo Raúl Britos declaró en el juicio por los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba durante la última dictadura. “Yo comencé a militar en la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) buscando que la sociedad sea más justa, se distribuyesen mejor las riquezas y no hubiese más pobres. Bueno... ideales de un chico. Justamente, hoy (por ayer) 11 de septiembre, del '73, con el golpe de Pinochet nos fuimos del colegio todos a la CGT, en la Vélez Sarsfield, porque queríamos defender la democracia en Chile. Yo tenía 14 años, pero veía que era algo negativo el golpe de Estado en Chile”, expresó al comenzar su relato por teleconferencia ante el Tribunal Oral Federal Nº 1.

El testigo contó que en 1975 se enroló en la Juventud Guevarista (JG), en la que comenzó a “leer cosas del marxismo”, hasta que desde antes del golpe del 24 de marzo del ‘76 los reiterados secuestros entre sus militantes los obligaron a refugiase en la clandestinidad. Ya en plena dictadura, en vísperas del 29 de mayo, su grupo de la JG se propuso conmemorar el aniversario del Cordobazo: “El acto era ir a la concesionaria de automotores en la calle La Tablada e intentar incendiar unos coches en el taller para distraer, porque el objetivo era ir a donde estaban los documentos, los pagarés, porque decíamos que era injusto que a la gente humilde le vendieran un coche y después estaba toda la vida pagándolo. Queríamos llegar a esos papeles y quemarlos, era nuestra forma de lucha”.

Pero la acción salió mal. Britos, con 16 años, y otros tres jóvenes de entre 14 y 17, fueron capturados por la policía y subidos a dos móviles que se dirigieron a un descampado. “Nos bajaron a empujones y tirones, insultándonos, pateándonos la cabeza –narró el testigo-. Yo escuché un disparo y uno que dijo: ‘Una menos’. Por supuesto que me asusté. Se escuchaba la radio: ‘¡Paren! ¡Paren! No hagan nada, que ya hicieron la denuncia’”.

Luego de ese fusilamiento simulado o fallido, los llevaron al Departamento de Informaciones D2 de la Policía donde fueron sometidos a torturas. “Al margen de la mojarrita, golpes, teléfono, que te golpeaban desde atrás con las manos los oídos y te dejaban sordo, de las vejaciones, de tirarnos en un patio cuando estaba lloviendo, que te caminaran por encima con los borceguíes, el único nombre que hasta hoy me da pánico es el del Gato. ‘Cuidado cuando venga el Gato’, decían. Se ensañaba conmigo, me pateaba hasta que uno le decía: ‘¡Pará, Gato, pará! No sé quién era”, relató Britos. Como se sabe, el apodo y la actitud corresponden al imputado ex sargento Miguel Ángel Gómez.

A una de las militantes que fue secuestrada con él, el testigo la conocía como Patricia. Recién en febrero de este año, en una visita al Archivo Provincial de la Memoria (que funciona en el ex D2) pudo conocer su verdadero nombre: Adriana Ruth Gelbspan, a quien vieron en el campo de concentración de La Perla y fue una de las ocho víctimas de un operativo “ventilador” (fusilamiento colectivo) perpetrado en Ascochinga el 1º de junio del ‘76, en el que según la fiscalía participaron varios de los acusados de este juicio.

Tras soportar en el D2 “los peores once días” de su vida, Britos fue recluido en la cárcel de barrio San Martín. En el ‘78, fue trasladado al penal bonaerense de Sierra Chica, donde recién fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. El 3 de septiembre de 1979 recuperó la libertad, vivió un tiempo en la casa de sus padres y luego se exilió en España. “Desde que me vine a vivir aquí, no le dije esto a nadie, ni a mi madre, porque hasta actualmente tengo miedo. Pero hay treinta mil personas que la pasaron peor que yo y los que perdieron a su familia y todo. Gracias por permitirme decir la verdad, por mantener la memoria de mis amigos y por intentar hacer justicia”, manifestó el testigo.

martes, 10 de septiembre de 2013

Megajuicio La Perla : Los crímenes formados por su autor

Ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de Córdoba varios testigos contaron cómo los propios represores se ufanaban de haber asesinado y torturado. Sara Osatinsky relató que Héctor Vergez le describió “paso a paso” los homicidios de su marido y sus hijos.
El represor Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas” o “Gastón”.

Por Marta Platía  -   Desde Córdoba

“¿Se van a acordar de mí cuando llegue Nuremberg? ¿Se van a acordar de que yo los ayudé?”, solía repetir, como en un ruego, el represor José Carlos González, alias “Juan XXIII” o “Monseñor”: un torturador que fue jefe de La Perla en 1978 y cuya personalidad oscilaba entre sus pulsiones místico-adoctrinantes y el crimen sistemático. A diferencia de los que se sintieron impunes hasta no hace mucho y supusieron que jamás habría juicio y castigo para sus delitos, él era consciente de que estaba cometiendo crueldades equiparables a las de los nazis, y creía que a todo crimen sobreviene un castigo. Pero que quede claro: no por eso dejaba de perpetrarlos u ordenarlos. “Sí, era un tremendo cursillista –lo describió, entre otros sobrevivientes, Graciela Geuna–. Parecía tener escrúpulos, pero aun así seguía. El solía contar que se confesaba y también que su confesor lo absolvía.” Que la Iglesia lo absolvía. Como a tantos otros criminales de lesa humanidad. González, quien murió impune en la década del ’90, sí logró que los que salieron con vida del holocausto cívico-militar lo recordaran en este Nuremberg argentino, pero no precisamente para agradecerle. No en el sentido “salvador” que esperaban él o los demás represores por el supuesto favor de una violación no tan feroz, de un golpe o de una humillación menos.

A lo largo de las 72 audiencias que lleva el juicio, varios testigos describieron atroces crueldades no sólo porque las padecieron en carne propia, sino porque fueron los mismos criminales los que se solazaron contándolas como si fuesen hazañas. Algunos hasta casi las firmaron: como si se tratara de un artista que firma una obra de arte. Total –solían repetir en los campos de concentración– hablaban “con muertos vivos”. Uno de los casos más aberrantes de este tipo de perversión con sello de origen fue el que sufrió Sara Solarz de Osatinsky: la viuda del reconocido militante Marcos Osatinsky, cuyo asesinato en Córdoba mencionó Rodolfo Walsh en su legendaria Carta abierta a la Junta Militar de 1977. Sara atestiguó que fue el represor Héctor Pedro Vergez, alias “Vargas” o “Gastón”, el que no le ahorró ni media pena, quien le relató el itinerario de sangre y muerte que diezmó a su familia y que, hace algunos días, Sara contó ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de esta provincia.

La única sobreviviente de la familia de Marcos Osatinsky viajó desde Suiza para dar su testimonio. Sara, de 77 años, recordó que el mismísimo Vergez la fue a buscar a la ESMA, donde la mantenían torturada y cautiva, con el fin de trasladarla a Córdoba para asesinarla: “El me dijo que el apellido Osatinsky tenía que ser borrado de la faz de la Tierra en Córdoba –remarcó–. Y me contó paso a paso cómo mataron a mi marido Marcos; a mi hijo Mario, de 19 años, y a José, el menor, de 15”. Sobre José, incluso, Vergez le enrostró a la madre una queja de asesino frustrado: “Al más chico lo mató la policía... Desgraciadamente no fuimos nosotros. Nos ganaron de mano”. Los “no-sotros” de Vergez eran sus cómplices y sicarios del Comando Libertadores de América (CLA), la versión cordobesa de la Triple A.

En la sala de audiencias, lo de Sara fue a veces insoportable. Pero con la energía de quien despertó todos estos años, día por día cuidando cada bocanada de vida para llegar a este momento, ella declaró durante más de cinco horas con las fotos de sus amados sobre su escritorio. “El (Vergez) me dijo que querían borrar nuestro apellido de la faz de la Tierra. Pero no pudieron, y acá estoy yo para dar testimonio por los míos, por mí”, dijo Sara, y el represor pegó su barbilla contra el pecho, la boca ajustada en una mueca que ya no pudo destrabar.

“¿Y usted cómo es que sabe todo eso?”, preguntó el juez Julián Falcucci. “Es que Vergez me contó todo. El me buscó en la ESMA y habló, habló... Me contó cómo habían torturado a Marcos (Osatinsky) en el D2, en el Campo de la Ribera. Cómo lo habían llevado una vez a una quinta para picanearlo, pero que como se les cortó la electricidad y no pudieron, entonces lo ataron al paragolpes de un auto y corrieron carreras con su cuerpo torturado. Me dijo: ‘su marido es un hombre muy recto, ¿sabe? No le pudimos sacar ni una palabra’. Y que cuando ya estuvo muerto y lo llevaban en un cajón rumbo a Tucumán para entregárselo a sus familiares para que lo enterraran, él y los del Comando Libertadores de América se robaron el cajón, lo abrieron y dinamitaron el cuerpo”. Sara aseguró que ella tuvo “una especie de premonición el día que mataron a Marcos (21 de agosto de 1975). Nadie tuvo que avisarme. Me desperté de golpe, oí una sirena de la policía y supe que ya estaba muerto.” Algo parecido le sucedió con el asesinato de su hijo Mario: “Este hombre (Vergez) me contó que lo rodearon a él y a tres amigos en una casa en La Serranita. Que con megáfonos les dijeron que salieran. Ellos escaparon por detrás. Uno de los muchachos conocía muy bien la zona y huyeron por el monte. Pero en la madrugada, cuando subieron a la ruta cerca de Alta Gracia, como todos los caminos estaban tomados por los militares, los estaban esperando y los acribillaron. Yo estaba en casa. De pronto por la radio una voz dijo ‘Alta Gracia’ y me desmayé. Caí seca al piso. Cuando volví en mí, lloraba a los gritos”.

Con Sara ya secuestrada y cautiva en la ESMA, Vergez tampoco se ahorró ironías en la descripción de la feroz cacería humana en la que asesinaron a José, de 15 años, el hijo más pequeño de los Osatinsky. La laceró repitiéndole que “desgraciadamente” la policía se les había adelantado a los suyos, los del CLA. “José todavía iba a la secundaria, era nada más que un chico –se quebró la madre–. Me contó que lo corrieron por los techos de las casas del barrio. Que lo acribillaron.” Con los ojos fijos en la foto del hijo, Sara contó que, a diferencia de Marcos y Mario, “a él no pude llorarlo. No quería creer que estaba muerto. Recién en 1984, cuando lo encontraron en una fosa común y me avisaron, pude hacer el duelo... La doctora María Elba Martínez (una de las abogadas decanas en la defensa de derechos humanos de Córdoba, que murió el 17 de agosto pasado) me llamó y me dijo que habían identificado sus restos... Le pedí a ella que lo enterrara. Yo ya estaba en el exilio”. Pero los restos no pudieron ser sepultados. Ocurrió que a último momento –y aún no está claro por qué– “alguien” dio una orden y las bolsas con los huesos de él y de otras víctimas de la represión fueron incineradas. La querella del abogado Claudio Orosz y la fiscalía de Facundo Trotta pidieron que se investigara la cadena de autoridades: desde el intendente hasta el director del cementerio, ya que “en 1984 Córdoba vivía en democracia”.

Sara nunca fue trasladada a Córdoba. Pero el detalle de los crímenes de sus dos hijos y esposo se fijaron en su memoria nada menos que por la palabra de quien se adjudicó la autoría. Y en este punto Héctor Pedro Vergez parece llevar la delantera a sus cómplices, aunque no es el único cultor de esta perversión ególatra. También por su propia boca se conocería paso a paso cómo masacraron a la familia de Mariano Pujadas: uno de los 19 jóvenes acribillados en Trelew en 1972. El testigo Gustavo Contepomi, quien declaró desde España por videoconferencia, denunció la existencia de “un documental catalán” en el que los periodistas fueron guiados por “una voz” que él creyó reconocer “como uno que se hacía llamar Gastón, y que por las indicaciones, lugares y precisiones que les daba a los documentalistas no podría ser de alguien que no fuera partícipe necesario en la masacre”: la madrugada del 14 de agosto de 1975 en que un comando del CLA mató al padre, la madre, el hermano y dos cuñadas del joven Pujadas. Al respecto, las testigos Cecilia Suzzara y Liliana Callizo coincidieron: “Vergez siempre se jactaba de cómo los habían tirado en un pozo y los dinamitaron”; al tiempo que Callizo implicó también a Barreiro en esta matanza.

Es que entre la horda afecta a reclamar el derecho de autor también se cuenta el represor Ernesto “Nabo” Barreiro, quien, entre otros crímenes, no habría tenido reparos en descerrajarle en la cara al sobreviviente Jorge De Breuil mientras lo atormentaba en el Campo de La Ribera: “¿Te gustó la orgía de sangre que hicimos con tu hermano?”, refiriéndose al fusilamiento de Gustavo De Breuil, asesinado junto al abogado Miguel Hugo Vaca Narvaja (h.) y a Higinio Toranzo en un simulacro de fuga. Una frase-tortura que De Breuil remarcó en sus testimonios ante el Tribunal. Otros, como el pertinaz violador Miguel Angel “Gato” Gómez, gustaba de quitarles la venda a sus víctimas antes de ultrajarlas y les lanzaba: “Mirame bien, yo soy el Gato, tu torturador”. O José “Chubi” López, quien le ordenó a Graciela Geuna que lo mirara “porque cuando te podamos matar te voy a matar yo. Y cuando te mate, lo último que vas a ver son mis ojos”. O el relato de una noche en La Perla, cuando ante Patricia Astelarra el represor “Luis Manzanelli y otros contaron como una anécdota cómo habían asesinado en la ruta al obispo (de la Rioja, Enrique) Angelelli, y cómo lo habían dejado tirado en el pavimento, con los brazos abiertos en cruz”. Reconocido por su saña en la sala de tortura, Manzanelli solía presumir de que “todos, absolutamente todos los que pasaron por aquí han pasado por mis manos”. También por su propia boca, y en su afán por ensuciar a los sobrevivientes, el represor civil Ricardo “Fogo” Lardone terminó admitiendo, en pleno juicio, haber participado en “lancheos”: recorridas por la ciudad para secuestrar gente y alimentar así la maquinaria de terror, tortura y muerte de La Perla.