domingo, 23 de junio de 2013

“El grado de humillación que sufrieron es inenarrable”


Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, autores de La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración.
Durante seis años, Mariani y Gómez Jacobo investigaron y realizaron entrevistas a sobrevivientes para reconstruir cómo funcionaba el centro clandestino asentado en Córdoba y los horrores que sufrieron las víctimas.

 Por Diego Martínez

La Perla fue el mayor centro clandestino del interior del país. La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración es tal vez uno de los intentos más fructíferos por narrar lo inenarrable. Los periodistas Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo hurgaron durante seis años en testimonios de sobrevivientes, hicieron entrevistas, procesaron archivos y contaron en 478 páginas, con un nivel de detalle poco común, la experiencia que sobrevivientes y especialistas coinciden en calificar de intransferible.

–Pertenecen a generaciones distintas: la de los desaparecidos y la de los hijos. ¿Cómo fue la decisión y la experiencia de armar el libro juntos?

Ana Mariani: –La idea de escribir sobre ese siniestro lugar y las consecuencias que todavía hoy se padecen surgió a instancias del periodista Sergio Carreras, quien señaló la carencia de investigaciones periodísticas sobre la historia reciente de Córdoba realizadas en Córdoba. Pero con Carreras coincidimos en que necesitaba a alguien que me acompañara en el arduo trabajo que significaba esta investigación. Así fue como afortunadamente se cruzó en mi camino Alejo, que tenía 25 años y unos deseos enormes de trabajar a la par mía. Cada día que pasaba me iba dando cuenta de que el pertenecer a dos generaciones era provechoso. Alejo no había nacido cuando el golpe de Estado de 1976 y podía tener esa mirada desprovista de prejuicios, imprescindible para la finalidad de la investigación.

Alejo Gómez Jacobo: –La decisión y la experiencia fueron de la mano: en lo personal sabía que no sólo era una posibilidad única de trabajar con alguien de la trayectoria de Ana, lo que significaría una madurez profesional, sino el desafío generacional de hacer frente a una temática que poco se toca y mucho se oculta entre los jóvenes, casi siempre por desconocimiento y otro tanto por temor. Fue un camino largo y con muchas dificultades, pero seguimos adelante en equipo: cuando uno dudaba, el otro empujaba. Cada uno aportó desde su lugar y el complemento fue más fructífero de lo que esperábamos. El resultado es un libro que arroja una mirada distinta, porque no sólo es un material documental, sino que conlleva un intento de sanación del vacío que quedó entre aquella generación tan golpeada y la que creció con la certeza de la democracia.

–El libro arranca contando la construcción del edificio como compensación al Ejército por una cesión de terrenos. ¿Fue pensado como campo de concentración?

A.G.J.: –Poco se sabe sobre las intenciones iniciales del Ejército. Sin embargo, se pueden ir reconstruyendo fragmentos con voces y fechas que permiten inferir que La Perla fue construida, entre otras cosas, con el propósito del exterminio. Para 1975, Menéndez asumía en el Tercer Cuerpo y los mandos castrenses ya habían decidido que Isabel tenía las horas contadas. El predio donde se ubica La Perla es, lamentablemente, el lugar justo para la “solución final” implementada: a 12 kilómetros de la ciudad de Córdoba, alejado de toda civilización y en pleno terreno del Ejército. Es decir que nadie podía ayudar a los secuestrados, a merced de la voluntad absoluta y mesiánica de sus captores.

–Cuentan que en 1977 hubo madres que llegaron al alambrado de La Perla a preguntar por sus hijos, que en 1976 hubo testigos de fusilamientos, y arriesgan que Córdoba fue de los lugares donde se supo sobre el terrorismo de Estado desde el primer momento. ¿A qué lo adjudican? ¿Y cuál fue el nivel de conocimiento del grueso de la sociedad cordobesa en esos años?

A.G.J.: –Córdoba es históricamente una de las provincias más politizadas del país, y no fue casual que las Fuerzas Armadas hayan concentrado el núcleo de la represión en el eje Córdoba-Santa Fe-Buenos Aires. La fortaleza de fábricas y gremios hicieron de Córdoba un foco para las reivindicaciones sociales y, por ende, un objetivo negro para el Ejército. Es decir que en Córdoba siempre hubo conciencia plena del momento histórico y político que se vivía. De todas maneras, el conocimiento sobre lo que ocurrió después, ya con la Junta en el poder, es materia de discusión: hay quienes dicen que se sabía, pero no se podía hacer nada frente a semejante aparato; otros que nada se sabía; y muchos apuntan que era imposible no saber, pero que la sociedad prefirió mirar hacia otro lado y luego fingir un supuesto desconocimiento para lavar sus culpas. Como sea, y más allá de la valentía de las Madres o de algunos testigos ocasionales de fusilamientos, la sociedad cordobesa, igual que el resto del país, estaba paralizada por la maquinaria de terror que el Ejército ejecutó a la perfección.

A.M.: –Si bien en un primer momento se podía ignorar la existencia de La Perla como campo de concentración, algunos sobrevivientes relatan que cuando pasaban por el lugar, comentaban: “Si nos traen acá, no salimos con vida”. Además, los operativos para los secuestros eran tan ostentosos que la gente no podía ignorar lo que estaba sucediendo. Pero el miedo, como dice Alejo, fue una de las armas de quienes tomaron el poder, y los militares sabían muy bien que la sociedad estaba indefensa ante esa maquinaria de terror. Lo que sí es alarmante es que en la actualidad todavía pueda haber personas que nieguen esa negra historia reciente.

–Las mujeres sufrieron una violencia doble: tortura y violencia sexual, explican, y cuentan la exposición de mujeres desnudas y vendadas ante la tropa. ¿Cuánto se logró avanzar en Córdoba respecto de la violencia de género como delito específico? ¿Qué receptividad tuvo el Poder Judicial?

A.M.: –El grado de humillación que sufrieron todos los secuestrados y desaparecidos, sin excepción, es inenarrable. Pero en el caso de las mujeres, los abusos y la violencia sexual fueron una constante. Que se las expusiera desnudas ante la mirada de cantidad de gente es terrible, humillante y violento. Los testimonios en este aspecto son muy fuertes, como estar atadas de pies y manos al elástico de la cama en la sala de torturas, desnudas y rodeadas de los represores que se reían y burlaban mientras las sometían a los tormentos más grandes. Una de las sobrevivientes nos relató que la humillación es tan terrible como la tortura. Este tipo de prácticas aberrantes buscaba la destrucción psíquica y la afectación de la dignidad de las personas. Hace bastante tiempo que se viene trabajando en ese sentido y se está instruyendo una causa sobre estos delitos que se podría elevar a juicio.

–Una sobreviviente cuenta que la primera trompada en cautiverio en el D2 se la dio la Cuca Antón, una mujer policía que todos temían, y que “por suerte” no estaba la Tía Pereyra, que interrogaba e “instruía a todos”. ¿Son casos aislados o hubo otras mujeres que participaron de la represión ilegal? Y a Ana, como mujer, ¿qué lectura hace del rol de esas mujeres?

A.M.: –Antes que nada quiero aclarar que Mirta Graciela Antón, alias “la Cuca”, está cumpliendo una condena de siete años en la cárcel de Bouwer, desde julio de 2009, por la causa UP1, y ahora está nuevamente imputada en la megacausa La Perla. Esta mujer fue central dentro de la estructura represiva del Departamento de Informaciones de la Policía de Córdoba, al igual que la conocida como la Tía Pereyra, muerta ya, que de acuerdo con testimonios era terrible a la hora de torturar. De allí que esa sobreviviente nos relató que “por suerte” estaba de vacaciones la Tía, porque la tortura hubiera sido más feroz aún. Personalmente creo que el mal, el sadismo (como pellizcar los pezones, en lo que se dice era una “especialidad” de Graciela Antón), corresponde a cuestiones del género humano. Pero considero que es una discusión que supera esta entrevista.

–Una historia atípica es la del hijo del comandante de Gendarmería al que obligaban a integrar el grupo de tareas a sus 16 años, y que ya adulto termina aportando información a la Justicia y a ustedes. ¿Cómo fue el quiebre de ese hombre, que admite haberse criado en una familia nazi?

A.M.: –Además de ser atípica, es la primera vez que el hijo de un represor de Córdoba da testimonio para un libro. Su padre es uno de los imputados en la megacausa y, de acuerdo con lo que nos relató, lo obligó desde que tenía 15 años a destruir documentos, libretas de estudiantes y libros que levantaban en las casas, y a participar de los secuestros. A los 17 años comenzó a sufrir un estado de paroxismo por todo lo que había visto, hecho y vivido. Se despertaba con convulsiones y ataques de pánico, y todavía hoy no logra dormir una noche entera. Guardó un secreto durante 36 años y no deja de sorprender que se haya animado a contarlo. Cuando le preguntamos el porqué de su necesidad de contarlo ahora, su respuesta fue que comenzó a repudiar dentro de él lo que había hecho, es decir lo que le había obligado a hacer su padre. No podía más con sus recuerdos y al saber que estábamos investigando para un libro sobre un campo de concentración, después de ir a la Justicia, recurrió a nosotros. Pensamos, entre otras cosas, que el sentimiento de culpa fue el disparador de su decisión.

–Los guardias de La Perla, igual que en Campo de Mayo, eran gendarmes, que entre otras tareas buscaban a los secuestrados para llevarlos “al pozo” o a la muerte. Un sobreviviente cuenta que eran norteños, humildes y que algunos sufrían. ¿Están identificados? ¿Alguno colaboró con la Justicia?

A.G.J.: –La mayoría no están identificados y muchos se alejaron por completo para evitar correr el riesgo de quedar involucrados en la matanza. Hubo sin embargo unas pocas voces de gendarmes que se atrevieron a denunciar y cuyos testimonios fueron lapidarios, sobre todo en el primer juicio, en 2008. Tal vez el más importante fue el de un gendarme de apellido Beltrán, que relató una ocasión en que Luis Manzanelli, uno de los represores más temibles, fusiló a una pareja indefensa en un predio del Tercer Cuerpo. Beltrán fue amenazado y expulsado de Gendarmería por negarse a participar en el fusilamiento, y más de tres décadas después contó esta situación en el juicio, ante la mirada fija de Manzanelli en el banquillo de los acusados. El gendarme demostró una dignidad íntegra que le costó su trabajo y su carrera.

–Uno de los torturadores más brutales, el sargento Tejada, alias “Texas”, sacaba cartas de secuestrados a familiares y a la vez les llevaba fotos de los hijos. ¿Tiene explicación ese comportamiento?

A.G.J.: –La explicación podría encontrarse en dos aspectos que caracterizaron a la mayoría de los represores de La Perla: su mesianismo y sus contradicciones internas, que se fueron agudizando a medida que entraron en contacto con los secuestrados a los que debían fusilar. En el caso de Texas, influyeron muchas cosas: su manejo de un poder absoluto que le permitía llevar a cabo acciones inexplicables, como llevar cartas a los hijos de una pareja que acababa de torturar; su resentimiento hacia sus jefes, dado que tenía un origen humilde y según ex prisioneros se sentía excluido de los mandos superiores; y sus contradicciones, que lo llevaron a confesarle a una sobreviviente que a veces dudaba de si estaba bien lo que hacía en La Perla, es decir torturar. Pero no hay que dejar de tener en cuenta que había sido formado en la Escuela de las Américas en Panamá y fue uno de los torturadores más temibles.

–Varios sobrevivientes cuentan que los represores hablaban de “pozos” y “traslados”, y que llegaron a leer “disposición final” en algunas fichas. También que el camión “iba y volvía en poco tiempo”, por lo que suponen fusilamientos y entierros cerca de La Perla. ¿Cómo fue hasta ahora la búsqueda de desaparecidos en Córdoba? ¿Hubo entierros cerca de ese campo?

A.M.: –El Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) está trabajando en la ciudad de Córdoba desde febrero de 2003, cuando la Justicia federal ordenó la excavación y exhumación en el cementerio San Vicente de restos de desaparecidos. Además están realizando tareas en los predios de La Perla, ya que muchos sobrevivientes coinciden en los tiempos cortos en que los camiones iban y volvían para los “traslados”. Existe el testimonio de José Julián Solanille, un trabajador de los campos aledaños a La Perla, que expresó, tanto en el Juicio a las Juntas como en la actual megacausa, haber visto enterramientos clandestinos en la zona; cuerpos arrojados desde un helicóptero, fusilamientos, enterramientos, cuerpos hacinados en el fondo de un pozo de agua. En uno de los testimonios del libro, una persona que quería conocer la suerte de unos amigos se reunió con un militar que le dijo: “Estuvieron en La Perla. Pero si usted me pregunta dónde están enterrados, no se lo puedo decir, porque hemos cambiado alambrados, sacamos árboles, alteramos todo para que ni siquiera nosotros sepamos en qué lugar están esas tumbas”. El EAAF, a pesar de la inmensidad de los predios de La Perla, sigue trabajando en la búsqueda, ya que el clamor de los familiares sigue siendo encontrar a sus seres queridos.

–El libro cuenta con un nivel de detalle poco común los comportamientos más brutales de militares que siguen vivos y seguramente tienen familiares y amigos. ¿Tienen indicios sobre las reacciones en el entorno cercano de los represores a medida que conocen sus comportamientos?

A.M.: –En el juicio que se está realizando comenzamos a observar que en las últimas audiencias empiezan a hacerse notar los familiares y amigos de los imputados. Detrás del vidrio que separa a los militares, policías y civiles acusados, están algunos de ellos con carteles con inscripciones y fotos de muertos por organizaciones armadas. Así como hay familiares con fotos de sus desaparecidos, ellos van con esas pancartas. En una de las audiencias, cuando una testigo relataba que un militar la había manoseado de manera insistente, la esposa de ese imputado se sonreía y negaba con la cabeza mientras la testigo hablaba. La misma actitud manifiesta cada vez que se relata que su marido era uno de los que torturaba.

–Muchos sobrevivientes califican de “experiencia intransferible” la del campo de concentración. Ustedes trabajaron varios años para traducirla en palabras. ¿Sienten que lograron ese objetivo?

A.G.J.: –Trabajamos sin parar durante seis años porque nos parecía imprescindible, además de una deuda histórica como país, que se conociera la magnitud aniquiladora del mayor campo de concentración del interior de la Argentina y sus consecuencias sociales, culturales y generacionales, que todavía seguimos padeciendo. Ese era nuestro objetivo: un aporte periodístico y documental para quienes lo sufrieron, para quienes no vivieron esa etapa y para aquellos que niegan que eso haya ocurrido. Además, en mi caso, implicaba volver a tender puentes entre mi generación y la que quedó sepultada o herida en los ‘70. De todas maneras, nuestro objetivo no fue transferir la experiencia del horror de cada sobreviviente porque, como ellos dicen, es imposible. Nosotros les pedimos prestada su palabra para comunicarla, pero la experiencia de sobrevivir a La Perla es única, personal y queda encerrada en el cuerpo de quien la sufrió.

A.M.: –Sin ninguna duda, la de los campos de concentración, como cualquier situación límite, es una experiencia intransferible. Nosotros sólo fuimos intermediarios. El libro está basado en su totalidad en testimonios porque creemos que sólo quien vivió el infierno puede dar cuenta de él. Y entendiéndolo así, desde que comenzamos a recorrer este doloroso camino, supimos que teníamos que estar por fuera del relato.

El rol de la Iglesia

 Por Diego Martínez

La Iglesia Católica aparece en distintos planos: la intimidad entre Menéndez y el cardenal Primatesta, la monja testigo del secuestro que debe irse del país para hacer una denuncia, la orden de monseñor Tortolo para que seminaristas encarcelados no puedan leer la Biblia, el “profundo cristianismo” del represor apodado “Monseñor” o “Juan XXIII”. ¿Cómo definirían el papel de la Iglesia ante el terrorismo de Estado en Córdoba?

A.M.: –Durante el terrorismo de Estado en Córdoba, la Iglesia le cerró las puertas a la mayoría de los familiares que recurría a pedir por sus seres queridos. Además, como relatamos en el capítulo “El Tercer Cuerpo y la Iglesia”, también se las cerraron al sacerdote y a los cuatro seminaristas que cometieron el “pecado” de realizar trabajos sociales en villas y con grupos de jóvenes, razón por la cual los sometieron al macabro recorrido por distintos campos de concentración de Córdoba. Y si hoy están con vida, es por la rápida actuación de esa monja compañera de ellos que no fue secuestrada, porque ese día no estaba en la casa, y se movilizó rápidamente. Cuando se pudo escapar y llegar a Estados Unidos (ella era norteamericana), luchó hasta presentar un informe sobre la situación en la Argentina en el Senado, que resultó en una gran presión internacional sobre el régimen dictatorial. Habría que agregar que además de la estrecha relación entre el entonces arzobispo de Córdoba, Raúl Primatesta, y Luciano Benjamín Menéndez, también existían estrechos lazos entre éstos y algunos políticos, empresarios y funcionarios de la Justicia. Está comprobado que hubo múltiples complicidades. Además, lo que narran los sobrevivientes en el libro se va corroborando con los testimonios que escuchamos diariamente en el juicio más grande que se ha llevado a cabo en Córdoba, con 43 imputados y 16 causas, con algunas acumuladas, por hechos cometidos de 1975 a 1978, que se ha dado en llamar “megacausa La Perla”.

–Una sobreviviente cuenta que en el D2 escuchaba las misas de Primatesta en la Catedral y que los represores iban a misa y volvían a torturarlos. ¿Cuál fue el rol de los capellanes en Córdoba? ¿Dónde recibían “auxilio espiritual” los torturadores de La Perla?

A.G.J.: –Algunos capellanes –porque no se puede decir que fueron todos– colaboraron por convencimiento o conveniencia con el proyecto aniquilador de la Junta Militar, y Córdoba no fue la excepción. Es decir que fueron partícipes en tanto bendecían la conciencia de los torturadores y negaban información, pese a las súplicas de los padres de desaparecidos. Córdoba es una provincia donde la Iglesia pisa fuerte y ello quedó demostrado en los vínculos de poder entre la cúpula eclesiástica y el mismo Menéndez. Como un pilar más de la represión, el rol de muchos capellanes fue el de dar el visto bueno a la matanza en nombre de Dios y en aras de salvar al país de una supuesta amenaza comunista. Uno de los represores de La Perla les contó a sobrevivientes que tenía un cura amigo que bendecía sus acciones y con el que se confesaba para “depurar” cualquier culpa por lo que estaba haciendo.

martes, 18 de junio de 2013

“Todas las mujeres sufrimos vejaciones”

En un valiente, preciso y conmovedor testimonio, Gloria Di Rienzo dio cuenta de los crímenes contra la integridad sexual cometidos por la patota del Departamento de Informaciones de la Policía de Córdoba.

Por Alexis Oliva  -  (El Argentino, edición Córdoba)

“Yo quería seguir viviendo. Después de la brutalidad y el daño a la dignidad y el honor, tenía que restituirme a mí misma y que esto no me dañe de nuevo o que me dañe lo menos posible el resto de mi vida. Así que al salir en libertad me busqué un trabajo, formé una familia y traté de tener una vida como todo el mundo. Y a esto lo encapsulé en mi interior”, dijo Gloria Di Rienzo al promediar su relato, ayer, ante el Tribunal que juzga los crímenes de lesa humanidad cometidos en Córdoba durante la dictadura.

Entre estos crímenes, la unidad que coordina la tarea de los fiscales ha recomendado que los actos de violencia sexual que formaron parte del terrorismo de Estado “sean tratados como tales” y no subsumidos en la figura penal de “tormentos”. Además, para que puedan investigarse, es necesario que la víctima esté dispuesta a denunciarlos.
Eso es lo que Di Rienzo encapsuló en su memoria durante más de treinta años, hasta que la Justicia le dio la oportunidad de denunciar. Al comenzar la audiencia de ayer, el juez Jaime Díaz Gavier le ofreció declarar “sin el público y los imputados”, a lo que la testigo respondió: “Prefiero y agradezco la posibilidad de que los imputados se retiren”.

Y no es que les tuviera miedo, porque durante el reconocimiento había pedido mirar a la cara a sus victimarios, en su mayoría ex policías del Departamento de Informaciones de la Policía, a los que identificó uno por uno: Raúl Alejandro Contreras, Ricardo Cayetano Rocha, Raúl Calixto Flores, Juan Carlos Cerrutti, Herminio Jesús Antón fueron nombrados o señalados por Di Rienzo como quienes, desde su secuestro el 13 de septiembre de 1975, la golpearon, torturaron y vejaron en el Departamento de Informaciones D2 de la Policía de Córdoba.

“En esos tres días y medio fui sometida a todo tipo de torturas, con electricidad, me ahogaron en agua, en un momento incluso me tiraron agua caliente en las piernas; y allí también fui violada”, relató la testigo. “Como yo no quería abrir las piernas, me quedaron las marcas de las uñas en las entrepiernas, de la fuerza que ellos hicieron para abrirlas”, rememoró. Incluso, identificó a Graciela Antón como la mujer policía que le “retorcía los pezones”.
Ante un público conmovido e indignado, Di Rienzo hizo un acopio de memoria y coraje para revivir las atrocidades sufridas, con 20 años de edad, en cada uno de los interrogatorios a los que resistió, desnuda e indefensa. “A todas nos hicieron vejaciones como mujeres”, aseguró. “Además de violarme, picanearme y golpearme; de estar sin alimento, desnuda y con frío, no podía pensar que mis padres no me buscaran. Me estaban negando. Entonces, tomé conciencia de que me iban a matar. Ahí me preparé para que, hicieran lo que hicieran, no consiguieran nada de mí”.

Justamente, el no delatar a sus compañeros de militancia en el Partido Revolucionario de los Trabajadores le deparó una furibunda golpiza -en la que ubicó al imputado Carlos Yanicelli- que la dejó al borde de la muerte. Luego de varios días de internación en Policlínico Policial, fue enviada a la Penitenciaría de San Martín, donde soportó nuevos padecimientos y fue testigo de los crímenes de la treintena de presos y presas fusilados por “ley de fugas”. En septiembre del ‘76 fue trasladada a la cárcel porteña de Devoto, de donde salió con “libertad vigilada” en marzo del ‘80.

“El seguimiento era permanente y a la vista. Recuerdo un R12 celestito con un civil adentro, que sabía estar al frente o al a vuelta de casa y cuando yo iba a trabajar, iba conmigo”, refirió. Ese acoso se extendería hasta muchos años después del retorno de la democracia: “En 1996, mi domicilio fue allanado por prácticamente el mismo personal de aquel entonces: Yanicelli (entonces jefe de Inteligencia policial), (Juan) Dómine y (Luis Alejandro) Nieto, con el pretexto de que acusaban a mi esposo de robo de vehículos. No era de ninguna manera eso. Les dijeron a los vecinos que se queden tranquilos, que era un operativo ‘antisubversivo’. Eran las vacaciones de julio y estábamos con mis hijos. En un momento, hicieron alusión a la intervención anterior, con un cantito burlón: ‘Somos los mismos’. Nos amenazaban con volar la casa y me decían: ‘En esta ocasión, Gloria Di Rienzo, no tenemos ningún interés en usted o en su persona’. Esto demostraba que eran los mismos”, relató, minutos antes de finalizar su testimonio y retirarse aplaudida.

lunes, 10 de junio de 2013

Tremendos testimonios sobre las torturas en el centro clandestino de La Perla

“Se arqueaba y le salían chispas”

En el megajuicio por delitos de lesa humanidad cometidos en el centro clandestino que funcionó en Córdoba, dos sobrevivientes relataron los horrores que sufrieron ellos y otras víctimas del terrorismo de Estado.

 Por Marta Platía   -  Desde Córdoba

El sadismo y la perversión de los represores de La Perla no dieron tregua ni a jueces ni a los que presenciaron los testimonios de dos de los sobrevivientes que más tiempo soportaron en ese campo de concentración: los relatos –de más de seis horas cada uno– de Liliana Callizo y Andrés Remondegui llegaron en varias oportunidades a relatar el cenit de una maldad que, a pesar de todo lo que se ha escuchado en los juicios por crímenes de la dictadura, cuesta aceptar que anide en el género humano.

“Me metieron la cabeza en un tambor de doscientos litros. La sensación de muerte, de que los pulmones van a explotar, que uno se muere es terrible –contó Remondegui, secuestrado el 8 de julio de 1976–. Así como estaba, me picanearon entre varios y me apalearon. Cuando no di más, di una cita falsa. Sabía que mis compañeros ya no estarían en esa casa. Me llevaron en un auto, medio muerto. Como no encontraron a nadie (el torturador Héctor Pedro) Vergez se enfureció: me sentó en una silla, me ató; roció todo con querosén y le prendió fuego a la casa. Sólo me sacaron de ahí cuando el fuego ya me estaba envolviendo... Me llevaron de vuelta a La Perla y ahí me agarró (el represor Elpidio Rosario Tejeda) Texas. Eso fue peor: él estaba entrenado (en la Escuela de Panamá) para pegar y matar. Me dio por todo el cuerpo, por las articulaciones. No sé cómo sobreviví.”

Remondegui es, aún hoy, un hombre alto y fuerte. Cree que esa contextura y su práctica del tenis tal vez lo salvó: “Todos vimos morir a los que recibían la combinación de picana con golpes: te hinchabas, no podías orinar y te morías de una infección terrible. Yo mismo, cuando orinaba, lo hacía con una consistencia de pasta dentífrica. Era agónico”, describió.

Texas, a quien también llamaban “el Yanqui”, murió en un operativo. “Yo estoy convencido de que si él hubiera seguido vivo, no se salvaba nadie. El sólo quería golpear y matar. Venía todos los días a eso. Era una máquina de matar.”

Liliana Callizo soportó más de dos años en el campo de concentración. Los represores, creyéndola “una muerta en vida”, no se cuidaban ante ella de jactarse de sus “hazañas”. Callizo recordó que “Vergez se reía de un muchacho, Alberto, al que ataron de una pierna y lo llevaron colgando en un helicóptero. Lo pasearon por toda la ciudad así, cabeza abajo, y después le cortaron la cuerda, lo tiraron”. Según Callizo, Ernesto “El Nabo” Barreiro “también tuvo que ver: los dos eran del llamado Comando Libertadores de América. Ellos contaban también de otra de sus víctimas: un soldado de apellido Giménez. Lo estaquearon en el Campo de La Ribera (el otro centro de torturas más grande de Córdoba). Le enchufaron una resistencia de plancha en la cara, y el pibe se fue quemando... Eso hasta que murió. Todo eso lo relató Vergez. El acostumbraba a contar estas cosas”.

En el reconocimiento paso a paso que se hizo del campo de La Perla, Callizo les mostró a los miembros del Tribunal Oral Federal 1 cómo el represor Ernesto “Nabo” Barreiro la llevó “de la mano, vendada”, desde la Cuadra (el salón de La Perla donde estaban las colchonetas con los secuestrados tirados en el piso) hasta la sala de torturas. “Me obligó a pararme acá –le indicó al juez Jaime Díaz Gavier–, al lado de la puerta, y me levantó la venda. Ahí pude ver a casi todos los torturadores picaneando a una chica. A (Luis) Manzanelli que estaba sentado en un extremo de esa cama, todo transpirado con los cables pelados en cada mano; a (Hugo ‘Quequeque’) Herrera y a (José Carlos González) Juan XXIII. También estaban Vergez con los palos y las gomas, y uno que le tiraba baldes de agua... Entre todos la estaban torturando. Le tiraban agua para que se quemara más rápido. Era una chica joven, morocha y linda. Me acuerdo de que su cuerpo se arqueaba hacia arriba, en círculos, y le salían chispas y chispas y chispas... Ella gritaba ‘¡mis hijos no, mis hijos no!’. Después supe que se llamaba Herminia Falik de Vergara. La habían agarrado ese mismo día... La querían matar rápido porque era 24 de diciembre (1976) y estaban apurados por ir a brindar y estar con sus familias en sus casas.”

En su testimonio, y con la voz atravesada aún por ese dolor, Andrés Remondegui contó cómo “a una piba joven, de unos 20 años, muy bonita, Claudia Hunziker, le descubrieron una carta entre sus ropas. En esa carta ella le contaba a una amiga que estaba enamorada de mí. Tristemente, no tuvieron mejor idea que llevarnos a los dos a una oficina y hacer una especie de cena de novios. Creo que el menú era pescado, alguna gaseosa... Recuerdo que apagaron las luces. No sé si yo estaba adentro y ella entró o al revés, pero sí que prendieron la luz y gritaron ‘¡felicidades!’... No sabíamos si reírnos o llorar. Después, una compañera sobreviviente, Patricia Astelarra, me contó que ella volvió muy abatida. Que lloró toda la noche, avergonzada... El que armó todo eso fue (Hugo) Herrera”.

Pocos días después, gritaron el número de Claudia. La llevaban “al pozo”, a la muerte. Antes de salir, ella le entregó su reloj a Remondegui. Al final de su larga declaración, el hombre sacó de su bolsillo ese reloj. Y entre sollozos, reveló: “Estuvo guardado en un baúl en mi casa. Lleva ahí más de 30 años. Lo puse en este estuche (uno pequeño, verde). Es para entregarlo a quien corresponda...”. El abogado querellante Claudio Orosz –quien tiene parentesco con la víctima– pidió, ostensiblemente emocionado, que el reloj fuera entregado a la familia de Claudia, presente en la sala. Y así se hizo.
Complicidad judicial

Fue también Andrés Remondegui quien memoró que junto a su esposa y también sobreviviente, María Victoria Roca, fueron llamados a declarar por el entonces juez federal Gustavo Becerra Ferrer. “Fue en 1984. Las preguntas nos ubicaban no como testigos sino como imputados. No porque se nos dijera así, sino por el tenor de las preguntas. Me acuerdo de que me interrogaban sobre (Gustavo) Contempomi (otro sobreviviente junto al cual escribieron un informe sobre lo sucedido en La Perla, que luego se convirtió en un libro). Becerra Ferrer nos decía que tuviéramos cuidado con lo que decíamos, porque íbamos a ir a un Consejo de Guerra. Después, nos llamaban a la noche, y esas voces nos repetían todo lo que habíamos declarado por la mañana... También participamos de un reconocimiento a Vergez, pero era tan evidente que todo estaba mal, que con mi mujer dejamos de ir. Pero nos volvieron a llamar, y Becerra Ferrer nos dijo ‘nunca más se niegue al llamado de la Justicia’. Y nosotros, aún en el medio del susto que teníamos, alcanzamos a argumentar que lo que decíamos de día, nos lo contaban por la noche. El aseguró que no era así. Su secretario era el hoy juez Luis Rueda. Después nos volvieron a llamar en 1986, en el ’87... Pero un día dijimos basta, y no volvimos a ir. No fuimos ni siquiera cuando nos llamó el fiscal (Julio César) Strassera para el Juicio a las Juntas... No confiábamos en nadie. Después llegaron las leyes de Obediencia Debida, de Punto Final, el indulto... Así que ¿qué podíamos esperar nosotros?”

Remondegui y su esposa se “autoexiliaron” en una casa en el Valle de Punilla: “Nos propusimos rehacer nuestra vida. Nos obligamos a olvidar. Si es posible, hasta anular nuestra identidad. Tratar de no existir con todo lo que eso significa. Y cargar nuestra cruz: que, así como antes nos decían que nos pasó lo que nos pasó porque ‘algo habrán hecho’, después de salir nos miraran raro porque habíamos sobrevivido... Sufrir el peso, la culpa de estar vivos. De haber sobrevivido”.

La pareja había quedado atemorizada, entre otras cosas, por lo que les ocurrió a Gustavo Contempomi y Patricia Astelarra: si bien los cuatro elaboraron el informe que se publicó en un diario y luego se convirtió en libro, las firmas que aparecieron en el escrito fueron las de Contempomi y Astelarra. El resultado: él terminó preso durante dos años en plena democracia en la cárcel UP 1 de Córdoba, y Patricia exiliada en España con sus hijos. Ya en el momento de su declaración, Astelarra denunció que “la Justicia (de entonces) le armó una causa por supuesta asociación ilícita a su esposo para silenciarlo”. Y, en ese punto, también comprometió al camarista Luis Rueda.