“Había una apropiación de las mujeres”
En el proceso que se está desarrollando en Córdoba, el testimonio de la sobreviviente Graciela Geuna volvió a plantear la cuestión de los delitos sexuales perpetrados en el marco del terrorismo de Estado.
Por Marta Platía - Desde Córdoba
Parece una constante en este juicio: otra vez fue una mujer la que sacudió las conciencias de los que asisten a las jornadas del proceso por los delitos perpetrados en el centro clandestino de La Perla, que ya lleva setenta audiencias. Graciela Susana Geuna viajó desde Suiza, donde está viviendo desde que logró escapar del país en 1979. Es una de las sobrevivientes que más tiempo permaneció en La Perla, por lo cual los 41 represores, incluyendo a Luciano Benjamín Menéndez, afilaron sus discursos para intentar desacreditarla en cada ocasión que el Tribunal Oral Federal Nº 1 les permitió hablar. Graciela Geuna es, para ellos, lo que los demás sobrevivientes: una amenaza viva, constante. El testimonio inapelable de sus crímenes.
A Graciela la secuestraron el 10 de junio de 1976 junto a su esposo Jorge Omar Cazorla. Ambos militaban en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Los metieron en el baúl de dos autos distintos. Ella, con sus rodillas, golpeó la chapa y logró tirarse a la ruta. Cayó “quemándose la espalda” por la fricción cerca de la actual Fábrica Argentina de Aviones. Cuando logró levantarse, corrió hacia una casilla de vigilancia y pidió a los gritos: “¡Sálvenme! ¡Me van a matar!”. Nadie la ayudó. Mientras, su esposo también había saltado desde el auto en que lo llevaban, “como si nos hubiésemos puesto de acuerdo”, murmuró Graciela. Pero él fue acribillado por la espalda por la patota de La Perla, cuando corría maniatado y le gritaba: “¡Corré, Gringa, corré!”.
A Graciela no sólo la recapturaron sino que los represores le dijeron: “Tu marido es boleta”. Ella pensó que tal vez querían desmoralizarla. “Me agarraron y me metieron por la fuerza al baúl de otro auto. Ahí estaba Jorge: tenía sangre que le salía por la comisura de la boca, sangre que le salía del pecho... Después supe que los que estaban ahí fueron (los represores Héctor Pedro) Vergez, (Jorge Exequiel) Acosta, (Hugo “Quequeque”) Herrera, (José) “Chubi” López, (Angel) Quijano, (Héctor) ‘Palito’ Romero y (Saúl Aquiles) Pereyra”. Ya en La Perla la torturaron “con las dos picanas, la de 110 y la de 200 voltios. Vergez decía que tenía olor a podrido. De la sala de tortura me tiraron en las caballerizas. Ahí estaba el cuerpo de Jorge tirado sobre la paja. Les rogué que me dejaran cerrarle los ojos”.
Fue en ese punto de su declaración cuando la víctima dio una noticia inesperada: uno de los testigos de su detención, uno de esos hombres que no la ayudaron, se había comunicado con ella 37 años después, y le anunció que estaba dispuesto a declarar. Ocurrió que este hombre leyó el libro La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración, de los periodistas Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, y reconoció en el testimonio de Geuna a aquella muchacha acorralada que le pidió ayuda. “Fueron décadas de tener ese peso en mi conciencia. De pensar que podría haber torcido el destino si intervenía... Pero no me animé. Todo pasó en segundos. Pero esa película de segundos me persiguió todos estos años. Cuando leí el libro recién les pude poner nombres a aquellos dos jóvenes: al muchacho que mataron por la espalda, y a la chica que pedía socorro y que cayó con las manos atadas en la espalda, y a la que un tipo grandote levantó por la cintura y se la llevó.”
El hombre no es un desconocido en Córdoba. Se trata de Simón Dasenchich, quien fuera titular del directorio de la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC) y actual gerente de la región centro del Correo Argentino. Luego de leer el libro se contactó con sus autores y ellos le hicieron de puente con la sobreviviente. Dasenchich declaró hace pocos días y cerró un capítulo en su propia vida: “Yo era empleado de la entonces Industrias Mecánicas del Estado (IME). Hice la denuncia en la comisaría 10ª. Pero noté que todo estaba enrarecido y querían llevarme a mi casa a buscar mis documentos en un auto de la policía. En un descuido, me les escapé. Guardé todo esto hasta ahora. Pero no es lo mismo cuando uno conoce los nombres y las historias de las dos personas que vio matar y secuestrar. Hay una obligación moral que no podía callarse más. Si ellos tienen el valor de contar todo esto después de lo que les pasó, los que vimos ese tipo de situaciones tenemos que dar testimonio”. Dasenchich fue el primer testigo “inesperado” de este juicio, en el cual se espera que surjan otros.
El olor de la muerte
Esbelta y de abundante cabellera rubia, Graciela Geuna declaró durante casi ocho horas con voz pausada y grave. El atroz universo de La Perla se abrió espacio en la sala de audiencias. La tortura y la orden-amenaza de José “Chubi” López: “Mirame bien, porque cuando te podamos matar, te voy a matar yo. Y cuando te mate, lo último que vas a ver son mis ojos”. Graciela recordó con insondable tristeza a “los chicos del colegio Manuel Belgrano” y sus risas aun en medio del infierno, “porque eran adolescentes que no podían parar de reírse, ellos nunca imaginaron que los matarían”. Y las atroces agonías por tortura en la cuadra, como la de María Luz Mujica de Ruartes, “que despedía un fuerte hedor a pus de su vagina porque la habían quemado con la picana y no teníamos con qué curarla”. O el muchacho al que los represores “paseaban en cuatro patas con una correa de perro, para humillarlo y destruirnos psicológicamente”; y hasta el absurdo, perverso “festejo de cumpleaños” que le hizo el torturador “Angel Quijano, que vino... ¡y me cantó el feliz cumpleaños! Yo lloraba y él me preguntó que por qué, si me estaba deseando feliz cumpleaños. Como pude, le dije que él tenía puesto el saco de mi marido. El lo negó, pero yo le dije que no podría olvidarlo. Es el que usó cuando nos casamos”.
Graciela Geuna describió también un episodio que, por entonces, les dio certeza a los secuestrados de lo que ocurría en “los traslados”. Geuna y otras víctimas reducidas a la esclavitud estaban lavando autos (los que se utilizaban para “chupar” gente) y el represor Ricardo “Fogo” Lardone “llegó e hizo comentarios porque había una goma quemada. Nos dijo que no podía soportar el olor porque le recordaba a los fusilamientos. Que los fusilaban así: esposados atrás y que algunos que tenían miedo, como (el torturador Raúl) Fierro, les hacían atar también las piernas. Que tiraban alquitrán y les prendían fuego. Dijo: ‘Tengo el olor en la nariz y la visión de los cuerpos que cuando se queman, empiezan a moverse’”. Geuna entonces levantó sus brazos ante el Tribunal y los movió como los de un muñeco desarticulado. Luego los bajó y se quedó en silencio.
“Quiero saber si por el hecho de ser mujer existía un plus en cuanto a los abusos sexuales”, le preguntó la fiscal Virginia Miguel Carmona. “Sí, en general, las mujeres siempre sufríamos un plus desde la mente y el cuerpo –explicó Graciela Geuna–. Los represores (Hugo ‘Quequeque’) Herrera y (Aldo) Checchi revisaban a las mujeres y las manoseaban. Yo misma tuve desde extorsiones... Me apretaban los pezones, toqueteos... Había una apropiación de las mujeres. Porque a los hombres trataban de manipularles la mente. Pero de las mujeres querían todo: apropiarse de la mente y del cuerpo.”
Así, de pronto, las voces de sus compañeras de cautiverio que ya pasaron por el Tribunal se agolpan en la memoria: “Me ausentaba de mí misma para poder sobrevivir”, dijo Tina Meschiatti. “Me di cuenta de que tenía que separar mi cuerpo de mi cabeza. Que hicieran lo que quisieran con mi cuerpo. Pero yo tenía que preservar mi cerebro”, declaró Liliana Callizo, luego de relatar cómo Herrera la violó. “Yo vi cómo en una fiesta se tiraban de uno a otro con las chicas prisioneras. Las hacían tomar vino... Todo eso antes de matarlas”, contó el arriero José Julián Solanille, el único testigo vivo que dio testimonio en juicio de haber visto al mismísimo Luciano Benjamín Menéndez al frente de un pelotón de fusilamiento. “Yo vi cómo Vergez le tocaba el cuerpo libidinosamente a Elmina Santucho y le decía: ‘Ahora vas a conocer a papi’”, coincidieron Liliana Callizo y Patricia Astelarra. Lisa Beatriz Monje sólo tenía 17 años cuando la secuestraron y la llevaron al D2: “Eran como una jauría de lobos. Me violaron en el baño. Yo era virgen”, declaró con el dolor ahogándole la voz. Y con ellas la brutalidad de delirio con que fue atacada Gloria Di Rienzo, quien todavía tiene las cicatrices que le dejaron los atacantes cuando intentó resistirse a una violación masiva.
Los vejámenes sexuales a las prisioneras de la cuadra en La Perla –o en las mazmorras del D2– eran “moneda corriente”, según detalló Liliana Callizo. A todo esto, los torturadores repiten ante el Tribunal que ellos “jamás” tocaron a ninguna mujer. Tal parece que temen más este aspecto de sus (muchas) perversiones y atrocidades, que haber atormentado, robado, asesinado o desaparecido gente. Consultados sobre este punto, tanto querellantes como defensores coinciden en que tal vez “en sus familias hayan logrado consolidar lo de la supuesta ‘guerra contra la subversión’, pero que nunca les hayan contado que violaban a sus víctimas”.
Si bien se sabe que hubo prisioneros varones que también fueron vejados (los empalamientos “con armas o palos de escoba” fueron un método más de tortura y muerte); por ahora sólo las mujeres se han animado a denunciar los crímenes sexuales en el marco del terrorismo de Estado. La brecha la abrió una sobreviviente: Charo López Muñoz, quien en el juicio a Videla y Menéndez, en 2010, abrió su testimonio denunciando que la habían sodomizado en el D2. Fue en esa oportunidad que el fiscal Carlos Gonella le preguntó si haría o no una presentación aparte sobre este tipo de vejaciones en la Fiscalía federal. Y ella lo hizo.
Según explicó el querellante Claudio Orosz, “todos esos abusos se están sumando a una causa que se está instruyendo por los delitos sexuales de lesa humanidad. Es inédita en el país y está a cargo de la fiscal Graciela López de Filoñuk”.
En el proceso que se está desarrollando en Córdoba, el testimonio de la sobreviviente Graciela Geuna volvió a plantear la cuestión de los delitos sexuales perpetrados en el marco del terrorismo de Estado.
Por Marta Platía - Desde Córdoba
Parece una constante en este juicio: otra vez fue una mujer la que sacudió las conciencias de los que asisten a las jornadas del proceso por los delitos perpetrados en el centro clandestino de La Perla, que ya lleva setenta audiencias. Graciela Susana Geuna viajó desde Suiza, donde está viviendo desde que logró escapar del país en 1979. Es una de las sobrevivientes que más tiempo permaneció en La Perla, por lo cual los 41 represores, incluyendo a Luciano Benjamín Menéndez, afilaron sus discursos para intentar desacreditarla en cada ocasión que el Tribunal Oral Federal Nº 1 les permitió hablar. Graciela Geuna es, para ellos, lo que los demás sobrevivientes: una amenaza viva, constante. El testimonio inapelable de sus crímenes.
A Graciela la secuestraron el 10 de junio de 1976 junto a su esposo Jorge Omar Cazorla. Ambos militaban en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Los metieron en el baúl de dos autos distintos. Ella, con sus rodillas, golpeó la chapa y logró tirarse a la ruta. Cayó “quemándose la espalda” por la fricción cerca de la actual Fábrica Argentina de Aviones. Cuando logró levantarse, corrió hacia una casilla de vigilancia y pidió a los gritos: “¡Sálvenme! ¡Me van a matar!”. Nadie la ayudó. Mientras, su esposo también había saltado desde el auto en que lo llevaban, “como si nos hubiésemos puesto de acuerdo”, murmuró Graciela. Pero él fue acribillado por la espalda por la patota de La Perla, cuando corría maniatado y le gritaba: “¡Corré, Gringa, corré!”.
A Graciela no sólo la recapturaron sino que los represores le dijeron: “Tu marido es boleta”. Ella pensó que tal vez querían desmoralizarla. “Me agarraron y me metieron por la fuerza al baúl de otro auto. Ahí estaba Jorge: tenía sangre que le salía por la comisura de la boca, sangre que le salía del pecho... Después supe que los que estaban ahí fueron (los represores Héctor Pedro) Vergez, (Jorge Exequiel) Acosta, (Hugo “Quequeque”) Herrera, (José) “Chubi” López, (Angel) Quijano, (Héctor) ‘Palito’ Romero y (Saúl Aquiles) Pereyra”. Ya en La Perla la torturaron “con las dos picanas, la de 110 y la de 200 voltios. Vergez decía que tenía olor a podrido. De la sala de tortura me tiraron en las caballerizas. Ahí estaba el cuerpo de Jorge tirado sobre la paja. Les rogué que me dejaran cerrarle los ojos”.
Fue en ese punto de su declaración cuando la víctima dio una noticia inesperada: uno de los testigos de su detención, uno de esos hombres que no la ayudaron, se había comunicado con ella 37 años después, y le anunció que estaba dispuesto a declarar. Ocurrió que este hombre leyó el libro La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración, de los periodistas Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, y reconoció en el testimonio de Geuna a aquella muchacha acorralada que le pidió ayuda. “Fueron décadas de tener ese peso en mi conciencia. De pensar que podría haber torcido el destino si intervenía... Pero no me animé. Todo pasó en segundos. Pero esa película de segundos me persiguió todos estos años. Cuando leí el libro recién les pude poner nombres a aquellos dos jóvenes: al muchacho que mataron por la espalda, y a la chica que pedía socorro y que cayó con las manos atadas en la espalda, y a la que un tipo grandote levantó por la cintura y se la llevó.”
El hombre no es un desconocido en Córdoba. Se trata de Simón Dasenchich, quien fuera titular del directorio de la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC) y actual gerente de la región centro del Correo Argentino. Luego de leer el libro se contactó con sus autores y ellos le hicieron de puente con la sobreviviente. Dasenchich declaró hace pocos días y cerró un capítulo en su propia vida: “Yo era empleado de la entonces Industrias Mecánicas del Estado (IME). Hice la denuncia en la comisaría 10ª. Pero noté que todo estaba enrarecido y querían llevarme a mi casa a buscar mis documentos en un auto de la policía. En un descuido, me les escapé. Guardé todo esto hasta ahora. Pero no es lo mismo cuando uno conoce los nombres y las historias de las dos personas que vio matar y secuestrar. Hay una obligación moral que no podía callarse más. Si ellos tienen el valor de contar todo esto después de lo que les pasó, los que vimos ese tipo de situaciones tenemos que dar testimonio”. Dasenchich fue el primer testigo “inesperado” de este juicio, en el cual se espera que surjan otros.
El olor de la muerte
Esbelta y de abundante cabellera rubia, Graciela Geuna declaró durante casi ocho horas con voz pausada y grave. El atroz universo de La Perla se abrió espacio en la sala de audiencias. La tortura y la orden-amenaza de José “Chubi” López: “Mirame bien, porque cuando te podamos matar, te voy a matar yo. Y cuando te mate, lo último que vas a ver son mis ojos”. Graciela recordó con insondable tristeza a “los chicos del colegio Manuel Belgrano” y sus risas aun en medio del infierno, “porque eran adolescentes que no podían parar de reírse, ellos nunca imaginaron que los matarían”. Y las atroces agonías por tortura en la cuadra, como la de María Luz Mujica de Ruartes, “que despedía un fuerte hedor a pus de su vagina porque la habían quemado con la picana y no teníamos con qué curarla”. O el muchacho al que los represores “paseaban en cuatro patas con una correa de perro, para humillarlo y destruirnos psicológicamente”; y hasta el absurdo, perverso “festejo de cumpleaños” que le hizo el torturador “Angel Quijano, que vino... ¡y me cantó el feliz cumpleaños! Yo lloraba y él me preguntó que por qué, si me estaba deseando feliz cumpleaños. Como pude, le dije que él tenía puesto el saco de mi marido. El lo negó, pero yo le dije que no podría olvidarlo. Es el que usó cuando nos casamos”.
Graciela Geuna describió también un episodio que, por entonces, les dio certeza a los secuestrados de lo que ocurría en “los traslados”. Geuna y otras víctimas reducidas a la esclavitud estaban lavando autos (los que se utilizaban para “chupar” gente) y el represor Ricardo “Fogo” Lardone “llegó e hizo comentarios porque había una goma quemada. Nos dijo que no podía soportar el olor porque le recordaba a los fusilamientos. Que los fusilaban así: esposados atrás y que algunos que tenían miedo, como (el torturador Raúl) Fierro, les hacían atar también las piernas. Que tiraban alquitrán y les prendían fuego. Dijo: ‘Tengo el olor en la nariz y la visión de los cuerpos que cuando se queman, empiezan a moverse’”. Geuna entonces levantó sus brazos ante el Tribunal y los movió como los de un muñeco desarticulado. Luego los bajó y se quedó en silencio.
“Quiero saber si por el hecho de ser mujer existía un plus en cuanto a los abusos sexuales”, le preguntó la fiscal Virginia Miguel Carmona. “Sí, en general, las mujeres siempre sufríamos un plus desde la mente y el cuerpo –explicó Graciela Geuna–. Los represores (Hugo ‘Quequeque’) Herrera y (Aldo) Checchi revisaban a las mujeres y las manoseaban. Yo misma tuve desde extorsiones... Me apretaban los pezones, toqueteos... Había una apropiación de las mujeres. Porque a los hombres trataban de manipularles la mente. Pero de las mujeres querían todo: apropiarse de la mente y del cuerpo.”
Así, de pronto, las voces de sus compañeras de cautiverio que ya pasaron por el Tribunal se agolpan en la memoria: “Me ausentaba de mí misma para poder sobrevivir”, dijo Tina Meschiatti. “Me di cuenta de que tenía que separar mi cuerpo de mi cabeza. Que hicieran lo que quisieran con mi cuerpo. Pero yo tenía que preservar mi cerebro”, declaró Liliana Callizo, luego de relatar cómo Herrera la violó. “Yo vi cómo en una fiesta se tiraban de uno a otro con las chicas prisioneras. Las hacían tomar vino... Todo eso antes de matarlas”, contó el arriero José Julián Solanille, el único testigo vivo que dio testimonio en juicio de haber visto al mismísimo Luciano Benjamín Menéndez al frente de un pelotón de fusilamiento. “Yo vi cómo Vergez le tocaba el cuerpo libidinosamente a Elmina Santucho y le decía: ‘Ahora vas a conocer a papi’”, coincidieron Liliana Callizo y Patricia Astelarra. Lisa Beatriz Monje sólo tenía 17 años cuando la secuestraron y la llevaron al D2: “Eran como una jauría de lobos. Me violaron en el baño. Yo era virgen”, declaró con el dolor ahogándole la voz. Y con ellas la brutalidad de delirio con que fue atacada Gloria Di Rienzo, quien todavía tiene las cicatrices que le dejaron los atacantes cuando intentó resistirse a una violación masiva.
Los vejámenes sexuales a las prisioneras de la cuadra en La Perla –o en las mazmorras del D2– eran “moneda corriente”, según detalló Liliana Callizo. A todo esto, los torturadores repiten ante el Tribunal que ellos “jamás” tocaron a ninguna mujer. Tal parece que temen más este aspecto de sus (muchas) perversiones y atrocidades, que haber atormentado, robado, asesinado o desaparecido gente. Consultados sobre este punto, tanto querellantes como defensores coinciden en que tal vez “en sus familias hayan logrado consolidar lo de la supuesta ‘guerra contra la subversión’, pero que nunca les hayan contado que violaban a sus víctimas”.
Si bien se sabe que hubo prisioneros varones que también fueron vejados (los empalamientos “con armas o palos de escoba” fueron un método más de tortura y muerte); por ahora sólo las mujeres se han animado a denunciar los crímenes sexuales en el marco del terrorismo de Estado. La brecha la abrió una sobreviviente: Charo López Muñoz, quien en el juicio a Videla y Menéndez, en 2010, abrió su testimonio denunciando que la habían sodomizado en el D2. Fue en esa oportunidad que el fiscal Carlos Gonella le preguntó si haría o no una presentación aparte sobre este tipo de vejaciones en la Fiscalía federal. Y ella lo hizo.
Según explicó el querellante Claudio Orosz, “todos esos abusos se están sumando a una causa que se está instruyendo por los delitos sexuales de lesa humanidad. Es inédita en el país y está a cargo de la fiscal Graciela López de Filoñuk”.
Gracias por compartir y difundir este horror y el coraje de estas mujeres para dar testimonio. Aún como sociedad tenemos pendiente escuchar y asumir las inflexiones de género que tuvo la represión.
ResponderEliminarUn abrazo