Los hijos de los militares en manos de los represores
Los alegatos mostraron cómo los crímenes organizados por Menéndez tuvieron como víctimas a familiares de militares. La fiscalía pidió prisión perpetua para el represor y otros 34 acusados. Los jueces podrían dictar sentencia en agosto.
Por Marta Platía - Desde Córdoba
La etapa de los alegatos en el megajuicio de La Perla refrescó la memoria de lo ocurrido y trajo a luz, día tras día, las atrocidades cometidas por el terrorismo de Estado en Córdoba. Así, los fiscales Facundo Trotta, Virginia Miguel Carmona y Rafael Vehils Ruiz expusieron las pruebas sumadas durante estos más de tres años de juicio y el paso de 581 testigos. En los últimos días pidieron prisión perpetua para Luciano Benjamín Menéndez y otros 34 represores; en tanto que solicitaron penas que van desde los 3 a los 25 años de cárcel para otros diez reos que lo acompañan en el banquillo de los acusados por los crímenes de lesa humanidad cometidos contra las 716 víctimas de esta megacausa. Se estima que los jueces podrían dictar sentencia en agosto de este año.
Convertido en el general con más condenas a prisión perpetua en la historia argentina –ya once, más dos condenas a una veintena de años– ha quedado claro que el Cachorro Menéndez no soltaba su presa cuando la tenía entre dientes. Lo supieron y padecieron cientos de familias en las diez provincias argentinas del centro y norte del país que tuvo bajo su bota durante la última dictadura. De su tenaz cruzada “anticomunista” –que aún hoy, con 88 años, sigue reivindicando– también probaron algunos de sus colegas de armas que sufrieron la desaparición de sus propios hijos en el territorio que arrasó la Hiena Menéndez, como también se lo conoce.
El mismísimo Jorge Rafael Videla tuvo que admitir en más de una oportunidad que “no podía hacer nada” si el hijo o hija de un militar, o alguien de renombre por el que se reclamara, estaba en los campos de concentración de Menéndez: un general impiadoso que no se privó de llamarlo “blando”, y que hasta impulsó un golpe dentro del golpe contra el dictador y su por entonces segundo en el mando, Roberto Viola. Menéndez se sublevó el 28 de septiembre de 1979 en el norte cordobés pero, ante la superioridad de fuerzas de Videla, acabó rindiéndose y terminó preso por noventa días en la celda de un cuartel en Curuzú Cuatiá, Corrientes.
Antes de ese episodio, Videla había dejado al descubierto su falta de autoridad en el área 311 que lideraba a sangre y muerte el Cachorro, cuando de vástagos de militares se trataba. Uno de los casos más resonantes en Córdoba fue el de Carlos Alberto Escobar, el hijo de un coronel del Ejército que había sido amigo y compañero de armas de Videla. Carlos trabajaba en la Dirección de Educación de la Provincia y era delegado del Sindicato de Empleados Públicos, cuando fue secuestrado por una patota en su lugar de trabajo, en la Isla Crisol del Parque Sarmiento de la capital cordobesa. El muchacho militaba en la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO) y formaba parte de una lista que apoyaba las ideas que impulsaban Agustín Tosco desde Luz y Fuerza, y René Salamanca, desde Smata.
La mañana del 12 de abril de 1976, Carlos tenía el día libre pero fue a su lugar de trabajo a buscar una parte de su paga que se le adeudaba. Un compañero de oficina, Pablo González, contó que “Carlos llegó, entró y saludó a todos los que estábamos y se fue a tomar un café a la cocina. También escuchamos cuando pasó y saludó a la directora María del Carmen Cognini que estaba en su oficina. Minutos después vinieron a buscarlo y se lo llevaron”.
El testigo contó que él y una compañera de trabajo pudieron escuchar cómo la directora tomó el teléfono y dijo “sí, capitán, está acá”. El hombre la señaló también como quien “entregó” antes a una maestra, Julia Angélica Brocca, mamá de dos hijos, a quien desaparecieron. Pablo González aseguró en el juicio que “la Cognini nos vivía amenazando a todos. Con el dedo índice nos señalaba y nos decía: tengan mucho cuidado que yo a ustedes los estoy vigilando, sé qué hacen y tengo sus legajos”.
El hermano de Carlos Alberto, un abogado de 60 años, Enrique Alejandro Escobar, detalló ante los jueces lo que pudo averiguar sobre esa mañana: “Llegaron dos autos. Bajaron varias personas que preguntaron por el dueño de la Renoleta amarilla. Un hombre de maestranza cuando ve esto está por pegarle el grito a mi hermano para que corriera, pero lo hicieron callar. Le apuntaban con armas. Entraron a la cocina, preguntaron por Carlos Escobar y él dijo ‘soy yo’. Lo encapucharon, le ataron las manos a la espalda, se lo llevaron. Alcanzó a decir que le avisaran a su familia. Se llevaron también la Renoleta. Nos avisaron y esa misma tarde fui donde vivía mi hermano: el departamento tenía la puerta destrozada. A los pocos días apareció la Renoleta totalmente quemada. De él no supimos nada más”.
El padre del muchacho desaparecido era un coronel del Ejército ya retirado. Después de que Menéndez le negara tenerlo en el Tercer Cuerpo o en La Perla, viajó a Buenos Aires para hablar con Videla. Lo conocía desde los 13 años. “Eran muy amigos y habían hecho parte del liceo militar juntos. Mi padre lo respetaba y lo quería”, recordó Enrique Escobar.
–¿Y qué le dijo Videla a su padre? –preguntó el querellante Claudio Orosz.
–La situación de mi padre era particular. El estuvo de acuerdo con el golpe. Es más, fue funcionario de Transporte cuando estaba de gobernador Carlos Chasseing (quien asumió justo el mismo día del secuestro de Carlos Alberto). Como padre quiso proteger a su hijo, pero estuvo de acuerdo con esto de que había que eliminar, sacar de circulación a todos los comunistas, a todos los rojos... Esa obsesión que tenían todos los militares. Pero con respecto a las reuniones (con sus colegas militares) poco hablaba. Y menos conmigo que desde el principio traté de averiguar qué había pasado. Sé que tuvo reuniones con los compañeros de mi hermano. No me las contó. Me enteré después. Lo poco que pude sacar en limpio después de algunos años es el rencor absoluto que le quedó con Menéndez. Uno de los pocos militares que él evitaba saludar. Pero volviendo concretamente a su pregunta, de la reunión con Menéndez salió convencido de que ya no lo iba a encontrar. Y con Videla, supe mucho después que le dijo que si mi hermano estaba en territorio de Menéndez, él no podía hacer nada.
Enrique Escobar revivió en el juicio el dolor por el definitivo quiebre familiar que significó la desaparición de su hermano y la férrea ideología de un padre que avalaba la dictadura: “A un año del secuestro de Carlos murió mi madre. (El hombre se descompone, casi llora cuando se esfuerza por relatar.) Ella no pudo superar la tristeza que esto le provocó y que mi padre militar estuviera de acuerdo con esto. Mi mamá se apagó. Se dejó morir a pesar de que mi hermana se casó y se embarazó, de que iba a tener un nieto. Nunca pudo superar todo eso”.
El testigo también contó que “la llamaban por teléfono desde La Perla diciendo que mi padre estaba molestando mucho, que la terminara. Años después supimos que mi hermano Carlos estuvo ahí, Fermín de los Santos nos contó”. De los Santos fue uno de los sobrevivientes de ese campo de concentración sobre cuyo extenso testimonio se basó gran parte de la causa inicial de este juicio. Era médico y fue destinado a trabajo esclavo dentro de la sala de tortura: auscultaba los corazones de las víctimas picaneadas. Varios sobrevivientes recuerdan su voz diciéndoles a los verdugos “paren o se muere”. En su estrategia defensiva los torturadores lo señalan –como al resto de los sobrevivientes– como un colaborador.
Enrique Escobar vuelve a descomponerse cuando le cuenta al Tribunal lo que le dijo Fermín de los Santos en una entrevista. Su voz y las manos tiemblan casi sin control frente al micrófono: “Me dijo que mi hermano había sido muy torturado... Me preguntó si quería saber detalles y le dije que sí... Me dijo que lo habían atado a la cama, que su cuerpo era una sola llaga... Que lo habían cortajeado todo con hojitas de afeitar... Que hubo un particular ensañamiento con él porque no le habían podido sacar ni una sola palabra. Y que como mi padre era ‘un militar gordo y molestaba mucho’, se lo dieron a (Héctor Pedro) Vergez (alias “Vargas”) que se lo llevó y no lo volvieron a ver”.
Vergez y la fosa
A principios de los ‘90 la familia Escobar volvió a tener noticias de lo sucedido con Carlos Alberto: hubo una reunión de sectores peronistas en Carlos Paz. Hacia allí fueron los leales a Raúl Bercovich Rodríguez y los agrupados bajo la órbita de José Manuel de la Sota. El antiguo compañero de trabajo de Carlos, Pablo González, acudió por el delasotismo. Al regreso hubo un hombre que se ofreció a traerlo de regreso a Córdoba en su auto: era el torturador Vergez, quien se había reciclado como “financista” y hasta había escrito un libro, Yo fui Vargas, contando sus crímenes en las bandas del Comando Libertadores de América (CLA) antes del golpe y durante la dictadura.
–¿Y qué le dijo Vergez sobre Carlos Escobar? –le preguntó el juez Jaime Díaz Gavier al testigo González.
–Le pregunté si sabía qué había pasado con Carlos. Él me dijo que ya no lo buscaran más. Que él mismo lo había matado “porque el padre molestaba mucho” y que lo había tirado en una fosa común en La Perla. Que no lo iban a encontrar nunca más.
Según Enrique Escobar, “esta versión fue corroborada por la sobreviviente Liliana Callizo, quien le contó a Lidia Lescano, una compañera de mi hermano, que Vergez lo había matado. Fue en el tiempo en que a algunos de los prisioneros los llevaban de visita a sus casas y luego los volvían a llevar a La Perla. Eran esclavos para distintos trabajos, pero a veces los llevaban a sus casas y hasta se sentaban en la mesa con los familiares de los cautivos... Que cierta vez hubo una cena en la que también estuvo el (represor Ricardo) “Fogo” Lardone, quien dijo que mi hermano había sido particularmente valiente y que eso hizo que se ensañaran con él. Que en la fosa que lo tiraron también enterraron a René Salamanca”.
Hijos de militares
Alfredo López Ayllón y Pablo Rosales tenían sólo 18 años cuando los asesinaron. Ambos eran “peligrosos extremistas” para Menéndez y sus subordinados. A Alfredo lo fueron a buscar a su casa en Carlos Paz. Un vecino, Héctor Antonio Domínguez, vio cuando llegó la patota a llevárselo. “Mire, señor juez, por la pinta que tenían yo pensé que eran ladrones, así que esperé un poco con un vecino para que no nos vieran y avisarle a la policía. Apenas se fueron nos fuimos a la comisaría”, detalló. El hombre contó que vio cuando el pibe trató de escapar trepando por el alambrado que tenía la casa alrededor, y cuando lo bajaron “de las piernas” para meterlo en el baúl de un auto. “Se llevaban todo lo que podían de adentro de la casa. Robaron”, denunció.
Domínguez relató que cuando regresaron con la policía, “los autos de los tipos volvían a la casa. Deben haber estado esperando al padre. Les dijimos a los agentes que eran ellos. Los persiguieron y pararon los autos que se llevaban al chico y las cosas ahí, a media cuadra. Pero cuando los tipos se bajaron y se identificaron como del Ejército, los dejaron ir con todo... El pobre padre anduvo buscando al chico por la cárcel, por todos lados. Le hicieron gastar un montón de plata para decirle dónde estaba. Vendió un auto... pobre, nunca apareció”, memoró el testigo con la misma tristeza y enorme impotencia que no lo abandonó en todo el relato.
Los fiscales agregaron que la sobreviviente Mirta Iriondo declaró que vio al chico en La Perla. Que era hermano de Jorge López Ayllón, a quien ya habían matado unos meses antes. Alfredo López Ayllón fue “trasladado” –así nombraban al asesinato por fusilamiento– el día del terremoto de Caucete, el 23 de noviembre de 1977.
A Pablo Javier Rosales, en cambio, lo mataron en el mismo momento en que intentaron secuestrarlo. Fue el 26 de noviembre de 1976. Todavía estaba en la secundaria. Le faltaba rendir matemáticas para egresar. Tenía el examen al día siguiente. Pablo era de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) y fue baleado cuando la patota intentó atraparlo. Según la fiscalía, “le dieron en la cadera. Hay testigos que aseguran que fue (el represor muerto el año pasado) Luis “Cogote de Violín” Manzanelli quien le disparó con una escopeta. El chico murió desangrado cuando lo trasladaban al Hospital Militar. Su madre, Beatriz Josefina Echevarría de Rosales, declaró que ese día Pablo salió de casa para devolver un libro, y le dijo a la hermana que volvería para estudiar matemáticas”. Según confirmó la fiscalía, “la madre dijo que Pablo nunca volvió. Que su esposo, que era militar de la Aeronáutica, fue a buscarlo y que al día siguiente, el 27 de noviembre, un comodoro amigo llegó a su casa y le dijo ‘quedate tranquila, a Pablo lo mataron’. Fíjense ustedes, señores jueces, lo que este hombre le dijo a la madre: ‘quedate tranquila tu hijo está muerto’”, se espantó el fiscal Vehils Ruiz en su alegato. Y siguió: “La madre contó que en su desesperación preguntó si lo habían torturado. Y que el comodoro le contestó: ‘No han tenido tiempo’. Ella dijo que en un comunicado en el diario pusieron que su hijo Pablo era de Montoneros, que era dirigente y que lo habían abatido en un tiroteo. La mamá dijo aquí, en el juicio: ‘Pablo era un chico. Tenía 18 años. Le faltaba rendir matemáticas. ¿Cómo iba a ser comandante de semejante cosa?’. En un intento por saber qué había pasado, Beatriz de Rosales fue a la esquina donde lo mataron. Allí un kiosquero le dijo que hubo un tiroteo ‘pero de un solo lado’. La mujer agregó que Pablo era ahijado de monseñor (Enrique) Angelelli, y que tal vez por eso... Señores jueces, la madre trataba de buscar una razón para semejante barbaridad: que le maten a un chico de 18 años de un escopetazo en la calle. También agregó que el comandante Costri, que era tío de (el represor Ernesto “Nabo”) Barreiro, le dijo que Barreiro se enojó ante esa muerte, no lo quería muerto, lo quería en sus manos. Y todos ya sabemos qué pasaba en esas manos”, deslizó el fiscal antes de concluir. “Señores jueces, tenemos prueba suficiente para saber que todo esto ocurrió. La muerte de Pablo Javier Rosales fue admitida por el Tercer Cuerpo de Ejército. Como ocurrió en tantos casos, en el diario La Voz del Interior apareció que ‘abatieron un extremista’. Lo que no decían era que el extremista tenía sólo 18 años”.
“La hija del aviador”
El caso de Silvina Parodi de Orozco, la hija de la Abuela de Plaza de Mayo Sonia Torres, se encuadra también entre los hijos de militares que tuvieron “un trato especial”. Silvina tenía 20 años y un embarazo de seis meses y medio cuando la secuestraron el 26 de marzo de 1976. Era hija de Enrique Parodi, quien pertenecía a la Fuerza Aérea. Se la llevaron con su esposo Daniel Francisco Orozco. Se sabe que a él lo torturaron frente a ella en La Perla. Que la obligaron a ver el suplicio. También, a lo largo de este juicio, varios testigos contaron que la mantuvieron con vida hasta que nació el bebé. A su turno, Silvia Acosta declaró que la vio y hasta la escuchó parir en la Maternidad Provincial el 14 de junio de 1976. El pediatra Fernando Agrelo, que revisó a la mamá y a su bebé, aseguró que “la criatura tenía una muy buena salud y la mamá mucho estrés”. Que los vio juntos en la cárcel de mujeres del Buen Pastor; y poco después también atendió al bebé, ya solo, en la Casa Cuna.
Sonia Torres está convencida de que “la mantuvieron cautiva casi en secreto porque ella era una chica sana, hija de un militar y su bebé era un buen botín de guerra. Silvina era atlética, fuerte. Había sido campeona de natación y tanto Daniel como ella eran dos chicos inteligentes. Estudiaban Ciencias Económicas, eran sanos. Ese bebé debe haber ido a parar a alguna familia poderosa, tal vez de militares. Por eso es que no ha aparecido”, argumentó la titular de Abuelas-Córdoba ante Página/12.
El hecho de que Silvina nunca hubiese sido una presa “blanqueada, a disposición del Poder Ejecutivo Nacional”, acrecienta las dudas de Sonia Torres. “Si hasta cuando la tuvieron en la UP1 de barrio San Martín, que era una cárcel del Estado, la mantuvieron clandestina, ahí abajo, en las celdas subterráneas. Las carceleras tenían su nombre. Lo gritaron un día en el pabellón 14 de las mujeres para entregar una ropita de bebé que yo había llevado... Pero las presas dijeron que Silvina nunca estuvo ahí con ellas. La tenían escondida, desaparecida entre los presos políticos.”
Enrique Parodi, el padre, la buscó hasta su propia muerte hace más de un lustro. El hombre amaba a esa hija: “Silvina y su papá eran muy unidos. Era sus ojos, su campeona de natación”, recordó Sonia.
Parodi padre nunca obtuvo ninguna respuesta de sus colegas. Las monjas del Buen Pastor y de la Casa Cuna –que aún guardan un silencio cómplice sobre lo sucedido con el bebé robado– nombraban a Silvina como “la hija del aviador”.
De eso dio fe la testigo Laura Marrone, quien en su declaración del 5 de agosto de 2015 afirmó que las monjas recluidas en un geriátrico en las sierras cordobesas la llamaron así cuando ella, para ayudar a la búsqueda de Sonia Torres, fue a pedirles que dijeran lo que sabían sobre Silvina y su hijo. Se sabe que aún están con vida al menos dos de las monjas que tenían poder y autoridad cuando el bebé fue entregado: Monserrat Tribo, de la Casa Cuna, y Angélica Olmos Garzón (tía de la ex jueza federal Cristina Garzón de Lascano), que estaba a cargo en el Buen Pastor. Tribo fue trasladada a España pocos días después de que el fiscal Facundo Trotta pidiera al Tribunal que se la llamase a comparecer, en noviembre de 2014.
Sonia Torres es una más de las Abuelas que espera que la apertura de los archivos del Vaticano anunciada por el Papa Francisco les aporte información en la búsqueda de sus nietos. Torres cumplirá 87 este año. Lleva 40 de búsqueda. Y, se sabe, el tiempo no se detiene.
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